domingo, 1 de febrero de 2009

El mito de la anestesia y el pecado

Un nuevo timo: que la Iglesia enseñó que la anestesia es pecado. No fue así; el origen del bulo parece ser una predicación de calvinistas escoceses en el siglo XIX, pero algunos hoy lo atribuyen al catolicismo.

Para defender la vida de los seres humanos más débiles (los embriones) y la dignidad de todos los humanos (con derecho a ser engendrados, no producidos en laboratorio), la Iglesia Católica y muchos especialistas en Bioética se oponen a prácticas como la investigación que destruye embriones, la fecundación in vitro, la clonación de humanos y su destrucción para obtener células madre.

Parte de la industria biotecnológica y de las clínicas de fecundación in vitro, junto con un sector de la sociedad, acusan a la Iglesia de "condenar al dolor" a muchos enfermos y estar en contra de avances médicos aún hipotéticos.

"De hecho, la Iglesia ya estuvo en contra de la anestesia en los partos porque los curas decían que la voluntad de Dios, según pone en la Biblia, es parir con dolor, pero al final han tenido que aceptar la anestesia". Esta es la idea que circula en debates y foros de Internet.

Pero ¿cuándo, en qué documento del Papa, del Magisterio, en qué concilio la Iglesia predicó contra la anestesia y el alivio del dolor? La respuesta es: en ninguno.

Cuando pides a los acusadores que ofrezcan citas o documentos no cuentan con nada. Excepto con un caso que implicó no a católicos, sino a algún predicador calvinista escocés en el siglo XIX.


El parto de la Reina Victoria

No existe ninguna declaración en la cual la Iglesia Católica haya pronunciado una palabra sobre este tema desde los inicios de la anestesiología a mediados del siglo XIX, gracias al uso del éter de doctores como Crawford Williamson Long o William Morton, hasta el día de hoy.

La anestesia sí fue criticada por algún pastor calvinista escocés. Encontraban en la anestesia una “blasfemia contra la divina Providencia” y un modo de evitar que se cumplieran las palabras de Dios a Eva: “Parirás con dolor”. Este minoritario sector del calvinismo acusó al doctor James Simpson y a John Snow de herejes tras llevar a cabo en 1848 el primer parto sin dolor, administrando cloroformo a la madre quien, agradecida, llamó a su hija Anestesia. Agradecida debía estar también la Reina Victoria de Inglaterra cuando años después también decidió inhalar cloroformo para aliviar los dolores de su octavo parto, con ayuda del doctor Snow. Tras el parto, la Reina -y Cabeza de la Iglesia Anglicana- lo nombró Sir, por tanto, no tan hereje.

No hay ninguna explicación para que la moral cristiana y su concepción del hombre impidan el uso de un sedante que facilite una intervención médica, de otro modo imposible. Es cierto que la Iglesia se niega a la experimentación con las células madre embrionarias, aunque más que oponerse lo que hace es levantar la voz de alarma y recordar: ahí hay una vida humana.

También se opone al uso del preservativo ya que está fuera de lo que un cristiano entiende por apertura al Amor, pero sobre todo porque ha demostrado no ser plenamente eficaz ni para impedir un embarazo ni para evitar el contagio de enfermedades. Pero extrapolar de ahí hasta la anestesia no tendría ningún sentido.
Al contrario, sólo ha sido al amparo de la cultura cristiana occidental donde la ciencia moderna ha podido surgir, gracias a la insistencia medieval en la racionalidad de Dios. Esta visión fue la condición necesaria que posibilitó su nacimiento como ninguna otra religión.


Científicos cristianos desde siempre

Los científicos famosos en los siglos XIII al XVII fueron cristianos devotos que creían que la perfecta Creación de Dios sólo necesitaba una explicación racional y científica. Como San Basilio, padre capadocio de la Iglesia, buen conocedor de Medicina y cuestiones científicas, o Nicolás de Oresme, economista, matemático y físico, uno de los principales fundadores de la Ciencia moderna además de teólogo católico y obispo de Lisieux, conocido como el Einstein del siglo XIV. El mismo Einstein, a pesar de no practicar religión ninguna, el científico afirmaba “cuánto más estudio la ciencia más creo en Dios”.

También contamos con ejemplos actuales del director del proyecto Genoma Humano, el norteamericano Francis S. Collins, converso tras plantearse que, con tan pocos datos sobre el cristianismo, no podía negarse como científico a que éste fuera posible, y públicamente declarado creyente en Dios, sin ver incompatibilidad entre su creencia y la ciencia. Éstos son los hombres que demuestran que la Iglesia no sólo no ha ido a rastras, sino que ha ido por delante, en muchas cuestiones modernas.

En cuando al concepto del hombre que, como decíamos antes, ha heredado todo el occidente cristiano es el de un ser dotado con una dignidad superior a la del resto de los animales, que le hace merecedor de la misericordia del corazón de Dios. Una misericordia dirigida a cada hombre, pero especial o más pronunciada aún hacia los enfermos, los que sufren y los moribundos. Es en atención de estos cuando tiene su razón de ser la anestesia.

El eslogan de una clínica de fisioterapia de Madrid reza “La solución a todos tus males, físicos”. Un recordatorio que quizá duela a la sociedad actual que huye en una carrera desenfrenada de todo lo que signifique sufrimiento. Hasta un límite la medicina alivia el dolor físico, pero no está en la mano de los médicos terminar con el sufrimiento del ser humano. Es interesante recordarlo para no caer en el extremo contrario de rechazar la anestesia.

Los adelantos médicos alejan la hora de la muerte, pero en ocasiones la otra cara de la moneda es la prolongación del padecimiento de la enfermedad. En definitiva, el sufrimiento es una cuestión de difícil respuesta para el hombre de hoy si no cuenta con el legado del sufrimiento cristiano, no el daño buscado por sí mismo, sino la identificación del mismo con los dolores de Cristo. O en un ejemplo mucho más reciente, el Papa Juan Pablo II quien ha encarnado en vida su teología sobre el sufrimiento.

Ciencia y cristianismo no son asuntos irreconciliables... de hecho, el primer anestesista de la Historia fue el mismo Dios, que durmió a Adán en el jardín del Edén.


Raquel Teresa (España) para Forum Libertas

Publicado en formato 1.0 en febrero de 2009

¿Qué evitó la Guerra entre Argentina y Chile?

Texto original de Monseñor Carmelo Giaquinta para AICA

El fantasma de la guerra

En 1978, la embriaguez del Mundial de Fútbol, con la victoria argentina, nos hizo olvidar, por un momento, la pesadilla que vivíamos, con etapas cada vez más terribles. Primero había sido el estado de terror creado por la guerrilla revolucionaria que, además de convulsionar a la sociedad, había puesto en jaque a las comisarías y a los cuarteles. Después, fue el terror que impuso el Estado, con un estilo de represión que emuló el vivido en la Alemania nazi con Himmler y en la Rusia soviética con Laurenti Beria, cuyas consecuencias todavía lloramos.

Pasada la resaca de la borrachera del Mundial, ¿nos hacía falta otra? ¿Y esta vez con sangre, en una guerra con la nación hermana de Chile? Nadie en el pueblo la quería. Sin embargo, un laudo arbitral sobre tres islas inhóspitas en el lejano Sur, rechazado por la Argentina, comenzó a proyectar su fantasma. Éste se corporizó y agigantó tanto que la guerra pareció inevitable. ¿Cómo enfrentarlo y vencerlo?

Hubo medios de prensa que propiciaron la paz, gestiones de representaciones diplomáticas ante las dos naciones, en especial de las dos Nunciaturas Apostólicas, tiras y aflojas dentro de ambas Fuerzas armadas. Y, desde el comienzo del conflicto, conversaciones entre los Episcopados.

Pero ¿quiénes fueron los que miraron de frente al fantasma, y se propusieron vencerlo, como David a Goliat, con el arma sencilla de una intervención pacificadora, que reportó la victoria de la paz para nuestros pueblos?


Sólo recordaré los pasos dados por el Episcopado argentino, y también por el chileno, ante la Santa Sede, y las respuestas de ésta, hasta que el Papa Juan Pablo II aceptó actuar como mediador entre la Argentina y Chile. O sea, las gestiones realizadas durante poco menos de cuatro meses, entre el 26 de agosto, cuando fue elegido el Papa Juan Pablo I, y el 22 de diciembre de 1978 diciembre, cuando el Papa Juan Pablo II decidió enviar a un representante suyo especial.

Monseñor Carmelo Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia (imagen del Diario La Nación de Buenos Aires)


El cónclave del Papa Luciani (agosto 1978)

El 6 de agosto de 1978 murió el Papa Pablo VI, incansable apóstol de la paz. El Cónclave que eligió al Papa Juan Pablo I se realizó los días 25 y 26 de agosto. El sábado 26, poco antes de las 18,30 hs., resultó elegido el Cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia.

Esa misma noche, tras escoger su nuevo nombre como Juan Pablo I, recibió el saludo y la obediencia de los Cardenales electores. Cuando llegó el turno del Cardenal Primatesta, Arzobispo de Córdoba y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, le dijo: “Le hago presente la obediencia de todo el Episcopado argentino. Le pido por la pronta beatificación del Cura Brochero y de Fray Mamerto Esquiú. Y hoy, sobre todo, le pido que tenga una palabra sobre la cuestión del Beagle”. Y le anunció que le enviaría una carta. El día 30 de agosto, durante la reunión del Papa con el Colegio Cardenalicio, éste le comentó al Cardenal: ‘Leí su carta y lamento todo lo que dicen los diarios”.

Ciertamente que los Cardenales de Argentina y Chile, Raúl Silva Henríquez, Juan Carlos Aramburu y Raúl Francisco Primatesta, conversaron en los pasillos del Cónclave sobre el peligro de una guerra. Pero también lo hicieron formalmente. El domingo 27 por la mañana, el Cardenal Silva Henríquez se entrevistó con el Cardenal Primatesta. “Una guerra sería un suicidio, le dijo. No es una iniciativa que cuente con el apoyo popular de los chilenos”. Y enterado de lo que el Cardenal Primatesta le había dicho al Papa, prometió hacer lo mismo. Y ambos quedaron en pedirle que dijera alguna palabra a los Episcopados para alentar su accionar de paz.

El domingo 3 de septiembre, día del inicio del ministerio del Supremo Pastor, llamado antes de la “entronización” o “coronación”, entre las numerosas misiones especiales llegadas a Roma, estaba el Presidente de la Argentina, Tte. General Jorge Rafael Videla. No le había sido fácil sortear la oposición interna para viajar. De Chile estaba el Ministro de Relaciones Exteriores, D. Hernán Cubillos Sallato. Durante el saludo protocolar posterior a la Misa, ¿el Papa intercambió alguna palabra con cada uno de dichos representantes sobre la preocupante cuestión? No es fácil saberlo.

Sin embargo, la semillita de la futura mediación estaba sembrada. Pero habría que cultivarla y defenderla de muchas malezas y abrojos.



Reunión de Obispos argentinos y chilenos en Mendoza (septiembre 1978)

El martes 5 de septiembre, en Buenos Aires, se reunió la Comisión Permanente del Episcopado Argentino. Se dispuso hacer una reunión entre Obispos argentinos y chilenos, para redactar un documento conjunto exhortando a la paz. Tal reunión era propiciada desde noviembre de 1977 por el Obispo de San Felipe, Francisco de Borja Valenzuela Ríos, Presidente de la Conferencia Episcopal Chilena, pero estaba demorada por recelar la parte argentina de su oportunidad. El miércoles 6, al sumarse a la reunión los dos Cardenales recién llegados, la votación fue fácil. Y se resolvió que una Comisión episcopal integrada por el Cardenal Primatesta, y por los Arzobispos Vicente Zaspe, de Santa Fe, y Olimpo Maresma, de Mendoza, se reuniese con representantes del Episcopado Chileno para redactar una declaración exhortando a la paz.

La reunión se concretó en Mendoza, casi de inmediato los días 11 y 12 de septiembre. De la parte chilena vinieron Mons. Valenzuela y Mons. Fresno. Y se redactó el “Mensaje de los obispos de Argentina y Chile sobre la Paz”, que se publicó el día 12. Sin perder tiempo, ya el día anterior, los Presidentes de ambos Episcopados, el Cardenal Primatesta y Mons. Valenzuela, le enviaron una carta al Papa Juan Pablo I, pidiéndole “una paterna intervención ante nuestros respectivos gobernantes para confirmarlos en la decisión cristiana de resolver las diferencias limítrofes por los caminos de la paz”.

La respuesta papal no tardó en llegar. El 20 de septiembre, nueve días antes de su inesperada muerte, el Papa Luciani escribió a los Obispos de la Argentina y de Chile, exhortando “a que, con toda la fuerza moral a vuestra disposición, hagáis obra de pacificación, alentando a todos, gobernantes y gobernados, hacia metas de entendimiento mutuo y de generosa comprensión para con quienes, por encima de barreras nacionales, son hermanos en humanidad, hijos del mismo Padre, a Él unidos por idénticos vínculos religiosos”.


El cónclave del Papa Wojtyla (octubre 1978)


Juan Pablo II (papa entre 1978 y 2005)



Los miembros del Colegio Cardenalicio se reunieron nuevamente en Cónclave en Roma entre el 14 y 16 de octubre. El día 16, a las 18,18, la chimenea comenzó a despedir la famosa “fumata bianca”. Media hora después, el Cardenal Pericle Felici hizo el asombroso anuncio de la elección de un Cardenal no italiano, proveniente de Polonia, país de régimen comunista, el Arzobispo de Cracovia Carlos Wojtyla, que tomó el nombre de Juan Pablo II.


Es muy probable que esa noche, en el saludo al nuevo Papa, los tres Cardenales de la Argentina y Chile, Silva Henríquez, Aramburu y Primatesta, le hayan hecho presente la delicadísima situación que se vivía entre las dos naciones y lo interesasen en la propuesta hecha al Papa Luciani. Ciertamente lo hicieron el día 18, durante la primera audiencia del Papa a los Cardenales. Cuando llegó el turno del Cardenal Primatesta, a su saludo el Papa le respondió: “Polonia y la Argentina están muy lejanas del centro, pero quizás vivan situaciones más o menos semejantes. Ahora tenemos que estar muy unidos”. Al día siguiente, 19 de octubre, los tres Cardenales, le dirigieron una carta de dos páginas, “para solicitar su alto consejo y apoyo en las difíciles circunstancias que amenazan la paz de nuestras naciones”, y “reiterar nuestro pedido” de intervención de la Santa Sede ante los gobiernos de las dos naciones. El Cardenal Siva Henríquez, por su parte, fue recibido por el Papa en audiencia privada, el martes 24 de octubre.


No deja de tener interés que los Presidentes de ambos países se hiciesen presentes con telegramas. En el de Augusto Pinochet se lee: “Confiamos en que nos iluminéis con cristiana bondad”. El domingo 22 de octubre, para la inauguración oficial del nuevo pontificado, ambos países enviaron misiones especiales. La de la Argentina, representada por el Ministro de Relaciones Exteriores, Vicealmirante Oscar Antonio Montes. Y la de Chile, por el Dr. Enrique Ortúzar Escobar, Miembro del Consejo de Estado. Además, el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, D. Hernán Cubillos Sallato, fue recibido por el Papa en audiencia privada el día 30. Más allá de la cortesía propia de esos eventos, ¿se trataba de tantear la posibilidad de una intervención papal?

En Buenos Aires, el Presidente Videla lo intentaba desde su viaje a Roma. En una cena en la Nunciatura, a la que Mons. Pio Laghil invitó también a los Cardenales, el Presidente los tomó aparte para preguntarles cuáles serían las posibilidades de acudir al Papa en ese problema, si no sería cosa fuera de lugar. Los Cardenales respondieron que ya habían considerado ese tema con el Nuncio, y que acudir al Papa, no como árbitro, sino como mediador, podría ser interesante.


Pugna entre el fantasma de la guerra y el empeño por la paz (noviembre-diciembre 1978)


A pesar de los tanteos y esfuerzos, el fantasma de la guerra siguió tomando cuerpo. Se dispuso, por tanto, que la Asamblea del Episcopado a reunirse en noviembre de 1978, tratase el tema de la paz. Sobre su conveniencia se venía especulando desde la reunión de la Comisión Permanente en marzo de ese año. Fue así que la Asamblea episcopal, el 18 de noviembre publicó una enjundiosa carta pastoral, “La Paz es obra de todos”, de nueve capítulos, orientada a desarmar el corazón de los cristianos y de la opinión pública, a armarlo espiritualmente para la paz, desistiendo de recurrir a la violencia en todos los ámbitos de la vida. Un capítulo está dedicado a “la paz y la naciones”, referido directamente a la situación entre la Argentina y Chile. Y otro, a “la paz interior”, referido a la situación nacional, especialmente la derivada de la represión del Estado, que el Mundial no había logrado hacer olvidar.


Viaje relámpago a Roma del Cardenal Primatesta (diciembre 1978)

Cardenal Raúl Francisco Primatesta (1919 - 2006)


Qué información sobre los preparativos para la guerra tenía el Cardenal Primatesta, no es fácil conocerlo. A comienzos de diciembre, estando en Córdoba, decide un viaje relámpago a Roma. Le pide a Miguel Pérez Gaudio, su encargado de prensa, hacer un llamado telefónico “persona a persona” con el Cardenal Villot, Secretario de Estado. Luego informa por teléfono de su decisión al Presidente de la Nación, y parte. El hecho que el Cardenal es miembro del Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, que se reúne por esos días, es una buena pantalla para ocultar el motivo más profundo de su viaje.


Apenas llegado a Roma, el Cardenal se entrevistó con el P. Cavalli, del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, encargado del área “Argentina”, para preparar la entrevista con el Papa. El Santo Padre lo mandó llamar enseguida. El Cardenal estaba muy preocupado. El Papa, un tanto receloso. La cuestión no era fácil. Había un laudo arbitral de por medio. En un momento el Cardenal le dice: “Perdóneme, Santidad, si la Santa Sede no tomara interés en este asunto y llega a declararse la guerra…”. El Cardenal se cortó allí.

Roma da pronto una buena señal. El 12 de diciembre, el Papa Juan Pablo II dirigió una carta a los Presidentes de la Argentina y de Chile, en vista del encuentro que ese día tenían los Cancilleres de ambos países en Buenos Aires, haciendo votos para que “el coloquio allane el camino para una ulterior reflexión, la cual, obviando pasos que pudieran ser susceptibles de consecuencias imprevisibles, consienta la prosecución de un examen sereno y responsable del contraste”.

El Cardenal se entrevistó también con Monseñor Casaroli, responsable del Consejo mencionado, y con el Cardenal Villot, secretario de Estado. El 17 de diciembre, en el aeropuerto de Roma de regreso a Buenos Aires, el Cardenal es despedido por el Embajador Rubén Blanco con malas noticias. “El Presidente de la República me acaba de comunicar que el estallido es cuestión de horas”. El Cardenal le pidió que fuera a verlo a Mons. Casaroli y le explicara todo.


Último round entre el fantasma de la guerra y el don de la paz (diciembre 1978)

Llegado a Buenos Aires 18 de diciembre, el Cardenal se rehúsa hablar con los periodistas. El 19, por la mañana, preside la reunión de la Comisión Permanente del Episcopado, informa de su gestión ante la Santa Sede, pide el apoyo de la Comisión, e informa que a las 11 horas tiene una audiencia con el Presidente de la Nación. Frente a la sugerencia de los Obispos de esperar su regreso antes de hablar a Roma, el Cardenal es taxativo: “La diferencia horaria los obligará a hablar a Roma recién mañana. Y eso es demasiado”. No quiere forzar a la Comisión a dar su consentimiento a su iniciativa. Pero insiste en que, desde que llegó de Roma, hay una situación mucho más urgente, y pregunta si ante eso es posible que los Obispos no digan nada al Papa. Los Obispos resuelven, entonces, enviar el siguiente telegrama: “Ante urgencia crítica situación Episcopado Argentino pide al Santo Padre interponga su paternal influencia de manera apremiante ante Gobiernos Argentino y Chileno, para encontrar caminos de convivencia, equidad y paz”.

El Cardenal sale para la audiencia con el Presidente de la Nación. La Comisión Permanente sigue sesionando y resuelve invitar al Episcopado chileno a hacer igual gestión ante la Santa Sede, y, además, con fecha 20 de diciembre, publica un breve comunicado de exhortación a la paz, recomendando la lectura de la carta pastoral.

El viernes 22, en Roma, en la reunión con el Colegio de Cardenales para los saludos natalicios, el Papa Juan Pablo II revela que, “en el día de ayer (jueves 21), frente a las noticias siempre más alarmantes que llegaban sobre el agravamiento y la posible precipitación de la situación, temida por no pocos como inminente, hice conocer a las partes mi disposición – e incluso el deseo- de enviar a las dos capitales un representante mío especial, para tener informaciones más directas y concretas sobre las respectivas posiciones y para examinar y buscar juntos las posibilidades de una composición honorable y pacífica de la controversia. A la noche ha llegado la noticia de la aceptación de tal propuesta por parte de ambos Gobiernos, con expresiones de gratitud y de confianza”.


David voltea a Goliat y embate final

David había derribado al gigante Goliat. Faltaba el golpe de gracia. El embate final para degollarlo, aunque largo y difícil de dar, comenzó casi enseguida. El día de Navidad, el Cardenal Antonio Samoré, representante especial del Papa, acompañado de un joven sacerdote español, Faustino Sainz Muñoz, partió de Roma rumbo a Buenos Aires y Santiago de Chile. El 26 comenzaron las rondas de entrevistas. El 8 de enero de 1979, los Cancilleres de Argentina y de Chile, reunidos en Montevideo, suscribieron un acta por la que ambos Gobiernos acordaron solicitarle al Sumo Pontífice Juan Pablo II que actúe “como Mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución del diferendo para el cual ambos Gobiernos convinieron buscar el método de solución pacífica que consideraran más adecuado”.


El miércoles 24 de enero de 1979 el Papa Juan Pablo II aceptó actuar como mediador. Lo que siguió después está ampliamente documentado.

El Cardenal Primatesta, apóstol de la paz entre la Argentina y Chile

Al Cardenal no me vinculó una relación de afecto. Pero siempre sentí respeto por él. Y en situaciones delicadas lo consulté. Aunque no era muy sonriente, nunca lo vi irritado. A veces me parecía titubeante. Pero varias veces admiré su capacidad de resolución. Por ejemplo, cuando se redactó el documento “Iglesia y Comunidad Nacional”, y algunos Obispos perfeccionistas hubiésemos deseado su postergación. Pero fue en la crisis entre la Argentina y Chile cuando el Cardenal mostró al máximo su capacidad de decisión. El que ayer titubeaba en reunirse con los Obispos chilenos, de pronto viaja a Roma, y, contra toda humana prudencia, logra del Papa una desacostumbrada intervención.


Los argentinos no tenemos idea de la magnitud de los males de los que nos salvó la mediación del Papa Juan Pablo II y de los beneficios que nos ha reportado. Esto vale también de la paciente y sabia labor realizada por el Cardenal Antonio Samoré, en llevar a cabo la tarea concreta de la mediación. Pero vale, igualmente, de la labor del Cardenal Raúl Francisco Primatesta para lograr una intervención papal ante los dos gobiernos, que desembocó en la mediación.


Tal vez no se le levante un monumento, como en justicia lo merecería según el sentir de muchos. Pero el Cardenal tiene ya levantado un monumento: el más bello y perdurable de todos, esculpido por el mismo Jesús en las Bienaventuranzas del Sermón del Monte: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9).

Publicado en formato 1.0 en febrero de 2009

Credo de San Atanasio

Esta oración se conoce desde antaño como “Credo de San Atanasio” o Quicumque («quien quiera») y se recitaba antes en el Oficio Divino de los domingos. Incluso algunos grupos protestantes lo incluyen entre sus celebraciones.

El texto se atribuye a San Atanasio (siglo IV), pero las iglesias de Oriente lo comenzaron a emplear hacia el siglo XII. Algunos historiadores sitúan su origen en el sur de Francia en el siglo V, ya que la copia manuscrita más antigua se obtuvo de la colección de homilías de San Cesáreo de Arles (503-542).

Reproducimos este bello texto en su original latino y su traducción al castellano.

Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est, ut teneat catholicam fidem:
Quienquiera desee salvarse debe, ante todo, guardar la Fe Católica:

Quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternam peribit.
quien no la observare íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente.

Fides autem catholica haec est: ut unum Deum in Trinitate, et Trinitatem in unitate veneremur.
Esta es la Fe Católica: que veneramos a un Dios en la Trinidad y a la Trinidad en unidad.

Neque confundentes personas, neque substantiam seperantes.
Ni confundimos las personas, ni separamos las substancias.

Alia est enim persona Patris alia Filii, alia Spiritus Sancti:
Porque otra es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo:

Sed Patris, et Fili, et Spiritus Sancti una est divinitas, aequalis gloria, coeterna maiestas.
Pero la divinidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es una, es igual su gloria, es coeterna su majestad.

Qualis Pater, talis Filius, talis Spiritus Sanctus.
Como el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santo.

Increatus Pater, increatus Filius, increatus Spiritus Sanctus.
Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo.

Immensus Pater, immensus Filius, immensus Spiritus Sanctus.
Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo.

Aeternus Pater, aeternus Filius, aeternus Spiritus Sanctus.
Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.

Et tamen non tres aeterni, sed unus aeternus.
Y, sin embargo, no tres eternos, sino uno eterno.

Sicut non tres increati, nec tres immensi, sed unus increatus, et unus immensus.
Como no son tres increados ni tres inmensos, sino uno increado y uno inmenso.

Similiter omnipotens Pater, omnipotens Filius, omnipotens Spiritus Sanctus.
Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo.

Et tamen non tres omnipotentes, sed unus omnipotens.
Y, sin embargo, no tres omnipotentes, sino uno omnipotente.

Ita Deus Pater, Deus Filius, Deus Spiritus Sanctus.
Como es Dios el Padre, es Dios el Hijo, es Dios el Espíritu Santo.

Et tamen non tres dii, sed unus est Deus.
Y, sin embargo, no tres dioses, sino un Dios.

Ita Dominus Pater, Dominus Filius, Dominus Spiritus Sanctus.
Como es Señor el Padre, es Señor el Hijo, es Señor el Espíritu Santo.

Et tamen non tres Domini, sed unus est Dominus.
Y, sin embargo, no tres señores sino un Señor.

Quia, sicut singillatim unamquamque personam Deum ac Dominum confiteri christiana veritate compelimur: ita tres Deos aut Dominos dicere catholica religione prohibemur.
Porque, así como la verdad cristiana nos compele a confesar que cualquiera de las personas es, singularmente, Dios y Señor, así la religión católica nos prohibe decir que son tres Dioses o Señores.

Pater a nullo est factus: nec creatus, nec genitus.
Al Padre nadie lo hizo: ni lo creó, ni lo engendró.

Filius a Patre solo est: non factus, nec creatus, sed genitus.
El Hijo es sólo del Padre: no hecho, ni creado, sino engendrado.

Spiritus Sanctus a Patre et Filio: non factus, nec creatus, nec genitus, sed procedens.
El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo: no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente de ellos.

Unus ergo Pater, non tres Patres: unus Filius, non tres Filii: unus Spiritus Sanctus, non tres Spiritus Sancti.
Por tanto, un Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos, un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.

Et in hac Trinitate nihil prius aut posterius, nihil maius aut minus: sed totae tres personae coaeternae sibi sunt et coaequales.
En en esta Trinidad nada es primero o posterior, nada mayor o menor: sino todas la tres personas son coeternas y coiguales las unas para con las otras.

Ita ut per omnia, sicut iam supra dictum est, et unitas in Trinitate, et Trinitas in unitate veneranda sit.
Así, para que la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad sea venerada por todo, como se dijo antes.

Qui vult ergo salvus esse, ita de Trinitate sentiat.
Quien quiere salvarse, por tanto, así debe sentir de la Trinidad.

Sed necessarium est ad aeternam salutem, ut incarnationem quoque Domini nostri Iesu Christi fideliter credat.
Pero, para la salud eterna, es necesario creer fielmente también en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo.

Est ergo fides recta ut credamus et confiteamur, quia Dominus noster Iesus Christus, Dei Filius, Deus et homo est.
Es pues fe recta que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo , Hijo de Dios, es Dios y hombre.

Deus est ex substantia Patris ante saecula genitus: et homo est ex substantia matris in saeculo natus.
Es Dios de la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos, y es hombre de la substancia de la madre, nacido en el tiempo.

Perfectus Deus, perfectus homo: ex anima rationali et humana carne subsistens.
Dios perfecto, hombre perfecto: con alma racional y carne humana.

Aequalis Patri secundum divinitatem: minor Patre secundum humanitatem.
Igual al Padre, según la divinidad; menor que el Padre, según la humanidad.

Qui licet Deus sit et homo, non duo tamen, sed unus est Christus.
Aunque Dios y hombre, Cristo no es dos, sino uno.

Unus autem non conversione divinitatis in carnem, sed assumptione humanitatis in Deum.
Uno, no por conversión de la divinidad en carne, sino porque la humanidad fue asumida por Dios.

Unus omnino, non confusione substantiae, sed unitate personae.
Completamente uno, no por mezcla de las substancias, sino por unidad de la persona.

Nam sicut anima rationalis et caro unus est homo: ita Deus et homo unus est Christus.
Porque, como el alma racional y la carne son un hombre, así Dios y hombre son un Cristo.

Qui passus est pro salute nostra: descendit ad inferos: tertia die resurrexit a mortuis.
Que padeció por nuestra salud: descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos.

Ascendit ad caelos, sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis: inde venturus est iudicare vivos et mortuos.
Ascendió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre omnipotente; de allí vendrá a juzgar a vivos y muertos.

Ad cuius adventum omnes homines resurgere habent cum corporibus suis: et reddituri sunt de factis propriis rationem.
A su venida, todos los hombres tendrán que resucitar con sus propios cuerpos, y tendrán que dar cuenta de sus propios actos.

Et qui bona egerunt, ibunt in vitam aeternam: qui vero mala, in ignem aeternum.
Los que actuaron bien irán a la vida eterna; los que mal, al fuego eterno.

Haec est fides catholica, quam nisi quisque fideliter firmiterque crediderit, salvus esse non poterit. Amen.
Esta es la fe católica, quien no la crea fiel y firmemente, no podrá salvarse. Amén.
Publicado en formato 1.0 en febrero de 2009

La Relatividad y George Lemaître

La teoría del Big Bang, la Gran Explosión que habría originado nuestro mundo, pertenece a la cultura general de nuestra época. Originalmente fue formulada por el belga Georges Lemaître, físico y sacerdote católico. Con ocasión del centenario de su nacimiento se ha editado un libro que ilustra la vida y obra de Lemaître (*).

Todo el mundo sabe algo de Galileo, Newton o Einstein, por citar tres nombres especialmente ilustres de la física. Pero pocos han oído hablar de Georges Lemaître, el padre de las teorías actuales sobre el origen del universo.


Una trayectoria singular

Lemaître nació en Charleroi (Bélgica) el 17 de julio de 1894, y murió el 20 de junio de 1966. No fue un sacerdote que se dedicó a la ciencia ni un científico que se hizo sacerdote: fue, desde el principio, las dos cosas. Desde muy joven descubrió su doble vocación, y lo comentó con su familia. Su padre le aconsejó estudiar primero Ingeniería, y así lo hizo, aunque su trayectoria se complicó porque se pasó a la física y además porque, en mitad de sus estudios, estalló la primera guerra mundial.

En 1911 fue admitido en la Escuela de Ingenieros. En verano de 1914 pensaba pasar sus vacaciones yendo al Tirol en bicicleta con un amigo, pero tuvo que cambiar las vacaciones por la guerra en la que se vio envuelto su país hasta 1918. Después volvió a la Universidad de Lovaina y cambió su orientación: se dedicó a las matemáticas y a la física. Como seguía con su idea de ser sacerdote, tras obtener el doctorado en física y matemáticas ingresó en el Seminario de Malinas y fue ordenado sacerdote por el Cardenal Mercier, el 22 de septiembre de 1923. Ese mismo año le fueron concedidas dos becas de investigación, una del gobierno belga y otra de una Fundación norteamericana, y fue admitido en la Universidad de Cambridge (Inglaterra) como investigador de astronomía.

El observatorio astronómico de Cambridge estaba entonces dirigido por Sir Arthur Eddington, uno de los astrofísicos más importantes del siglo XX. Eran unos años muy importantes para la física. Einstein había formulado la relatividad especial en 1905, y en 1915 la relatividad general, que por vez primera permitía estudiar científicamente el universo en su conjunto. Lemaître siguió las enseñanzas de Eddington y también las de Rutherford, padre de la física nuclear. En junio de 1924 volvió a Bruselas, pero ese mismo año volvió a viajar por motivos científicos, esta vez a Canadá y Estados Unidos. En América, además de encontrar a Eddington, tuvo la oportunidad de conocer directamente a algunos físicos que, en aquellos momentos, estaban realizando trabajos pioneros en las observaciones astronómicas, y pasó el curso 1924-1925 trabajando en Harvard con uno de ellos, Harlow Shapley.

Desde octubre de 1925, Lemaître fue profesor de la Universidad de Lovaina. Abierto y simpático, tenía grandes dotes para la investigación y era un profesor nada convencional. Ejerció una gran influencia en muchos alumnos y promovió la investigación en la Universidad. Además, en 1930 se hizo famoso en la comunidad científica mundial y sus viajes, especialmente a los Estados Unidos, fueron ya una constante durante muchos años.

Lemaître se hizo famoso por dos trabajos que están muy relacionados y se refieren al universo en su conjunto: la expansión del universo, y su origen a partir de un «átomo primitivo».


La expansión del universo

Las ecuaciones de la relatividad general, formuladas por Einstein en 1915, permitían estudiar el universo en su conjunto. El mismo Einstein lo hizo, pero se encontró con un universo que no le gustaba: era un universo que cambiaba con el tiempo, y Einstein, por motivos no científicos, prefería un universo inalterable en su conjunto. Para conseguirlo, realizó una maniobra que, al menos en la ciencia, suele ser mala: introdujo en sus ecuaciones un término cuya única función era mantener al universo estable, de acuerdo con sus preferencias personales. Se trataba de una magnitud a la que denominó «constante cosmológica». Años más tarde, dijo que había sido el peor error de su vida.

Otros físicos también habían desarrollado los estudios del universo tomando como base la relatividad general. Fueron especialmente importantes los trabajos del holandés Willem de Sitter en 1917, y del ruso George Friedman en 1922 y 1924. Friedman formuló la hipótesis de un universo en expansión, pero sus trabajos tuvieron escasa repercusión en aquellos momentos.

Lemaître trabajó en esa línea hasta que consiguió una explicación teórica del universo en expansión, y la publicó en un artículo de 1927. Pero, aunque ese artículo era correcto y estaba de acuerdo con los datos obtenidos por los astrofísicos de vanguardia en aquellos años, no tuvo por el momento ningún impacto especial, a pesar de que Lemaître fue a hablar de ese tema, personalmente, con Einstein en 1927 y con de Sitter en 1928: ninguno de los dos le hizo caso.

Para que a uno le hagan caso, suele ser importante tener un buen intercesor. El gran intercesor de Lemaître fue Eddington, quien le conocía por haberle tenido como discípulo en Cambridge el curso 1923-1924. El 10 de enero de 1930 tuvo lugar en Londres una reunión de la Real Sociedad Astronómica. Leyendo el informe que se publicó sobre esa reunión, Lemaître advirtió que tanto de Sitter como Eddington estaban insatisfechos con el universo estático de Einstein y buscaban otra solución. ¡Una solución que él ya había publicado en 1927! Escribió a Eddington recordándole ese trabajo de 1927. A Eddington, como a Einstein y por motivos semejantes, tampoco le hacía gracia un universo en expansión; pero esta vez se rindió ante los argumentos y se dispuso a reparar el desaguisado. El 10 de mayo de 1930 dio una conferencia ante la Sociedad Real sobre ese problema, y en ella informó sobre el trabajo de Lemaître: se refirió a la «contribución decididamente original avanzada por la brillante solución de Lemaître», diciendo que «da una respuesta asombrosamente completa a los diversos problemas que plantean las cosmogonías de Einstein y de de Sitter». El 19 de mayo, de Sitter reconoció también el valor del trabajo de Lemaître que fue publicado, traducido al inglés, por la Real Sociedad Astronómica. Lemaître se hizo famoso.

La fama de Lemaître se consolidó en 1932. Muchos astrónomos y periodistas estaban presentes en Cambridge (Estados Unidos), en la conferencia que Eddington pronunció el día 7 de septiembre en olor de multitud, y en esa conferencia Eddington se refirió a la hipótesis de Lemaître como una idea fundamental para comprender el universo (Lemaître estaba presente en la conferencia). El día 9, en el Observatorio de Harvard, se pidió a Eddington y Lemaître que explicasen su teoría.


El átomo primitivo

Si el universo está en expansión, resulta lógico pensar que, en el pasado, ocupaba un espacio cada vez más pequeño, hasta que, en algún momento original, todo el universo se encontraría concentrado en una especie de «átomo primitivo». Esto es lo que casi todos los científicos afirman hoy día, pero nadie había elaborado científicamente esa idea antes de que Lemaître lo hiciera, en un artículo publicado en la prestigiosa revista inglesa Nature el 9 de mayo de 1931.

El artículo era corto, y se titulaba «El comienzo del mundo desde el punto de vista de la teoría cuántica». Lemaître publicó otros artículos sobre el mismo tema en los años sucesivos, y llegó a publicar un libro titulado «La hipótesis del átomo primitivo».

En la actualidad estamos acostumbrados a estos temas, pero la situación era muy diferente en 1931. De hecho, la idea de Lemaître tropezó no sólo con críticas, sino con una abierta hostilidad por parte de científicos que reaccionaron a veces de modo violento. Especialmente, Einstein encontraba esa hipótesis demasiado audaz e incluso tendenciosa.

Llegamos así a una situación que se podría calificar como «síndrome Galileo». Este síndrome tiene diferentes manifestaciones, según los casos, pero responde a un mismo estado de ánimo: el temor de que la religión pueda interferir con la autonomía de las ciencias. Sin duda, una interferencia de ese tipo es indeseable; pero el síndrome Galileo se produce cuando no existe realmente una interferencia y, sin embargo, se piensa que existe.

En nuestro caso, se dio el síndrome Galileo: varios científicos (entre ellos Einstein) veían con desconfianza la propuesta de Lemaître, que era una hipótesis científica seria, porque, según su opinión, podría favorecer a las ideas religiosas acerca de la creación. Pero antes de analizar más de cerca las manifestaciones del «síndrome Galileo» en este caso, vale la pena registrar cómo se desarrollaron las relaciones entre Lemaître y Einstein.


Einstein y Lemaître

El artículo de Lemaître de 1927, sobre la expansión del universo, no encontró mucho eco. Desde luego, Lemaître no era un hombre que se quedase con los brazos cruzados. Convencido de la importancia de su trabajo, fue a explicárselo al mismísimo Einstein.

El primer encuentro fue, más bien, un encontronazo. Del 24 al 29 de octubre de 1927 tuvo lugar, en Bruselas, el famoso quinto congreso Solvay, donde los grandes genios de la física discutieron la nueva física cuántica. Lemaître buscó hablar con Einstein sobre su artículo, y lo consiguió. Pero Einstein le dijo: «He leído su artículo. Sus cálculos son correctos, pero su física es abominable». Lemaître, convencido de que Einstein se equivocaba esta vez, buscó prolongar la conversación, y también lo consiguió. El profesor Piccard, que acompañaba a Einstein para mostrarle su laboratorio en la Universidad, invitó a Lemaître a subir al taxi con ellos. Una vez en el coche, Lemaître aludió a la velocidad de las nebulosas, tema que en aquellos momentos era objeto de importantes resultados que Lemaître conocía muy bien y que se encuentra muy relacionado con la expansión del universo. Pero la situación se volvió bastante embarazosa, porque Einstein no parecía estar al corriente de esos resultados. Piccard decidió huir hacia adelante: para salvar la situación, ¡comenzó a hablar con Einstein en alemán, idioma que Lemaître no entendía!

Las relaciones de Lemaître con Einstein mejoraron más tarde. La primera aproximación vino a través de los reyes de Bélgica, que se interesaron por los trabajos de Lemaître y le invitaron a la corte. Einstein pasaba cada año por Bélgica para visitar a Lorentz y a de Sitter, y en 1929 encontró una invitación de la reina Elizabeth, alemana como Einstein, en la que le pedía que fuera a verla llevando su violón (tocar el violón era una afición común a la reina y a Einstein): esa invitación fue seguida por muchas otras, de modo que Einstein llegó a ser amigo de los reyes. En una conversación, el rey preguntó a Einstein sobre la famosa teoría acerca de la expansión del universo, e inevitablemente se habló de Lemaître; notando que Einstein se sentía incómodo, la reina le invitó a improvisar, con ella, un dúo de violón. Ya llovía sobre mojado.

Otra aproximación se produjo en 1930, en una ceremonia en Cambridge, donde Einstein encontró a Eddington. De nuevo salió en la conversación la teoría del sacerdote belga, y Eddington la defendió con entusiasmo.

Einstein tuvo varios años para reflexionar antes de encontrarse de nuevo personalmente con Lemaître, en los Estados Unidos. Lemaître había sido invitado por el famoso físico Robert Millikan, director del Instituto de Tecnología de California. Entre sus conferencias y seminarios, el 11 de enero de 1933 dirigió un seminario sobre los rayos cósmicos, y Einstein se encontraba entre los asistentes. Esta vez, Einstein se mostró muy afable y felicitó a Lemaître por la calidad de su exposición. Después, ambos se fueron a discutir sus puntos de vista. Einstein ya admitió entonces que el universo está en expansión; sin embargo, no le convencía la teoría del átomo primitivo, que le recordaba demasiado la creación. Einstein dudó de la buena fe de Lemaître en ese tema, y Lemaître, por el momento, no insistió.

En mayo de 1933, Einstein dirigió algunos seminarios en la Universidad Libre de Bruselas. Al enterarse de que Hitler había sido nombrado Canciller de la República Alemana, fue a la Embajada alemana en Bruselas para renunciar a la nacionalidad alemana y dimitir de sus puestos en la Academia de Ciencias y en la Universidad de Berlín. Einstein permaneció varios meses en Bélgica, preparando su porvenir de exiliado. En esas circunstancias, Lemaître fue a verle y le organizó varios seminarios. En uno de ellos, Einstein anunció que la conferencia siguiente la daría Lemaître, añadiendo que tenía cosas interesantes que contarles. El pobre Lemaître, cogido esta vez por sorpresa, pasó un fin de semana preparando su conferencia, y la dio el 17 de mayo. Einstein le interrumpió varias veces en la conferencia manifestando su entusiasmo, y afirmó entonces que Lemaître era la persona que mejor había comprendido sus teorías de la relatividad.

De enero a junio de 1935, Lemaître estuvo en los Estados Unidos como profesor invitado por el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. En Princeton encontró por última vez a Einstein.


Ciencia y religión

Volvamos al síndrome Galileo. A Einstein le costó aceptar la expansión del universo, aunque finalmente tuvo que rendirse ante ella, porque sus ideas religiosas se situaban en una línea que de algún modo podría calificarse, con los debidos matices, como panteísta. Por tanto, al otorgar de algún modo un carácter divino al universo, le costaba admitir que el universo en su conjunto va cambiando con el tiempo. Los mismos motivos le llevaron a rechazar la teoría del átomo primitivo. Un universo que tiene una historia y que comienza en un estado muy singular le recordaba demasiado la idea de creación.

Einstein no era el único científico que sufría los efectos del síndrome Galileo. El simple hecho de ver a un sacerdote católico metiéndose en cuestiones científicas parecía sugerir una intromisión de los eclesiásticos en un terreno ajeno. Y si ese sacerdote proponía, además, que el universo tenía un origen histórico, la presunta intromisión parecía confirmarse: se trataría de un sacerdote que quería meter en la ciencia la creación divina. Pero los trabajos científicos de Lemaître eran serios, y finalmente todos los científicos, Einstein incluido, lo reconocieron y le otorgaron todo tipo de honores.

Lamaître jamás intentó explotar la ciencia en beneficio de la religión. Estaba convencido de que ciencia y religión son dos caminos diferentes y complementarios que convergen en la verdad. Al cabo de los años, declaraba en una entrevista concedida al New York Times: «Yo me interesaba por la verdad desde el punto de vista de la salvación y desde el punto de vista de la certeza científica. Me parecía que los dos caminos conducen a la verdad, y decidí seguir ambos. Nada en mi vida profesional, ni en lo que he encontrado en la ciencia y en la religión, me ha inducido jamás a cambiar de opinión».

Un hecho resulta especialmente significativo en este contexto. El 22 de noviembre de 1951, el Papa Pío XII pronunció una famosa alocución ante la Academia Pontificia de Ciencias. Algún pasaje parece sugerir que la ciencia, y en particular los nuevos conocimientos sobre el origen del universo, prueban la existencia de la creación divina. Lemaître, que en 1960 fue nombrado Presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, pensó que era conveniente clarificar la situación para evitar equívocos, y habló con el jesuita Daniel O'Connell, director del Observatorio Vaticano, y con los Monseñores dell'Acqua y Tisserand, acerca del próximo discurso del Papa sobre cuestiones científicas. El 7 de septiembre de 1952, Pío XII dirigió un discurso a la asamblea general de la Unión astronómica internacional y, aludiendo a los conocimientos científicos mencionados en el discurso precedente, evitó extraer las consecuencias que podían prestarse a equívocos.

Lemaître dejó clara constancia de sus ideas sobre las relaciones entre ciencia y fe. Uno de sus textos resulta especialmente esclarecedor: «El científico cristiano debe dominar y aplicar con sagacidad la técnica especial adecuada a su problema. Tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la altura de su formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus creaturas. La actividad divina omnipresente se encuentra por doquier esencialmente oculta. Nunca se podrá reducir el Ser supremo a una hipótesis científica. La revelación divina no nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad sobrenatural. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe.
Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad de la naturaleza en la que se encuentran sobrepuestas y confundidas las diversas etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente, y que por tanto el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad. Probablemente esto no le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde de su fe en su trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se relaciona directamente con su actividad científica». Estas palabras, pronunciadas el 10 de septiembre de 1936 en un Congreso celebrado en Malinas, sintetizan nítidamente la compatibilidad entre la ciencia y la fe, en un mutuo respeto que evita indebidas interferencias, y a la vez muestran el estímulo que la fe proporciona al científico cristiano para avanzar en su arduo trabajo.

Padre Mariano Artigas (1938-2006), sacerdote y doctor en Física
Texto original reproducido por la Universidad de Navarra