miércoles, 1 de agosto de 2007

La Madre María Benita Arias

María Benita Arias nació en La Carlota el 3 de abril de 1822, hija de Rafaela Arias; a poco de nacer la niña fue confiada a los esposos Manuel Mena y Florencia Videla: él era zambo y ella india, excelentes padres adoptivos.

María Benita se dio cuenta en su niñez de su situación de huérfana, aceptándola con resignación y ponderando a los Mena, a los que trató con gran cariño y respeto como si fueran sus verdaderos padres. Se sabe que en aquellos años, ya era una niña de gran compasión para con los desamparados; no se avergonzaba de pedir limosnas y deremolcar por las calles un carrito, con el que iba a los mercados a solicitar la colaboración de los puesteros.




Los descendientes de la barbarie esclavista fueron liberados en la Argentina desde principios del siglo XIX e incorporaron gran parte de su amplio repertorio musical a la naciente cultura latinoamericana. Manuel Mena era un buen guitarrista y enseñó a Benita a tocar y a cantar, enriqueciendo su sensibilidad musical.




Cuando Benita cumplió siete años, sus parientes biológicos fueron en su búsqueda. La familia prefirió fugarse antes de entregar a la niña; aprovechando la confusión reinante en Córdoba en tiempos de guerras civiles y malones de los ranqueles, se incorporaron a una tropa de carretas que, rumbo a Buenos Aires, llegó a la región que actualmente es Salto.

Allí, su madre Florencia se dedicó a realizar tareas domésticas, afincándose en la casa de un hacendado apellidado Sierra. Esta familia notó la inteligencia y bondad de Benita y se encargaron de enseñarle a leer y escribir. Poco bastó para iniciar su formación en el catecismo y en tomar la Primera Comunión.

Ya en su infancia y adolescencia, Benita comenzó a volcar todo lo aprendido a las niñas de menor edad. Fue a los 17 años cuando tuvo la oportunidad de realizar un primer retiro en la Santa Casa de Ejercicios de Buenos Aires; poco bastó para que Benita se convirtiera en colaboradora de esta obra y finalmente ingresó allí para consagrarse a Dios.

Progresivamente comenzó como maestra, encargada de jóvenes asiladas, sacristana, directora de los ejercitantes, ecónoma, maestra de novicias y secretaria de la rectora. Su cultura musical le permitió expresarse en liturgias, poesías, coplas e incluso payadas.



Benita intentó modificar a la comunidad de las Beatas en una verdadera Congregación de Hermanas con los votos religiosos. Al resistirse la mayoría de las compañeras, ella dirigió sus pasos hacia la "fundación de un instituto para mayor gloria de Dios, salvación de las almas y esplendor de la Iglesia, mediante la Adoración Eucarística, los ejercicios de san Ignacio y la asistencia a las niñas pobres y desamparadas".



La idea fue recibida por el entonces Arzobispo Mario José de Escalada, pero sin fecha de realización. Aconsejada y alentada, viajó a Roma para exponer a Su Santidad Pío IX sus aspiraciones (vale recordar que nos referimos al tiempo de la unificación italiana con la invasión del Papado por parte de las huestes del rey Víctor Manuel). Pese a todo, el Papa pudo recibirla e le indicó a Benita la redacción del Reglamento para la futura Congregación.

A su regreso a Buenos Aires, la madre Benita consiguió la aprobación del arzobispo Federico Aneiros en noviembre de 1872. Comenzó a congregar así a las primeras Siervas de Jesús Sacramentado en la Capilla del Carmen. Tan sólo un año después, funcionaba una Casa Madre con una escuela para niñas, un taller de costura y un orfanato.



Desde entonces, gracias a las numerosas vocaciones surgidas, María Benita avanzó con la apertura de casas en distintos rincones de la Argentina, sobre todo donde las carencias eran mayores. Asimismo, la Congregación trabajó en la Pastoral de la Salud, sobre todo en el Hospital Fernández (donde se derivaban en aquel tiempo a las pacientes víctimas de la sífilis), el Hospital Muñiz (de enfermedades infecciosas), el antiguo Hospital Vieytes (de salud mental) y el Hospital Tornú, entonces dedicado exclusivamente a pacientes tuberculosos.Su prolífica actividad en la tierra concluyó el 25 de septiembre de 1894, a los 72 años, cuando retornó a la casa del Padre. Su proceso de beatificación se encuentra avanzado; se guarda en la memoria su fama de caridad para con los indigentes, necesitados y huérfanos.

¡Madre Benita Arias, ruega por nosotros!

Publicado en formato 1.0 en agosto de 2007

La Tumba de San Pedro

Fueron dos sacerdotes jesuitas, los padres Kirschbaum y Ferrúa, quienes en 1939, bajó el pontificado de Pío XII, quienes descubrieron un mosaico que les llamó la atención mientras se preparaba la tumba del Papa anterior, Pío XI.

Este hallazgo suscitó la necesidad de continuar con la excavación ya que la tradición narraba la existencia de un cementerio debajo del baldaquín de Bernini. En efecto, los trabajos llevaron al hallazgo de toda una necrópolis romana, que incluía mausoleos de los Flavios, entre otros.
Entre las excavaciones por debajo de la basílica de San Pedro, se puso en evidencia la presencia de una tumba cavada en la tierra, abierta y vacía.

Sabemos por la Tradición, como se ha descrito en otro artículo, que san Pedro fue crucificado cabeza abajo, en el circo construido por Calígula y Nerón, junto al monte Vaticano. El príncipe de los Apóstoles fue sepultado allí, en una tumba pobre.

Siglos después del martirio de San Pedro, corriendo ya el año 312, el emperador Constantino vencería a los tropas de Majencio, según describiría, tras haber visto el signo de Cristo en el firmamento, según recogió el historiador Eusebio de Ce­sárea. En agradecimiento a Nuestro Señor Jesucristo, el emperador se convirtió al cristianismo (junto a la basílica Lateranense, en Roma, hay un obelisco que reza: «Aquí fue bautizado Constantino por el papa Silvestre.»)

Constantino edificó entonces una serie de templos cristianos; uno de ellos fue la basílica en honor de san Pedro, sobre la tumba del apóstol. El emperador supo de la localización de la sepultura por el propio San Silvestre, quien a su vez lo sabía por transmisión de las pocas generaciones transcurridas desde la crucifixión del primer Papa.

No deja de llamar la atención que Constantino levantara una gigantesca basílica sobre la desnivelada ladera de un monte, debiendo efectuarse un enorme corrimiento de tierra para crear una explanada, en pleno siglo IV. Además, no debe olvidarse que debió sepultar bajo la basílica una necrópolis que había llegado a ser una de las más importantes de Roma, y donde estaban enterradas muchas familias ilustres.

Es evidente que la razón esencial por la cual Constantino levantó la basílica en la ladera de un monte y sepultando un cementerio completo pese a todas las dificultades, era porque sabía indudablemente que allí estaba la tumba de san Pedro.

La mencionada tumba, abierta y vacía, estaba protegida por muros para defenderla de las frecuentes filtraciones de agua en esa ladera del monte, remarcando la importancia de la persona allí sepultada. Su Santidad Pío XII no vaciló en anunciar en 1950 que se había hallado la tumba de San Pedro.

Las investigaciones prosiguieron en 1952; fue la doctora Margarita Guarducci la encargada en descifrar las inscripciones labradas en los muros; entre otros, las paredes describen en grafitos griegos: «Pedro, ruega por los cristianos que estamos sepultados junto a tu cuerpo» y «Pedro, el de las llaves» (en referencia a la entrega de las llaves del reino de los Cielos por parte de Cristo a Pedro).

Finalmente, un tercer grafito destacado sobre un muro rojo confirmaba que «Pedro está aquí.». En ese sitio se encontró un nicho forrado de mármol blanco con huesos humanos.
La cátedra de Antropología de la Universidad de Palermo, a cargo del profesor Venerando Correnti, tuvo a cargo el estudio de dichos restos. Los mismos se encontraban con tierra adherida de las mismas condiciones que la de la tumba abierta y vacía que mencionábamos antes. Por otro lado, los huesos estaban coloreados de rojo, por haber estado envueltos en un paño púrpura; quedaba en evidencia que los restos habían sido retirados de la tumba antedicha para ser envueltos en un paño púrpura y protegidos en el nicho, el cual había permanecido intacto desde tiempos de Constantino.

Por otro lado, las pruebas forenses destacaron que se trataban de huesos de un varón, robusto (un pescador), fallecido en la ancianidad (cerca de los 70 años) en el siglo I.

Fuente esencial: Las reliquias de San Pedro, por la doctora Guarducci, Editorial Vaticana, 1965.

El Pecado que no se Perdona


Para saber

En un palacio muy antiguo, de la Edad Media, que existe al norte de Italia, hay una barra de plata incrustada en un muro. Los turistas suelen preguntar para qué querrían los antiguos pobladores esa barra. El guardia que cuida el palacio gustoso explica siempre su existencia: “Es una barra que mide un metro exacto, y a ella venían los ciudadanos para verificar que el tejido o tela comprados tenía la medida justa. Así se evitaban inútiles discusiones sobre quien tenía la razón”.

En nuestra vida también tenemos esas “barras” que son válidas para todos los hombres, ante las cuales podemos comparar nuestra conducta: son las normas morales. Fueron condensadas en los mandamientos de la ley de Dios, que nos dicen aquello que va de acuerdo a nuestra naturaleza humana. No son normas arbitrarias, ni tampoco van en contra nuestra felicidad. Al contrario, cumpliéndolas nos perfeccionamos y ganamos el Cielo.

Todo aquello que va en contra de esas leyes, va en contra del mismo hombre y en contra de la voluntad de Dios, y a eso se le llama pecado.

Para pensar

Hay unas palabras de Jesús en donde dice: “el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón, será reo de un pecado eterno” (Mc 3,29).

Ante estas palabras nos podríamos cuestionar: ¿En qué quedamos? ¿No decíamos que todo pecado se perdona? ¿Por qué no se puede perdonar dicho pecado? ¿En qué consiste?

Jesús les dice esas palabras a los fariseos, quienes, no obstante haber visto los milagros que Él realizaba, se obstinaban en no creerle.

El pecado contra el Espíritu Santo consiste en cerrar el corazón a la gracia, al perdón de Dios. No se perdona porque no hay arrepentimiento. La culpa es del pecador, y no de Dios que siempre está dispuesto a perdonar. Sucede como el que quisiera curarse negándose a tomar la medicina.

El Papa Juan Pablo II nos enseñaba que es muy grave este pecado porque se rechaza la Redención obrada por Jesucristo. Lo comete quien se encierra en su pecado, sin darle importancia (Dominum et vivificantem, n. 46). Se necesita humildad para reconocer que nuestra falta y pedirle su perdón. Pensemos en la gran alegría que recuperamos y en el gran bien que obtenemos al buscar el perdón de Dios.


Para vivir

Se oye decir en ocasiones: “Desde que se inventaron las disculpas, desaparecieron los culpables”. Y es que es muy fácil disculparse de las propias faltas.

El hombre puede cometer pecados, y algunos muy graves, pero si los reconozca, siempre habrá la esperanza de ser perdonados. Lo grave viene cuando se comienza a pensar que no hay tales pecados y se busca una disculpa para la mala conducta.

Dios ha dispuesto modos muy prácticos para obtener su perdón, por ejemplo, en el Sacramento de la Confesión. Quien acude a este Sacramento con frecuencia, nunca le faltará la alegría del perdón y la ayuda divina para recomenzar el camino hacia Él. En el Sacramento de la Penitencia todo pecado puede ser perdonado: no importa el tamaño del pecado, ni la cantidad de pecados que se hayan cometido.

Alguien podría sorprenderse de que cualquier pecado, por grande que sea, puede ser perdonado por Dios. La razón es que la misericordia y el amor de Dios son infinitos, que sólo espera nuestro arrepentimiento para perdonarnos todo.