sábado, 1 de septiembre de 2007

Las Siete Maravillas del Mundo Moderno


¿Sabemos cuáles son las 7 maravillas del mundo?

1) Para saber

A un grupo de niños de una escuela primaria se les pidió que listaran lo que ellos pensaban que eran las "7 maravillas del Mundo moderno". A pesar de ciertas diferencias, los siguientes fueron los que mas votos recibieron:

1. Las Pirámides de Egipto
2. El Taj Mahal
3. Chichén Itza
4. El Canal de Panamá
5. El Edificio Empire State
6. La Basílica de San Pedro
7. La Gran Muralla China

Mientras contaba los votos, la maestra notó que había una niña que no había terminado de listar sus sugerencias. Así que le preguntó si estaba teniendo problemas con su lista, a lo que la niña respondió: "Si, un poquito. No puedo terminar de decidirme pues hay muchas." La maestra entonces le dijo: "Bueno, léenos lo que tienes hasta ahora y a lo mejor te podemos ayudar".

La niña comenzó a leer: "Yo pienso que las siete maravillas del mundo son:

1. Poder ver...
2. Poder oír...
3. Poder tocar...
4. Poder probar...
5. Poder sentir...
6. Poder reír...
7. Y poder amar.

El salón se silenció totalmente y se admiraron de esa respuesta.

Sucede que las cosas simples y ordinarias y que nosotros tomamos como normales, son sencillamente maravillosas. Las cosas más preciadas de la vida, no se pueden construir con la mano, ni se pueden comprar con dinero. Están en nuestro corazón para hacernos felices.

2) Para pensar

Este relato está en relación con el encuentro que tuvo el Papa Benedicto en la Plaza de la Basílica de Santa María de los Ángeles en Asís en el invierno austral de 2007. Y es que San Francisco de Asís supo descubrir la belleza y maravillas del mundo, gracias a su intenso amor a Jesús. Supo amar todo el mundo y por ello se le podría catalogar de “ecologista”.

Por ello el Papa exhortó a los jóvenes a abrir sin medidas ni cálculos el corazón a Cristo para poder así abrirse al amor de Dios. Recordó que para san Francisco “su conversión se dio cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños” pues “había pasado 25 años de su vida sin encontrar el sentido de la vida… Francisco era alegre y generoso, gustoso de juegos y cantos, daba vueltas por la ciudad de Asís día y noche con sus amigos, generoso en el gastar en almuerzos”.

El Papa se dirigió a los jóvenes con una pregunta: “¿De cuántos jóvenes hoy en día se podría decir algo similar? ¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, tentados de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su conversión? Bajo aquel modo de vivir existía el deseo de felicidad que habita en cada corazón humano. Pero podía ese tipo de vida dar la felicidad verdadera?”

“Francisco ciertamente no la encontró –respondió el Papa-. Vosotros mismos, queridos jóvenes, podéis verificarlo a partir de vuestra experiencia. La verdad es que las cosas finitas pueden dar destellos de felicidad, pero solamente el Infinito puede llenar el corazón”. Y ese es Cristo.
“Sin Dios, el mundo pierde su fundamento y su dirección. No tengáis miedo, queridísimo, en imitar a Francisco. Él supo hacer silencio dentro de sí, poniéndose a la escucha de la Palabra de Dios. Paso tras paso se dejó guiar de la mano hacía el encuentro pleno con Jesús, hasta hacerlo el tesoro y la luz de su vida”.

3) Para vivir

Seguidamente el Papa reflexionó sobre la esencia de la respuesta del joven Francisco y exhortó a los presentes diciendo: “¡Dejémonos encontrar por Cristo! Confiemos en Él, escuchemos su Palabra. En Él no existe solamente un ser humano fascinante: es Dios hecho hombre. Francisco era un verdadero enamorado de Jesús”.

Su Santidad terminó su discurso recordando al Siervo de Dios y predecesor suyo, Juan Pablo II, invitando a los presentes a “abrir las puertas a Cristo, abridlas como lo hizo Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin medidas”.

Las Distancias en el Cosmos y la Exobiología


En ensayos anteriores de esta misma sección, hemos hecho mención a algunas de las distancias colosales que separan a los cuerpos celestes. A tal fin, la notación científica permite expresar de un modo práctico cifras inconmensurables.

Es prudente en este momento recordar que existe en física un parámetro que se considera constante en toda la Creación, que es la velocidad de la luz en el vacío. Se sabe por experiencias objetivas que la luz se desplaza a 300 mil kilómetros por segundo (en notación científica, diremos que es de 3 x 105 km/seg). La velocidad de la luz se utiliza, dada su condición de constante, para medir distancias gigantescas.

¿Cómo lo hacemos? Tomemos, por ejemplo, la distancia que separa la Tierra del Sol, que es de impactantes 150 millones de kilómetros, o sea, 1.5 x 108 km. Por una regla de tres simple, obtendremos que:

Si la luz recorre 300 000 km en 1 segundo,

para recorrer 150 000 000 km, tardará 150 000 000 / 300 000 = 500 s

Quinientos segundos equivalen a 8 minutos y 20 segundos; en términos sencillos, la luz del Sol tarda ese tiempo en recorrer la distancia que separa a la estrella de nuestro planeta. Los astrónomos afirman entonces que la distancia entre la Tierra y el Sol es de «8 minutos y 20 segundos-luz».

Más allá de sorprendernos al considerar que estamos viendo al Sol como era hace 8 minutos con 20 segundos (y no como realmente es AHORA), debemos remarcar, para evitar confusiones, que las expresiones «minuto luz» o «año luz» están referidos entonces a medidas de longitud y no a medidas de tiempo.

Profundizaremos estos conceptos con algunos otros ejemplos aclaratorios... la estrella más cercana a la Tierra, después del Sol, es la más brillante de la constelación del Centauro, por tanto denominada Alfa–Centauri. La citada estrella se encuentra a 4 x 1013 kilómetros de nosotros; por lo tanto, de acuerdo con un cálculo sencillo, su luz tarda un poco menos de 4 años y medio en llegar a la Tierra.

Pensemos ahora brevemente en nuestros medios de desplazamiento. En una caminata ágil, creo que quien escribe estas líneas no alcanza a hacerlo a más de 10 kilómetros por hora. Los velocistas que nos deslumbran en los torneos de atletismo llegan en su esfuerzo más colosal a los 35 kilómetros por hora. Sin embargo, aún las más rutilantes estrellas de los Juegos Olímpicos temblarían al ver correr a los ñandúes de nuestras llanuras o a las chitas del África, que superan los 100 kilómetros por hora en terreno abierto.

Dadas nuestras limitaciones motoras, los seres humanos hemos creados velocísimas máquinas para movilizarnos, y así tenemos nuestros autos modernos que recorren las carreteras a 130 kilómetros por hora; por supuesto, en una competencia de Turismo Carretera o de Fórmula Uno esas velocidades incluso se duplican, alcanzando en ciertas condiciones a rozar los 300 kilómetros por hora.

Es interesante destacar que nuestro cerebro posee límites en su capacidad de reacción, la cual a estas velocidades se encuentra ampliamente superada. Este es uno de numerosos motivos (además de la propia velocidad y de la masa de los vehículos, entre otros) por los cuales los accidentes en estas condiciones suelen ser mortales.

Sin embargo, es en el aire donde contamos con los vehículos de mayor velocidad. Un avión comercial alcanza con comodidad los 800 kilómetros por hora, y muchos aviones militares superan los 3000 kilómetros por hora. Finalmente, las sondas espaciales (los móviles más veloces desarrollados por el género humano) se acercan a los cientos de miles de kilómetros por hora.

¿Sorprendente? Sin dudas lo es. Imaginemos pues que enviamos una sonda (como las antiguas Voyager y Pioner, o como las más recientes Galileo y Cassini) rumbo a la «cercana» Alfa–Centauri, allí, situada como charlábamos antes a 4½ años luz de la Tierra. Con la tecnología disponible, estos pequeños robots no tripulados tardarían unos 4500 años en llegar hasta allá para ser recibidas por algún hipotético habitante de un también hipotético planeta poblado en aquellas regiones del Universo.

Si nuestro objetivo fuese la conocida estrella Sirio, el tiempo necesario rondaría los 9000 años; si nuestro blanco elegido fuera la hermosa Nebulosa del Cangrejo, nuestra sonda llegaría de visita después de 4 millones de años, tiempo teórico de existencia del género humano según la hipótesis evolucionista.

¿Existen posibilidades tecnológicas de crear un vehículo más veloz? Es probable... algunos modelos teóricos postulan que es posible desarrollar máquinas capaces de volar al 1% de la velocidad de la luz. Una nave de esas características podría hacer turismo hasta Alfa–Centauri en «tan sólo» 450 años. Ahora bien, ¿cuál sería el combustible para alcanzar esa velocidad? Probablemente fusión nuclear controlada en laboratorio, hecho utópico para los conocimientos de este siglo XXI.

Supongamos que una civilización tecnológica logre dominar esta forma de producción de energía, allá, en el hipotético planeta vecino a Alfa–Centauri, preparando una excursión para visitarnos después de casi 500 años de viaje. Mientras eligen como entretenerse durante esos siglos (y como perpetuar su especie), construyen un vehículo con el tamaño adecuado para albergar varias generaciones de viajeros o, en el más novelezco de los casos, criopreservarse para enlentecer sus procesos biológicos.

El citado vehículo, de enorme masa para albergar tecnología, viajeros, provisiones y un inmenso etcétera, debe llevar o abastecerse de combustible a lo largo de los siglos y alcanzar el suficiente consumo de energía para trasladarse durante la travesía. Por otro lado, enviará a lo largo de las décadas mensajes a las sucesivas generaciones de astrónomos en su planeta de origen, en una suerte de viaje épico del cual jamás sabrán si algún día regresarán.

Por otro lado, deberán ser lo suficientemente cautos para evitar que un vehículo de millones de toneladas, lanzado a una velocidad colosal, no colisione siquiera con una pequeña partícula de unos pocos gramos, ya que la energía liberada con semejantes masa y velocidad acabaría de inmediato con el proyecto y sus tripulantes.

Tras sortear todas estas dificultades energéticas, físicas, biológicas y temporales, los turistas llegarían a su objetivo medio milenio después de haber partido, olvidados por unas cuantas generaciones. Ya en las proximidades de la Tierra, la tripulación organizará la forma de desacelerar la gigantesca nave, con un consumo de energía equivalente a la producción de electricidad de toda la humanidad durante un mes.

Parece ser claro que, si bien la situación descripta no es imposible, es al menos enormemente improbable y estadísticamente despreciable. Inmersos en las distancias y en las limitaciones de la biología, la posibilidad de visitas de eventuales extraterrestres roza la utopía. Sin embargo, el fenómeno de los ovnis y de los llamados encuentros cercanos del tercer tipo parece ser indudable. ¿Acaso existen explicaciones alternativas a estos sucesos?

Será tema de futuras ediciones adentrarnos en esta compleja temática, para continuar admirándonos de las maravillas de la Creación.
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2007

Beata María del Tránsito Cabanillas

María del Tránsito Eugenia de los Dolores Cabanillas nació en San Roque el 15 de agosto de 1821, en el seno de una familia cristiana, la mayor de 11 hermanos de los cuales 4 se consagraron a Dios. Desde muy pequeña surgieron deseos de imitación de Cristo, hechos que reafirmó con su primera Comunión y con su Confirmación, a los 12 y 15 años respectivamente.

En 1850 perdió a su padre, su gran guía, y sintió que empezaba a profundizarse el nuevo camino que la Divina Providencia le tenía preparado. Llegado 1878 la Madre María del Tránsito (que agregó a su nombre "de Jesús Sacramentado", por su fuerte devoción al Santísimo Sacramento) fundó con sólo otras 2 religiosas la Congregación de Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas. Crearon el Colegio de Santa Margarita de Cortona, destinado a la caridad y a la educación gratuita para las personas de pocos recursos.

La nueva congregación tuvo un veloz crecimiento en el número de vocaciones, y al año siguiente la Madre Tránsito fue designada Madre Superiora. En 1880 se creó en Río Cuarto el Colegio Nuestra Señora del Carmen; en 1882 se erigió en Villa Nueva la tercera casa, dedicada a la Inmaculada Concepción.

El 25 de Agosto de 1885, luego de importantes padecimientos de salud, la Madre Tránsito partió a la gloria, siendo sepultada en la Iglesia de Santa Margarita de Cortona de la Ciudad de Córdoba.

El siervo de Dios Juan Pablo II la beatificó en 2002.

Beata María del Tránsito, ruega por nosotros.

Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2007

Don Bosco y la Visión del Infierno


Uno de los grandes santos de nuestro tiempo, San Juan Bosco, gozaba de don profético. Fueron numerosas las visiones que sus biógrafos han consignado por medio de sueños, siendo acaso una de las más impactantes aquellas sobre el infierno. Relatamos a continuación una visión de mayo de 1860 que resulta intensamente aleccionadora.

En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:


— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.


Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?



— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí.
Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.

Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: — ¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin chistar. Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí: —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.

Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno, ora otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.

Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.

Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.

Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos. Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.

Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las piernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.

El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía: — ¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.

Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.

En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.

Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros tomados del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.

Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo.

Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat.Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis.Clamor et stridor dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.

Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes.
Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.

Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:

—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que todos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo.

Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.

Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo!

Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.

Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me parece que debe ser la soberbia. —No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto?
—Presta atención. Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.

Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal.

El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como las vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes demasiado espanto.
Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y las puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, no pude dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.

Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifesto otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: el tesoro de la Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias. Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible.
Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.

(De: SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO -Memorias Biográficas de San Juan Bosco-, Tomo IX, págs. 166-181)

La Evolución y sus Frutos Corrompidos

En artículos anteriores de esta sección, hemos comentado algunos elementos que permiten corroborar que la hipótesis evolucionista presenta numerosas falencias desde el punto de vista científico, sin olvidar que acaso ha sido el punto de partida para la justificación filosófica de horrores como el nazismo, el comunismo, el propio capitalismo actual y otras desgracias para el género humano.

Como interesante reflexión, traducimos aquí el bello texto de Anthony Nevard escrito para el sitio hermano Theotokos, de origen británico. El artículo original puede leerse haciendo click aquí.

El Papa Pío XII nos advirtió en 1950 sobre "el fruto mortal" de las novedosas opiniones teológicas surgidas en torno a la evolución. La encíclica Humani Generis comenzaba con estas palabras: "El desacuerdo y el error entre los hombres sobre temas morales y religiosos han sido siempre causa de honda pena para todos los hombres de bien, pero sobre todo para los verdaderos y fieles hijos de la Iglesia, en especial hoy, cuando vemos que los principios de la cultura cristiana son atacados desde todas partes."

El Papa apunta a que el intelecto humano es tentado para conocer las verdades divinas "por la acción de los sentidos y de la imaginación, y por las pasiones malignas nacidas del pecado original. En consecuencia, los hombres se persuaden a sí mismos en estos temas, pensando que lo que no desean creer es falso o al menos materia de opinión"

Así, el ateísmo puede atarse a su creencia en la evolución, aún cuando se ha probado científicamente que esta idea es insostenible, ya que puede cumplir su deseo de evitar la adherencia moral a un Creador. Las siguientes citas ilustran algunos de los muchos malos efectos que arrastra la teoría darwiniana de la evolución.

En ciencias:
«Tras haber agredido a los teólogos por sus creencias sobre mitos y milagros, la ciencia se encuentra a sí misma en la inviable posición de haber creado su propia mitología: haber asumido lo que, tras largo esfuerzo, no pudo ser probado a la fecha acerca de lo sucedido en el pasado primitivo» (Dr. Loren Eisely, 1957)

«Los mitos seculares de la evolución han provocado un "efecto dañino sobre la investigación científica", llevando a la "distorsión, a la controversia innecesaria y al uso erróneo y grosero de la ciencia"» (DDR John Durant, 1980)

En sociología y política:

«La cosmología darwiniana ha marcada a una etapa entera de la historia. Convencidos de que su conducta estaba en consonancia con la tarea de la naturaleza, los industriales estaban armados con la justificación última que necesitaban para continuar con la explotación irracional del medio ambiente y de sus hermanos humanos sin siquiera pasar un momento para reflexionar sobre las consecuencias de sus actos» (Jeremy Rifkin, 1983)

«En un período futuro, no muy distante en siglos, las razas civilizadas del hombre casi seguramente exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes en todo el mundo» (Charles Darwin, 1874)

«Para ver las medidas de la evolución y de la moralidad tribal aplicadas en forma rigurosa en los asuntos de una gran nación moderna, debemos mirar otra vez a la Alemania de 1942. Veremos a un Hitler devotamente convencido de que la evolución es la única base real para una política nacional.» (Sir Arthur Keith, 1947)

«Para conservar las sensaciones de estos tiempos, tanto Marx como Darwin nos han dado los medios para su desarrollo.» (Jacques Barzun, 1958)

«El darwinismo niega a Dios, al alma humana y a la vida después de la muerte, y deja un vacío a ser llenado por el comunismo.» (Obispo Cuthbert O´Gara, 1968)

En eugenesia:

«Podemos claramente aseverar que hay muchas clases de personas que no queremos. Incluimos a los criminales, los psiquiátricos, los imbéciles, los débiles mentales, aquellos con trastornos congénitos, los deformados, los sordos, los ciegos, etcétera, etcétera. Como disminuir su número será considerado en capítulos posteriores.» (Major Leonard Darwin, 1928)

En humanismo:

«Como ateos, comenzamos con humanos, no con Dios, con la naturaleza, no con el deber... pero no podemos descubrir propósitos divinos o providencia para la especie humana. Dado que hay mucho que no sabemos, los humanos son responsables por lo que son o han de ser. Ninguna deidad nos salvará, debemos salvarnos somos... las promesas de salvación inmortal o condenación eterna son ilusorias y dañinas, ya que la ciencia afirma que la especie humana es el resultado de las fuerzas evolucionistas de la naturaleza. Hasta donde sabemos, la totalidad de la persona es función de un organismo biológico interactuando en un contexto social y cultural. No hay evidencia creíble de que la vida continúe después de la muerte del cuerpo.» (Segundo Manifiesto Humanista, 1973)

En moralidad y ateísmo:

«El largo pasado evolucionista remueve al Dios judeocristiano a una distancia infinita y finalmente lo extingue en nuestra creencia de que las especies son el producto casual de fuerzas naturales ciegas. Somos autónomos y en consecuencia podemos hacer lo que queramos, libres de prohibiciones ancestrales y de códigos divinos.» (Hiram Caton, 1987)

En religión:

«La religión, en nuestro tiempo, se ha acomodado a la doctrina de la evolución... se nos dice hoy que la evolución es el desarrollo de una idea que ha estado en la mente de Dios. Pareciera que durante aquellas eras... en las cuales los animales se torturaban unos a otros con cuernos feroces y aguijones hirientes, la Omnipotencia estaba tranquilamente esperando el surgimiento del hombre, con su difusa crueldad aún mayor. El motivo por el cual el Creador ha preferido alcanzar su objetivo mediante un proceso en lugar de en forma directa, es algo que estos teólogos modernos no nos han dicho.» (Bertrand Russell, 1961)

«El cristianismo ha peleado, pelea y peleará hasta la desesperación contra la evolución, ya que la evolución destruye profunda y finalmente la razón misma de la Encarnación de Cristo... ¡Si Jesús no fue el Redentor que murió por nuestros pecados, y esto es lo que la evolución significa, entonces el cristianismo es nada! Todo esto significa que el cristianismo no puede perder el concepto de la Creación del Génesis y seguir adelante. Debe pelearse la batalla, ya que el cristianismo está luchando por su propia vida.» (Richard Bozarth, 1978)

La Escalera Milagrosa de San José




Son numerosas las pruebas a lo largo de la historia de lo que en el Credo rezamos como Comunión de los Santos, esto es, la intercesión que cada cristiano realiza por otro, ya sea en nuestra vida terrena o en la realidad definitiva del más allá. Quienes hemos vivido realidades que la ciencia secular no puede explicar sabemos que realmente los santos interceden por nosotros, quienes aún transitamos nuestro peregrinar por la Tierra.

El santo patrono de los carpinteros es el mismísimo San José, el padre terrenal de Jesús, el devotísimo esposo de la Santísima Virgen. Existe un milagro permanente, visible a los ojos de toda la humanidad, fruto sin dudas de su intercesión, en la ciudad de Santa Fe (Nuevo Méjico, Estados Unidos).

En 1872, el obispado local encargó la construcción de un convento a cuidado de la Hermanas de Loretto. Lamentablemente, durante el proceso de edificación el arquitecto falleció y sólo a posteriori los constructores notaron un error de diseño en los planos: no había escalera que llevara al segundo nivel del templo. Para colmo, en esa fase de la construcción, cualquier escalera a instalar necesitaría del espacio adecuado y alteraría todo el diseño.

Las hermanas iniciaron una novena en honor a San José, que como hemos citado es el patrono de los carpinteros. El décimo día, un hombre de aspecto desaliñado llegó al lugar con un burro; las hermanas le permitieron pasar a su pedido para observar la construcción. Pese al espacio limitado, afirmó que él podía levantar una escalera allí y le permitieron así trabajar con ese fin.

Se ofreció a empezar de inmediato siempre que le permitiera absoluta privacidad mientras se encontrara trabajando. Así, no permitió una sola visita durante 90 días, tras los cuales abrió las puertas.

La Madre Superiora fue la primera en entrar y quedó asombrada al ver una hermosa escalera de doble espiral que llegaba al segundo piso. Cada escalón se hallaba instalado sin clavos que lo sostuvieran, sin pilar central, sin adherencia a las paredes y sin signos de pegamento alguno. De hecho, la madera utilizada no era de la región... pese a que el carpintero no había traido un solo listón consigo. Cuando llegó el momento del pago, nadie pudo encontrar al carpintero el cual no volvió a ser visto, incluso tras ofrecer recompensas para quien lo localizara.

La escalera aún está allí, desafiando a la arquitectura y a la física, convertida en centro de devoción de los fieles de Nuevo Méjico, quienes sin dudas creen que el carpintero no era otro que el propio San José.