La oración, para que sea fecunda,
tiene que brotar del corazón y llegar al corazón de Dios. ¡Mira como Jesús
enseñó a sus discípulos a orar! Cada vez que recitamos el Padrenuestro, Dios,
-así lo creo yo-, dirige su mirada hacia sus manos, ahí donde nos tiene
grabados: “en las palmas de mis manos te tengo tatuado” (Is 49,16) Dios
contempla sus manos y nos ve en ellas, acurrucados en ellas. ¡Qué maravilla la
ternura de Dios!
¡Oremos, digamos el Padrenuestro! ¡Vivamos el Padrenuestro y seremos
santos! En esta oración está todo: Dios, yo misma, el prójimo. Si perdono puedo
ser santa, puedo orar. Todo procede de un corazón humilde. Habiendo un corazón
humilde sabremos amar a Dios, amarnos a nosotros mismos y amar al prójimo.(Mt
22,37ss). No es nada complicado y, no obstante, nosotros complicamos tanto
nuestras vidas, cargándolas de tanta sobrecarga... Un sola cosa cuenta: ser
humilde y orar. Cuanto más oréis, mejor lo haréis.
Para un niño no es nada difícil expresar su inteligencia cándida en
términos simples que dicen mucho.
Jesús ¿no dio a comprender a Nicodemo
que hay que volverse como un niño? (Jn 3,3). Si oramos según el evangelio,
Cristo crecerá en nosotros. ¡Ora con amor, a la manera de los niños, con
ardiente deseo de amar mucho y hacer amable al que no es amado!