lunes, 1 de septiembre de 2008

Astrología (2da parte)



Es patente la extensión que este fenómeno tiene en nuestros días. No hay casi diario o revista que no incluya entre sus columnas, aquélla dedicada al horóscopo; en algunos países hay canales de televisión dedicados exclusivamente a temas astrológicos y esotéricos con programas al respecto, y lo mismo se diga de la radio.

La literatura sobre el tema es muy abultada. Es más, hoy en día los horoscoperos se presentan como «profesores», «licenciados en ciencias ocultas», «especialistas en ciencias parapsicológicas». La experiencia nos muestra que gran parte de nuestros contemporáneos si no consultan sus respectivos horóscopos convencidos de su exactitud, lo hacen al menos concediéndoles el privilegio de la duda: «no es que yo crea en el horóscopo, pero algo de verdad debe tener».

Al menos muchos, guiados por cierto fatalismo supersticioso, piensan que permanecer totalmente incrédulos ante las predicciones horoscopales puede traerles mala suerte. Y de hecho un dejo de consuelo les queda cuando leen allí pronosticado: se está por iniciar para usted una nueva etapa; pronto hallará anheladas respuestas; diez puntos en salud; los rosados influjos del amor no han logrado atemperar su fuego combativo; como todo felino tiene siete vidas y luchará valerosamente; aproveche el momento, sobre todo el financiero; la relación con los socios y con la pareja es muy buena; etc.

Los hombres, para vivir, necesitan la esperanza, y cuando pierden la que nace de la fe verdadera, están dispuestos a creerle al primero que les prometa un venturoso porvenir: Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado, dice un antiguo proverbio. ¿Qué podemos decir de esto? El horóscopo es un desprendimiento de la antigua astrología, no de la astrología natural, que es madre de la actual astronomía, sino de la astrología judiciaria, que se empeñaba en descubrir la influencia de los astros sobre el destino de los hombres y de las cosas. En tal sentido, hay que colocarlo dentro del fenómeno más amplio de las «artes adivinatorias», puesto que, como su nombre mismo lo indica (oros-scopeo, examinar las horas), el horóscopo designaba originariamente la observación que los astrólogos hacían del estado del cielo en el momento del nacimiento de un hombre pretendiendo con ello adivinar los sucesos futuros de su vida. Para mayor exactitud, el horóscopo designa el mapa con la posición de los planetas en un instante dado por su relación con el Sol y la Tierra. Por derivación se llama también horóscopo a las predicciones que pretenden sacarse de tal observación. La astrología judiciaria se divide, a su vez, en varias clases. Tenemos así la astrología mundial, que intenta fijar la evolución de la historia y de la política; la astrología genetlíaca o individual que, levantando el horóscopo del momento del nacimiento, pretende predecir los eventos futuros del sujeto implicado; la astrología horaria, destinada a contestar preguntas concretas, para lo cual se estudia el horóscopo del momento en que se formula la pregunta al astrólogo.

En todos los tiempos el hombre ha sentido el interés por conocer el porvenir, y en los tiempos de decadencia religiosa, tal interés se ha transformado en obsesión. El hombre moderno se parece mucho al «supersticioso» que describe Teofrasto en sus Caracteres, corriendo febrilmente de un augur a un adivino, y de éste a un intérprete de sueños. El recurso de los hombres a la astrología tiene una larga historia, desde su origen babilónico; tuvo influencia en algunos filósofos de Grecia (presocráticos, epicúreos y estoicos), y sobre todo en el mundo islámico (donde adquirió un desenvolvimiento singular); en el mundo cristiano estas creencias se desarrollaron poco mientras la fe era más profunda y arraigada (aunque no faltaron monarcas que tenían astrólogos en su corte), pero ya en el siglo XVI no había soberano que no consultara a su astrólogo particular, y sobre todo ganó terreno con el positivismo y el racionalismo del siglo XIX.
Incluso, durante la segunda guerra mundial, después que el suizo Krafft predijo el atentado que Hitler sufrió en Munich el 8 de noviembre de 1939, la guerra psicológica añadió un departamento más, el astrológico. Es verdad, y nadie podrá negarlo, que los astros ejercen algún tipo de influencia sobre las realidades del mundo, incluido el hombre: ¿quién no nota los efectos que producen los cambios de estaciones y condiciones meteorológicas, no sólo sobre las realidades materiales (como las mareas) sino sobre el humor, los estados anímicos y la misma salud humana? Por eso, Santo Tomás admite cierto influjo de los astros sobre la parte corpórea del hombre (en cuanto todo el universo se influye mutuamente), y, consecuente e indirectamente, sobre sus sentidos corporales (imaginación, memoria, instintos). Pero de ningún modo pueden servir para predecir los actos futuros libres de los hombres, puesto que sólo puede predecirse el futuro a partir de un hecho concreto, siempre y cuando el evento futuro se encuentre en este hecho o realidad presente como el efecto en su causa; y los hechos futuros de los hombres no son efecto de los movimientos o posiciones astrales.
A lo sumo, como indica agudamente el mismo Santo Tomás, podría conjeturarse aquello que con mayor probabilidad harán algunos hombres basándonos en la experiencia que nos dice que la mayoría de los mortales se deja llevar de sus estados anímicos y de sus disposiciones corporales; en tal sentido, si conociéramos la influencia que algún astro o estación climática ejercerá sobre los cuerpos en tal fecha, podríamos también conjeturar cómo obrarían aquellos que se dejen llevar por tales estados. Afirmar otro tipo de influencia y, peor aún, pretender determinar los hechos futuros a partir de los astros, plantea necesariamente la negación de la libertad humana, de la Providencia Divina, y afirma, por el contrario, el fatalismo y el predestinacionismo absoluto. Por ello, la astrología puede constituir herejía (si presupone la negación de la libertad y la Providencia), superstición e idolatría (si conlleva la adoración de los astros), o simplemente vana observancia, es decir, el recurso a medios desproporcionados para obtener un efecto en sí mismo natural (como en el caso de las consultas a los modernos horóscopos).
En cuanto a los horoscoperos, adivinos y astrólogos (licenciados o no en ciencias ocultas y parapsicológicas), hay que decir que la gran mayoría son vividores que se aprovechan de la credulidad de mucha gente (¿No dice el libro del Eclesiástico 1,15: "el número de los necios es infinito"?). Otros, forman parte convencida de la moderna seducción por el ocultismo, de la fascinación por lo misterioso y de la búsqueda de lo asombroso como alternativa a su fe superficial o vacía.
Algunos, por último, practican la astrología como parte del culto a los demonios, y es por la intervención de éstos últimos que algunos «astrólogos» son capaces a veces de «predecir» algunos hechos futuros, por cuanto los demonios a quienes recurren, siendo ángeles caídos, conocen mejor que los hombres la relación entre las causas y los efectos naturales, así como tienen una gran experiencia del obrar humano, con sus debilidades y miserias. Pero todas sus «predicciones» sobre los actos futuros libres de los hombres no son más que conjeturas. Por eso decía ya el Profeta Jeremías (10,2): "No temáis por los pronósticos celestes, pues son los paganos los que temen de ellos"; e Isaías (47,13): "Estás cansada de tanto consultar. Que se presenten, pues; que te salven los que dividen los cielos, y observan las estrellas, y hacen la cuenta de los meses, de lo que ha de venir sobre tí"; y el Levítico (19,31): "No acudáis a los que evocan a los muertos ni a los adivinos, ni los consultéis, para no mancharos con su trato."La Iglesia ha hablado sobre este tema desde antiguo, condenando la creencia en la astrología, por ejemplo el Concilio de Toledo del año 400, o el Concilio de Braga del 561.
El juicio del Magisterio de la Iglesia puede resumirse en lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica. «Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “develan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a mediums encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios».
Todo género de adivinación, en definitiva, nace de la falta de fe en el Dios verdadero; y es el castigo del abandono de la auténtica fe. Por eso, en uno de sus cuentos escribía Chesterton: «La gente no vacila en tragarse cualquier opinión no comprobada sobre cualquier cosa... Y esto lleva el nombre de superstición... Es el primer paso con que se tropieza cuando no se cree en Dios: se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad. Cualquier cosa que opine el menos autorizado afirmando que se trata de algo profundo, basta para que se propague indefinidamente como una pesadilla. Un perro resulta entonces una predicción; un gato negro, un misterio; un cerdo, una cábala; un insecto, una insignia, resucitando con ello el politeísmo del viejo Egipto y de la antigua India... y todo ello por temor a tres palabras: SE HIZO HOMBRE».
En conclusión, si uno recurre a las prácticas astrológicas o consulta los horóscopos, creyendo seriamente en ello, comete un pecado de superstición propiamente dicho (pudiendo, incluso, llegar a la idolatría); si lo hace sólo por curiosidad y diversión, no hace otra cosa que recurrir a un pasatiempo fútil, que va poco a poco desgastando peligrosamente su fe verdadera. Si lo hace para granjearse la «protección» de los demonios, comete un pecado de idolatría diabólica, y tal vez tenga que decir alguna vez con el poeta Goëthe: «No puedo librarme de los espíritus que invoqué».

Padre Miguel Fuentes para El Teólogo Responde

Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008

La Condena Inicial de la Masonería

La Santa Iglesia Católica ha condenada desde sus inicios históricos a la Masonería, institución rodeada de misterio y dedicada de modo implícito y explícito a preparar el camino para la manifestación del último y personal Anticristo que nos mencionan San Pablo y San Juan en sus textos.

La primera mención sobre la Masonería fue formulada en la encíclica In eminente, del papa Clemente XII, el 28 de abril de 1738. Transcribimos la traducción castellana oficial a continuación:

“Habiéndonos colocado la Divina Providencia, a pesar de nuestra indignidad, en la cátedra más elevada del Apostolado, para vigilar sin cesar por la seguridad del rebaño que Nos ha sido confiado, hemos dedicado todos nuestros cuidados, en lo que la ayuda de lo alto nos ha permitido, y toda nuestra aplicación ha sido para oponer al vicio y al error una barrera que detenga su progreso, para conservar especialmente la integridad de la religión ortodoxa, y para alejar del Universo católico en estos tiempos tan difíciles, todo lo que pudiera ser para ellos motivo de perturbación."


Clemente XII (Papa entre 1730 y 1740)


"Nos hemos enterado, y el rumor público no nos ha permitido ponerlo en duda, que se han formado, y que se afirmaban de día en día, centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos, que bajo el nombre de Liberi Muratori o Francmasones o bajo otra denominación equivalente, según la diversidad de lengua, en las cuales eran admitidas indiferentemente personas de todas las religiones, y de todas las sectas, que con la apariencia exterior de una natural probidad, que allí se exige y se cumple, han establecido ciertas leyes, ciertos estatutos que las ligan entre sí, y que, en particular, les obligan bajo las penas más graves, en virtud del juramento prestado sobre las santas Escrituras, a guardar un secreto inviolable sobre todo cuanto sucede en sus asambleas."

"Pero como tal es la naturaleza humana del crimen que se traiciona a sí mismo, y que las mismas precauciones que toma para ocultarse lo descubren por el escándalo que no puede contener, esta sociedad y sus asambleas han llegado a hacerse tan sospechosas a los fieles, que todo hombre de bien las considera hoy como un signo poco equívoco de perversión para cualquiera que las adopte. Si no hiciesen nada malo no sentirían ese odio por la luz."


"Por ese motivo, desde hace largo tiempo, estas sociedades han sido sabiamente proscritas por numerosos príncipes en sus Estados, ya que han considerado a esta clase de gentes como enemigos de la seguridad pública."

"Después de una madura reflexión, sobre los grandes males que se originan habitualmente de esas asociaciones, siempre perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud de las almas, y que, por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes civiles y canónicas, instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios, que en calidad de servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del Señor, debemos estar continuamente en guardia contra las gentes de esta especie, por miedo a que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que los zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es decir, el temor a que seduzcan a las gentes sencillas y hieran secretamente con sus flechas los corazones de los simples y de los inocentes."

"Finalmente, queriendo detener los avances de esta perversión, y prohibir una vía que daría lugar a dejarse ir impunemente a muchas iniquidades, y por otras varias razones de Nos conocidas, y que son igualmente justas y razonables; después de haber deliberado con nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia romana, y por consejo suyo, así como por nuestra propia iniciativa y conocimiento cierto, y en toda la plenitud de nuestra potencia apostólica, hemos resuelto condenar y prohibir, como de hecho condenamos y prohibimos, los susodichos centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos de Liberi Muratori o FrancMassons o cualquiera que fuese el nombre con que se designen, por esta nuestra presente Constitución, valedera a perpetuidad."

"Por todo ello, prohibimos muy expresamente y en virtud de la santa obediencia, a todos los fieles, sean laicos o clérigos, seculares o regulares, comprendidos aquellos que deben ser muy especialmente nombrados, de cualquier estado grado, condición, dignidad o preeminencia que disfruten, cualesquiera que fuesen, que entren por cualquier causa y bajo ningún pretexto en tales centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos antes mencionados, ni favorecer su progreso, recibirlos u ocultarlos en sus casas, ni tampoco asociarse a los mismos, ni asistir, ni facilitar sus asambleas, ni proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos, ni prestarles ayuda o favores en público o en secreto, ni obrar directa o indirectamente por sí mismo o por otra persona, ni exhortar, solicitar, inducir ni comprometerse con nadie para hacerse adoptar en estas sociedades, asistir a ellas ni prestarles ninguna clase de ayuda o fomentarlas; les ordenamos por el contrario, abstenerse completamente de estas asociaciones o asambleas, bajo la pena de excomunión, en la que incurrirán por el solo hecho y sin otra declaración los contraventores que hemos mencionado; de cuya excomunión­ no podrán ser absueltos más que por Nos o por el Soberano Pontífice entonces reinante, como no sea en articulo mortis. Queremos además y ordenamos que los obispos, prelados, superiores, y el clero ordinario, así como los inquisidores, procedan contra los contraventores de cualquier grado, condición, orden, dignidad o preeminencia; trabajen para redimirlos y castigarlos con las penas que merezcan a titulo de personas vehementemente sospechosas de herejía."

"A este efecto, damos a todos y a cada uno de ellos el poder para perseguirlos y castigarlos según los caminos del derecho, recurriendo, si así fuese necesario, al Brazo secular."

"Queremos también que las copias de la presente Constitución tengan la misma fuerza que el original, desde el momento que sean legalizadas ante notario público, y con el sello de una persona constituida en dignidad eclesiástica."

"Por lo demás, nadie debe ser lo bastante temerario para atreverse a atacar o contradecir la presente declaración, condenación, defensa y prohibición. Si alguien llevase su osadía hasta este punto, ya sabe que incurrirá en la cólera de Dios todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo."

"Dado en Roma, en la iglesia de Santa María la mayor, en el año de 1738 después de la Encarnación de Jesucristo, en las 4 calendas de mayo de nuestro octavo año de pontificado”.
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008

La Historia del Collar de Perlas


¿Sabemos ser generosos?


María era una linda niña de siete años de ojos relucientes y vivos. Un día, mientras ella visitaba una tienda con su mamá, vio un collar de perlas de plástico que costaba noventa pesos.

¡Cuánto le gustó! Quería tener uno y se lo pidió a su mamá. Su mamá le contestó que se lo regalaría el día de su cumpleaños. Ese día María estaba feliz con sus perlas. Las llevaba puestas a todos lados, al colegio, cuando salía con su mamá a las tiendas, y ni para dormir se las quitaba. Sólo no las usaba para bañarse pues se podían despintar.

María tenía un padre que la quería muchísimo. Cuando María iba a la cama, él se levantaba de su sillón favorito para leerle su cuento preferido.

Una noche, cuando terminó el cuento, le dijo: "¿María, tú me quieres?" María inmediatamente le respondió: “Sí, papá, tú sabes que te quiero mucho”.

"Entonces, ¿me podrías regalar tus perlas?"

María se quedó sorprendida y triste. "¡Oh papá!, mis perlas no. Pero si quieres te doy a Rosita, mi muñeca favorita ¿la recuerdas? Tú me la regalaste el año pasado para mi cumpleaños y te doy su ropa también, ¿está bien, papá?”

"¡Oh no, hijita!, está bien, no importa", y dándole un beso en la mejilla se despidió: "Buenas noches, pequeña".

Una semana después, nuevamente su papá le preguntó al terminar de leerle su cuento: "María, ¿tú me quieres?"

"¡Claro que sí, papá! ¡Tú sabes que te quiero!"

"Entonces regálame tus perlas"

“Pero papá, ¡mis perlas no! Pero te doy mi caballo de juguete. Es mi favorito, su pelo es tan suave y tú puedes jugar con él y hacerle trencitas. Tú puedes tenerlo si quieres, papá”.

"Oh no hijita, está bien" le dijo su papá dándole nuevamente un beso en la mejilla: "Dios te bendiga. Buenas noches y dulces sueños".

Algunos días después, cuando el papá de María entró a su dormitorio para leerle el cuento, María estaba sentada en su cama muy seria con un paquete pequeño. Le temblaban los labios, pero decidida le dijo: "Toma, papá, te lo regalo" y estiró su mano para darle el paquete. Su papá lo abrió y en su interior estaba su tan querido collar, el cual regaló a su padre.

Con una mano él tomó las perlas de plástico y con otra extrajo de su bolsillo una cajita de terciopelo azul y se lo dio a su hija. María abrió la cajita y dentro había un collar con unas hermosas perlas genuinas. Él las había tenido todo ese tiempo, esperando que su hija renunciara a la baratija para poderle darle la pieza de gran valor. María no pudo evitar llorar de alegría mientras abrazaba a su padre y ver el hermoso collar con preciosas perlas que ahora era suyo.

De modo semejante nos sucede con nuestro Padre celestial. Él está esperando a que renunciemos a las cosas sin valor en nuestras vidas para podernos dar preciosos tesoros. A veces nos resistimos, pero no podemos dudar nunca de la bondad de Dios.

Esto nos puede hacer pensar en las cosas a las cuales nos aferramos y no queremos dárselas al Señor. Mejor podríamos preguntarnos, ¿qué será lo que Dios me quiere dar en su lugar? Cuando le damos a Él todas nuestras inquietudes, Él verá por nosotros.

San Pablo tuvo una visión del Cielo y nos dejó escrito su impresión: "Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman". (I Cor 2, 9).
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008

Jérôme LeJeune



"Cada uno de nosotros tiene un momento preciso en que comenzamos. Es el momento en que toda la necesaria y suficiente información genética es recogida dentro de una célula, el huevo fertilizado y este momento es el momento de la fertilización. Sabemos que esta información esta escrita en un tipo de cinta a la que llamamos DNA... La vida esta escrita en un lenguaje fantásticamente miniaturizado." (Dr. Lejeune, pionero en genética y ciencia pre-natal, Universidad de Paris).


En la XIII Asamblea General de la Pontificia Academia para la Vida, el 25 de Febrero, 2007, se anunció la apertura de la causa de beatificación del Profesor Jérôme LeJeune.
El Dr. Jérôme LeJeune es reconocido tanto por su fidelidad a la Iglesia como por su excelencia como científico. A los 33 años, en 1959, publicó su descubrimiento sobre la causa del síndrome de Down, la trisomía 21.

En 1962 fue designado como experto en genética humana en la Organización Mundial de la Salud (OMS) y en 1964 fue nombrado Director del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia y en el mismo año se crea para él en la Facultad de Medicina de la Sorbona la primera cátedra de Genética Fundamental.

El profesor LeJeune era reconocido por todos. Se esperaba que recibiera el Premio Nobel. Pero en 1970 se opone firmemente al proyecto de ley de aborto eugenésico de Francia. Esto causa que caiga en "desgracia" ante el mundo. Prefirió mantenerse en gracia ante la verdad y ante Dios: matar a un niño por estar enfermo es un asesinato. Siempre utilizó argumentos racionales fundamentados en la ciencia.

Llevó la causa provida a las Naciones Unidas. Se refirió a la Organización Mundial de la Salud diciendo: “he aquí una institución para la salud que se ha transformado en una institución para la muerte”. Esa misma tarde escribe a su mujer y a su hija diciendo: “Hoy me he jugado mi Premio Nobel”. Tenía razón. No se lo dieron. No querían a un científico que se opusiera a la agenda abortista.

LeJeune también rechazó los conceptos ideológicos que se utilizan para justificar el aborto, como el de "pre-embrión". Fue acusado de querer imponer su fe católica en el ámbito de la ciencia. No faltaron miembros de la Iglesia que lo rechazaran. Le cortaron los fondos para sus investigaciones. De repente se convirtió en un paria.

Juan Pablo II reconoció la excelencia del Dr. Le Jeune nombrándolo Presidente de la Pontificia Academia para la Vida, el 26 de febrero de 1994. Muere el 3 de abril del mismo año, un Domingo de Pascua.

Con motivo de su muerte, Juan Pablo II escribió al Cardenal Lustinger de Paris diciendo: “En su condición de científico y biólogo era una apasionado de la vida. Llegó a ser el más grande defensor de la vida, especialmente de la vida de los por nacer, tan amenazada en la sociedad contemporánea, de modo que se puede pensar en que es una amenaza programada. Lejeune asumió plenamente la particular responsabilidad del científico, dispuesto a ser signo de contradicción, sin hacer caso a las presiones de la sociedad permisiva y al ostracismo del que era víctima”.
Adaptado de Corazones.org

El Ateísmo y la Ciencia de Hoy

A Dios se le puede conocer por distintos caminos. Hay gente que ha llegado al conocimiento de Dios por una experiencia personal, porque lo siente, porque lo vive, por una vivencia íntima. Lo ha te­nido tan cerca, tan dentro de sí, que no puede du­dar de su existencia. Como el que ha tenido un do­lor de muelas; no necesita que le expliquen qué es.

Es el caso de san Pablo o de André Frossard, como dice en su libro "Dios existe, yo me lo encon­tré". Entró ateo en una iglesia y salió católico. Pero no es éste el único modo ni el más fre­cuente de conocer a Dios.

Vamos a reflexionar sobre lo que significa co­nocer a Dios por medio del entendimiento. No se trata de reducir la fe a la razón. La fe trasciende la razón, pero es razonable. Si no lo fuera, los cre­yentes seríamos unos estúpidos.

Por otra parte, ya nos lo dijo san Juan: «A Dios no lo ha visto nadie. Dios es espíritu.» Con los ojos de la cara, a Dios no se le ve. Eso no es nuevo. Eso lo sabemos de siempre. A Dios no lo ha visto nadie. A Jesucristo sí, porque Jesucristo es Dios hecho Hombre, con cuerpo de hombre; pero a Dios-Creador no lo ha visto nadie, pero esto no significa que Dios no exista.


Hay muchas cosas que existen y no se ven con los ojos de la cara. Los ojos no ven lo muy pequeño, y por eso necesitamos un microscopio; ni lo muy le­jano, y por eso nos servimos de unos prismáticos. Y, desde luego, los ojos no sirven para conocer el amor. ¿Se puede negar que existe el amor? Si sois padres de familia, tenéis amor a vuestras esposas, a vuestros hijos. Los solteros tienen amor a su no­via. ¿Quién ha visto el amor? ¿De qué color es el amor? ¿Es azul? ¿Es rojo? ¿Es verde? ¿Qué forma tiene el amor? ¿Es triangular? ¿Es cuadrado? ¿Es rectangular? Vemos personas que se aman, pero el amor no se ve. ¡Y el amor existe! Pero el amor es algo espiritual. El amor no se pesa con una ba­lanza, el amor no se mide con un metro, porque la balanza y el metro sirven para pesar y medir co­sas materiales. Existe amor y existen grados de amor. Hay quien ama mucho y hay quien ama poco.

Padre Loring


Ni el telescopio sirve para ver a Dios ni el mi­croscopio para ver a Cristo en la Eucaristía. Tam­poco el ojo capta una sinfonía de Beethoven ni el oído admira un cuadro de Velázquez. Para cada conocimiento es necesario el órgano adecuado. Los sentidos son una fuente de conocimientos, pero no son la única ni la mejor. Cuando Des­cartes dice: «pienso, luego existo» hace un razonamiento totalmente válido, aunque sea al margen de los sentidos.

Los sentidos ayudan a la inteligencia, que ope­ra con los datos que éstos le proporcionan. Los mismos sentidos se complementan mutuamente para la percepción de la realidad, pero solos no bastan.

Hay cosas que nuestros ojos no ven pero exis­ten. Así es Dios. Dios es algo espiritual a quien no vemos, pero lo vamos a conocer por el entendimiento. Y lo que conocemos por el entendimiento vale más que lo que conocemos por los ojos.

Los ojos muchas veces nos engañan. Muchas veces ves una cosa con los ojos, y parece lo que no es. Y no sólo ocurre con fantasmas sino también con cosas corrientes. Miramos la luna llena, y ¿qué vemos en el horizonte? Un gran disco rojo precioso. Los ojos, ¿qué nos dan? Un disco. Lo que nos dan los ojos es que la luna es como un plato. Sin embargo, la luna es esférica. Nosotros, mediante el estudio, sabemos que la luna es esfé­rica como una pelota. ¡Los ojos nos engañan!

Si en invierno nos asomamos de noche a con­templar el cielo estrellado, detrás del gigante Orión vemos la preciosidad de Sirio, una de las estrellas más inestables que conocemos. Pues puede que lo que estemos viendo ya no exista. Si­rio ha podido haber explotado y todavía no lo percibimos, puesto que la luz de la explosión tardará ocho años en llegar a nosotros. Está a ocho años luz. Podemos estar viéndola y que ya no exista.

Muchas veces lo que vemos con los ojos es mentira, y tenemos que usar el entendimiento para tener una noción clara de la verdad, porque los ojos pueden engañarnos. Por eso digo que cuan­do conocemos una cosa con el entendimiento tie­ne más fuerza que cuando la conocemos sólo con los ojos.

Nosotros vamos a conocer a Dios por el enten­dimiento, porque si conocemos algo mediante el entendimiento bien aplicado podemos estar seguros de que no nos equivocamos. Pongamos un ejemplo.

Si alguien me demostrara matemáticamente que el hijo es más viejo que su madre, aunque yo no supiera dónde está el fallo de la demostración, no por eso me dejaría convencer, pues mi enten­dimiento me advierte claramente que se trata de un engaño, porque yo sé que es imposible que el hijo sea mayor que su madre.

Si yo digo: «No he contado las estrellas del cie­lo, no sé cuántas hay; pero me atrevo a afirmar que el número de estrellas es... » ¡No las he contado!, pero estoy convencido de que nadie me pue­de convencer de lo contrario si afirmo que el ­mero de las estrellas es par o impar.

Claro, si no es par, es impar. Porque en vues­tro entendimiento sabéis que el número que sea, cualquiera que sea, o será par o impar. El enten­dimiento lo comprende y no hay vuelta de hoja.

Si digo: «el todo es mayor que su parte» me das la razón. Con el entendimiento caes en la cuenta de que el todo es siempre mayor que su parte. El conjunto de la humanidad es siempre mayor que parte de la humanidad. Leer un libro entero siempre es más que leer una parte del li­bro.

Estos conocimientos que adquirimos con el entendimiento bien aplicado tienen mucha más fuerza, más firmeza, más seguridad, que las cosas que vemos con los ojos. Lo comprendemos con tanta claridad y con tanta seguridad que tenemos la certeza de que nunca nadie puede convencer­nos de lo contrario.

Por lo tanto, aunque a Dios no se le ve con los ojos de la cara, no importa. Lo conocemos con el entendimiento, que tiene más fuerza todavía.

Padre Loring (de su libro "Motivos para creer")

Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008