Nota original: Padre Miguel Fuentes para El Teólogo Responde
La bilocación es la presencia simultánea de una misma
persona en dos lugares diferentes. Se han dado numerosos casos
en la vida de los santos. Los más notables son:
el Papa San Clemente, San Francisco de Asís, San Antonio
de Padua, Santa Ludwina, San Francisco Javier, San Martín de
Porres, San José de Cupertino, San Alfonso de Ligorio, San
Juan Bosco y, recientemente, San Pío de Pietrelcina.
No
hay ningún otro fenómeno de la mística que cause tantas
dificultades como éste para poder explicarlo satisfactoriamente. Se han formulado
muchas teorías al respecto pero todavía, ninguna de ellas ha
logrado producir una luz definitiva en torno a éste fenómeno.
"Jesús llama a los pobres y sencillos pastores por medio de los ángeles para manifestarse a ellos. Llama a los sabios por medio de su misma ciencia. Y todos, movidos por la fuerza interna de su gracia, corren hacia él para adorarlo." (San Pío de Pietrelcina)
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martes, 3 de diciembre de 2013
La Bilocación
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jueves, 1 de octubre de 2009
La Iglesia y la Pena de Muerte
1. Actualidad del problema
Se comprende adecuadamente la inquietud que ha suscitado entre la opinión pública los recientes casos de pena de muerte en Estados Unidos, particularmente por la implicación en ellos de 2 argentinos [2]. A esto se suma la impotencia del hombre de la calle ante la escalada de violencia siempre creciente que ve tomar cuerpo a su alrededor. No es de extrañarse que encuestas realizadas en nuestro medio manifiesten que cada vez más personas están a favor de este tipo de castigo [3]. A decir verdad, más que un deseo de la pena capital, esto es síntoma de la desconfianza del público en general respecto de la seguridad social y de la impotencia de una legislación judicial que no está a la altura de los acontecimientos. En nuestro país el problema ha vuelto a ser colocado sobre el tapete a raíz de algunas declaraciones de altos políticos [4].
El problema de la pena de muerte es un tema tan delicado como complicado dado que se maneja entre el plano teórico y el práctico (siempre sujeto a los abusos y a los defectos de los actos humanos). Se nos ha consultado por la posición de la Iglesia. Indicaré brevemente las enseñanzas de la Sagrada Escritura y del Magisterio y la reflexión filosófica tradicional sobre este punto.
Se comprende adecuadamente la inquietud que ha suscitado entre la opinión pública los recientes casos de pena de muerte en Estados Unidos, particularmente por la implicación en ellos de 2 argentinos [2]. A esto se suma la impotencia del hombre de la calle ante la escalada de violencia siempre creciente que ve tomar cuerpo a su alrededor. No es de extrañarse que encuestas realizadas en nuestro medio manifiesten que cada vez más personas están a favor de este tipo de castigo [3]. A decir verdad, más que un deseo de la pena capital, esto es síntoma de la desconfianza del público en general respecto de la seguridad social y de la impotencia de una legislación judicial que no está a la altura de los acontecimientos. En nuestro país el problema ha vuelto a ser colocado sobre el tapete a raíz de algunas declaraciones de altos políticos [4].
El problema de la pena de muerte es un tema tan delicado como complicado dado que se maneja entre el plano teórico y el práctico (siempre sujeto a los abusos y a los defectos de los actos humanos). Se nos ha consultado por la posición de la Iglesia. Indicaré brevemente las enseñanzas de la Sagrada Escritura y del Magisterio y la reflexión filosófica tradicional sobre este punto.
2. La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia
El Antiguo Testamento contiene numerosas disposiciones penales que conminan la pena de muerte contra delitos de particular gravedad, por ejemplo, el asesinato, la blasfemia, la idolatría, el adulterio: Lev 20,9-18; Ex 31,14s; Núm 15,32-36.
El Nuevo Testamento, si bien restringe considerablemente la dureza de las penas del Antiguo, sin embargo, reconoce también que la autoridad lleva la espada para castigar al que obra el mal (cf. Rom 13,4).
La Iglesia nunca ha reclamado para sí el derecho a imponer tal pena (ius gladii) sino que ha recomendado siempre la indulgencia con los malhechores y ha prohibido a los sacerdotes que contribuyan a una sentencia de muerte [5]. Sin embargo, todos los grandes maestros han admitido la licitud teórica de la pena de muerte, como San Agustín y Santo Tomás. La Iglesia ha defendido expresamente el derecho de la autoridad legítima a imponer tal castigo contras las afirmaciones contrarias de los valdenses. Así, por ejemplo, en la Profesión de Fe impuesta a Durando de Huesca y compañeros valdenses, el 18 de diciembre de 1208 dice: “De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio sino por juicio, no incautamente sino con consejo” [6].
El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “(...) La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte” [7].
El Papa Juan Pablo II ha vuelto sobre ella en la Encíclica Evangelium vitae recordando los siguientes puntos: permanece válido el principio indicado por el Catecismo de la Iglesia Católica; pero, como el primer efecto de la pena de muerte es “el de compensar el desorden introducido por la falta” en la sociedad, “preservar el orden público y la seguridad de las personas”, “es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo” [8].
3. La reflexión y fundamentación filosófica.
A lo largo de la historia del pensamiento tradicional, han sido propuestos distintos argumentos para sostener la legitimidad de la pena de muerte. Podemos reducirlos a tres principales.
1º El principio de totalidad.
En síntesis este argumento puede expresarse como sigue: 'Cualquier parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Por tanto, si fuera necesario para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede infectar a los otros, tal amputación será laudable y saludable. Pues bien, cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso para la sociedad y la corrompe por algún pecado, en orden a la conservación del bien común se le quita la vida laudable y saludablemente; pues, como afirma San Pablo en 1 Cor 5,6: un poco de levadura corrompe toda la masa ' [9]
Hay que notar, sin embargo, con el Padre Zalba [10] que el principio de totalidad aquí esgrimido no tiene perfecta aplicación unívoca y directa en nuestro caso. El criminal es un miembro del todo social; pero no le está subordinado en cuanto a su propio ser y a su existencia, como le están subordinados al todo físico sus componentes. El ciudadano se subordina al Estado sólo en cuanto a ciertos servicios para el bien común; por eso la autoridad pública no puede obligarle más que en lo necesario para el bien común. Esto significa que si bien el principio de totalidad justifica la pena de muerte cuando parezca necesario para el bien común y para la seguridad de los ciudadanos inocentes, no lo es por sí solo sino porque es completado por otros principios, los cuales expondremos a continuación. El recurso al solo principio de totalidad podría prestarse a abusos y conlleva el riesgo de presentar una concepción de la sociedad calcada sobre el modelo colectivista del marxismo, en el cual el individuo sólo tiene valor como 'parte' del todo.
2º El principio de perfección de la sociedad.
El Padre Zalba invoca otra consideración filosófica (a su criterio más clara): toda sociedad perfecta tiene en sí misma los medios necesarios para promover el bien común entre sus miembros. El Estado tiene el derecho de imponer la colaboración necesaria para el bien y el orden social. En tal sentido si fuese necesaria para la convivencia pacífica y segura de los buenos la eliminación de algunos malhechores notorios, sería legítima la pena de muerte en cuanto sanción ejemplar, defensa o previsión contra nuevos crímenes y correctivo aleccionador para otros eventuales malhechores. Se podría discutir -dice Zalba- si puede llegarse a tal necesidad. Pero en el caso hipotético que así fuera, no puede debatirse la legitimidad del recurso.
3º El principio de la pérdida del derecho a la vida.
Mausbach [11] argumenta, en cambio, apelando a la teoría de la pérdida del derecho a la vida. Según esta teoría, la pena de muerte sólo es la ejecución forzosa de la exclusión de la comunidad de derecho, de la cual el mismo delincuente se ha excluido a sí mismo previamente al cometer un determinado delito. Con su delito el delincuente ha cometido una especie de 'suicidio social'. Por tanto, no se le quita la vida porque él se la quitó antes a otros (ley del talión) sino que se le quita la vida porque él mismo se ha excluido de la comunidad. El delincuente ha negado la comunidad en aquél que él ha asesinado y, al mismo tiempo, ha perdido el derecho de pertenecer a ella. El Estado se limita, con la ejecución de la pena de muerte, a hacer realidad lo que el delincuente ha hecho consigo mismo. La pena de muerte constituye objetivamente una 'retribución', y subjetivamente (cuando es aceptada voluntariamente por el reo) se convierte en una 'expiación'.
4. Conclusiones.
En definitiva, no deben confundirse dos planteamientos esencialmente diversos: el de la licitud moral de la pena de muerte y la cuestión práctica de su aplicación. Como hemos visto, tanto la razón natural cuanto la doctrina revelada y magisterial admiten la licitud fundamental de dicha pena. Otra cosa es, en cambio, la opinión prudencial que puede dictaminar en alguna circunstancia histórica que debería renunciarse a su aplicación en un Estado y en un tiempo determinados. Lo que decida en cada tiempo y lugar la aplicación o la supresión de la pena de muerte ha de ser exclusivamente las exigencias del bien común.
Es muy delicado intentar determinar si tales condiciones se dan objetivamente o no. Sin embargo, no debería banalizarse el hecho de que el Santo Padre, en un documento magisterial cual es una Encíclica, abogue por la indulgencia en este tema.
A mi criterio personal, e intentando comprender este pedido práctico del Santo Padre, pienso que los motivos por los cuales la Iglesia considera actualmente la pena de muerte como un recurso sólo conveniente en casos absolutamente extremos son:
1º La arbitrariedad y poca confiabilidad en muchos gobiernos y gobernantes. Para aplicar un castigo extremo y tan delicado como la pena de muerte, la primera condición sine qua non es contar con gobernantes y jueces de indiscutible integridad moral. ¿Los tenemos? ¿No podrá prestarse un castigo tal para encauzar vendettas, revanchismos, para eliminar opositores políticos, realizar 'limpiezas' étnicas, o para ofrecer 'chivos expiatorios' a un público desilusionado de la impunidad jurídica de que gozan tantos criminales? [12].
2º El problema, más grave todavía, proviene de una ética espuria que domina gran parte de la intelectualidad actual y, consiguientemente, de una filosofía del derecho consecuente con ésta. Me refiero a la ética teleologista, consecuencialista y proporcionalista, para la cual el fin justifica los medios, y los actos han de ser juzgados por sus consecuencias, mientras que considerados en sí mismos son indiferentes. Esto mismo es sostenido por algunos juristas. Recuerdo que años atrás, un alto representante de la justicia norteamericana, cuestionado sobre las posibles deficiencias en las condenas a muerte realizadas por la justicia de su país, reconocía que cierto número de condenados al patíbulo eran, en realidad, inocentes de sus delitos, pero -concluía- de todos modos se debía mantener la praxis porque se recababan más bienes del mantenimiento de la pena de muerte que de su abolición.
3º Debido a la cultura de muerte reinante como disuasivo, la amenaza de la pena de muerte es prácticamente ineficaz. El estrato social al que pertenecen los posibles candidatos a la pena de muerte (asesinos, violadores, terroristas, etc.), está animado por la mentalidad de la cultura de muerte. A estos, por tanto, como a otros 'grupos de riesgo' (drogadictos, rockeros, grupos satanistas) les importa poco y nada la posibilidad de quedar en el intento. A muchos incluso les atrae el vértigo que aporta arriesgar la vida en la jugada. Y ciertamente, ninguno, o casi, de los que perpetran crímenes dignos de la pena de muerte considera factible que los atrapen y condenen a la pena capital.
4º Finalmente, el problema creciente de ciertos fundamentalismos religiosos y políticos que usan la pena de muerte como arma político-religiosa para afianzar sus ideologías. Algunas cifras son elocuentes: en 1995 se ejecutaron 2931 presos en 41 países, de los cuales 2190 ejecuciones se realizaron en China, 192 en Arabia Saudita y más de 100 en Nigeria; es decir, el 85% del total [13].
Tal vez estos y otros argumentos sean los que el Santo Padre sopesa a la hora de sugerir las actitudes prácticas de los gobiernos y gobernantes.
Padre Miguel Fuentes para "El Teólogo Responde"
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Referencias (original del autor):
[1] Apareció en Revista Diálogo nº 16.
[2] El 2 de mayo de 1996 se suspendió la ejecución, en el Estado de Virginia (USA), del argentino Ángel Breard Giubi, condenado a la silla eléctrica por homicidio e intento de violación; y en julio del mismo año fue condenado a pena de muerte con inyección letal Victor Saldaño, por homicidio capital agravado de secuestro. También el periódico LA NACION dedicó a la pena de muerte un artículo (firmado por Adrián Ventura) el 26 de julio de 1996, p. 7.
[3] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94 ss.
[4] El intendente de Escobar, Luis Patti, pidió la pena de muerte para 6 policías de la Brigada antinarcóticos de Quilmes; y el mismo presidente Carlos Menem 'ha bogado por ella con vehemencia' impulsando varios proyectos (cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94).
[5] Cf. J. Mausbach, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, t. III, pp. 235-245; L.CICCONE, Non Uccidere, Ed. Ares, Milano 1988, 67-104.
[6] Dz 425.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2266.
[8] Enc. Evangelium vitae, nº 56.
[9] Lo usa Santo Tomás en II-II, 64, 2.
[10] Cf. MARCELINO ZALBA, ¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte? , en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.
[11] Cf. Mausbach, op.cit ., pp. 240 ss.
[12] Una de las cosas que se alegó en el caso de Saldaño fue que en su pronta condena a la pena máxima influía su origen hispano. Puede ser cierto o no, pero algo es indudable: en Estados Unidos de los 313 ejecutados desde que se reimplantó el sistema, el 45% pertenecía a minorías étnicas.
[13] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 97.
[2] El 2 de mayo de 1996 se suspendió la ejecución, en el Estado de Virginia (USA), del argentino Ángel Breard Giubi, condenado a la silla eléctrica por homicidio e intento de violación; y en julio del mismo año fue condenado a pena de muerte con inyección letal Victor Saldaño, por homicidio capital agravado de secuestro. También el periódico LA NACION dedicó a la pena de muerte un artículo (firmado por Adrián Ventura) el 26 de julio de 1996, p. 7.
[3] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94 ss.
[4] El intendente de Escobar, Luis Patti, pidió la pena de muerte para 6 policías de la Brigada antinarcóticos de Quilmes; y el mismo presidente Carlos Menem 'ha bogado por ella con vehemencia' impulsando varios proyectos (cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94).
[5] Cf. J. Mausbach, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, t. III, pp. 235-245; L.CICCONE, Non Uccidere, Ed. Ares, Milano 1988, 67-104.
[6] Dz 425.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2266.
[8] Enc. Evangelium vitae, nº 56.
[9] Lo usa Santo Tomás en II-II, 64, 2.
[10] Cf. MARCELINO ZALBA, ¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte? , en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.
[11] Cf. Mausbach, op.cit ., pp. 240 ss.
[12] Una de las cosas que se alegó en el caso de Saldaño fue que en su pronta condena a la pena máxima influía su origen hispano. Puede ser cierto o no, pero algo es indudable: en Estados Unidos de los 313 ejecutados desde que se reimplantó el sistema, el 45% pertenecía a minorías étnicas.
[13] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 97.
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miércoles, 1 de abril de 2009
Libre Interpretación de la Biblia: un Error Cardinal
Fuente: extracto de la obra "¿Dónde dice la Biblia que...?" del padre Miguel Fuentes, disponible en este enlace.
Según la doctrina del protestantismo en general y también de las sectas derivadas de él, no es la Iglesia ni ninguna otra autoridad externa, sino cada individuo, el que tiene que interpretar la Biblia. Esto se denomina “libre examen”: cada uno interpreta privadamente la Escritura con la ayuda del Espíritu Santo.
En la Declaración de Fe bautista se lee: “Cada ser humano tiene el derecho de estudiarla (a la Biblia) para sí y está en el deber de seguir sus sacrosantas enseñanzas”. “El protestantismo —leemos en otro escrito protestante— es un testimonio histórico en favor del derecho de libre examen y libre interpretación de las Sagradas Escrituras”. “Solamente el libre examen debe interpretar la Biblia”, escribía un Pastor protestante.
Debido a este principio, las Biblias protestantes se publican sin notas, dejando al lector la interpretación de lo que lee.
Según la doctrina del protestantismo en general y también de las sectas derivadas de él, no es la Iglesia ni ninguna otra autoridad externa, sino cada individuo, el que tiene que interpretar la Biblia. Esto se denomina “libre examen”: cada uno interpreta privadamente la Escritura con la ayuda del Espíritu Santo.
En la Declaración de Fe bautista se lee: “Cada ser humano tiene el derecho de estudiarla (a la Biblia) para sí y está en el deber de seguir sus sacrosantas enseñanzas”. “El protestantismo —leemos en otro escrito protestante— es un testimonio histórico en favor del derecho de libre examen y libre interpretación de las Sagradas Escrituras”. “Solamente el libre examen debe interpretar la Biblia”, escribía un Pastor protestante.
Debido a este principio, las Biblias protestantes se publican sin notas, dejando al lector la interpretación de lo que lee.
Es el Espíritu Santo –dicen— el que tiene que enseñar al que la lee lo que dice la Biblia. En vez de la autoridad de la Iglesia, la inspiración privada. Sin embargo, este principio es falso e insostenible por varios motivos muy fuertes.
En primer lugar, no es bíblico. ¿Dónde dice la Biblia que cada uno debe interpretar la Biblia por sí solo sin ayuda de ningún magisterio? En ninguna parte; y si –basados en el principio de la “sola Escritura”– los protestantes sólo aceptan lo que dice la Biblia, entonces deberían rechazar este principio porque no se encuentra formulado en ningún lugar. Por el contrario, hay que decir que el principio es antibíblico, puesto que si vamos a lo que dice la Biblia vemos que en ella no se dice que cada uno lea la Biblia y la interprete por sí solo, sino que les sea predicado y explicado lo que ella contiene. Es lo que hace Jesús con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13 y ss). Más aún, en este episodio Jesús critica a sus discípulos por no entender lo que dicen las Escrituras: ¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! (Lc 24,25). O sea, que los discípulos, habiendo leído (u oído en la Sinagoga) la Palabra de Dios, no les había bastado con su sola interpretación para entender la verdad. A los apóstoles se les manda, antes de la ascensión de Cristo a los cielos, que vayan y prediquen la Buena Nueva –el Evangelio– a todas las gentes, diciéndoles que quienes les crean se salvarán (cf. Mc 16,16); quienes crean la predicación de los apóstoles; no se les manda escribir Biblias y repartirlas y dejar a cada fiel a solas con el Espíritu Santo.

Este principio es también antibíblico porque contradice lo que señala San Pedro en su segunda carta hablando de las cartas de Pablo: “en las cuales [epístolas] hay algunas cosas difíciles de entender, las cuales los indoctos y poco asentados tuercen, lo mismo que las demás escrituras, para su propia perdición” (2Pe 3,16). Pedro reconoce explícitamente que los poco preparados (“amatheis” en griego significa estúpidos, rústicos, groseros; y “astêriktoi” inestables y mal afirmados; la Neo Vulgata traduce “indocti et instabiles”) la tuercen y mal interpretan; por tanto la libre interpretación que hacían estos tales de los escritos paulinos no provenía del Espíritu Santo sino del diablo, puesto que desembocaba en “su propia perdición” (“tên idían autôn apôleian”). San Pedro califica estos escritos paulinos como “dusnoêtos”, es decir, difíciles. “Dus” en griego es un prefijo peyorativo indicando que no son fáciles de entender.
También es testimonio de Pedro el que toda profecía de la Escritura no se hace por propia interpretación (2Pe 1,20). Pedro desconfía de los autodidactas incompetentes que entienden y comentan los textos a su manera (¿pero cómo podría tacharse así a cualquier persona si el Espíritu Santo realmente guiase a cada cual en la interpretación personal de la Biblia?). El término “epilusis”, usado por Pedro quiere decir “solución de un enigma, interpretación” (cf. su uso en Gn 40,8; 41,16), “respuesta a una investigación” (cf. Hch 19,39). Por este motivo Jesús explicaba las parábolas a sus discípulos (cf. Mc 4,34) y no los dejaba a solas con el Espíritu Santo (como hubiera hecho si se hubiese guiado por los principios protestantes). Este versículo de Pedro como señala Spicq en su comentario a las cartas petrinas (1), opone “Escritura” a “interpretación personal”, y recuerda que “idios” (= propia; el texto griego dice “ídias epilúseos”) puede significar “por su propia cuenta”, “por sí mismo”; es la acusación que Clemente hace a Simón el Mago, a saber: que quiso “alegorizar las palabras de la Ley a su propia manera (“idia prolépsei”)(2); esta acepción está confirmada por el verbo con un genitivo: “ginesthai tinos” (= convertirse en propiedad de alguien, apropiarse de algo) de tal modo que la traducción literal del versículo sería: “ninguna profecía puede ser interpretada como algo propio de cada uno”. San Pedro no va más allá indicando quién debe interpretar las palabras de Dios con autoridad, pero el texto es suficiente para manifestar que proclamar un principio de interpretación privada (o libre examen, que es igual) es contrario a su pensamiento. Pensar que el Espíritu Santo inspira acertada y autoritativamente a todo el que lee por su cuenta la Escritura, es responsabilizar al Espíritu Santo de toda fantasía personal y ¡va contra lo que dice el mismo texto bíblico! Todo esto dicho de modo positivo equivale a postular la necesidad de una interpretación oficial (de la cual no se habla en el texto de Pedro).
Este principio, además, destruye la unidad de la Iglesia porque produce anarquía doctrinal y caos teológico, puesto que cada fiel puede interpretar como “el Espíritu le inspire”, pero de hecho, muchos cristianos –de buena fe, pensamos– se creen inspirados con interpretaciones diversas y contradictorias, como se ve por el permanente desmembramiento de las iglesias protestantes en nuevas sectas y movimientos. “Resulta que, dice el P. Colom, al leer un mismo pasaje de la Biblia, unos entienden una cosa, y otros otra, aunque sea contradictoria de la primera. Leyendo la misma Biblia, unos dicen que hay un solo Dios, y otros, que hay varios dioses; unos creen que Jesucristo es Dios, y otros lo niegan; unos dicen que hay infierno, y otros que no lo hay; unos entienden que hay que bautizar a los niños, y otros que sólo a los adultos; y así en tantas cosas en que difieren entre ellas los centenares de sectas protestantes. Ahora bien, ¿puede el Espíritu Santo, que es Dios, inspirar cosas contradictorias? ¿Puede decirle a uno que hay un solo Dios y a otro que hay varios dioses? ¿A uno, que Jesucristo es Dios, y a otro, que no lo es? El Espíritu Santo no puede mentir, ni puede decir la Biblia —palabra de Dios— cosas contradictorias. Entonces, el principio del libre examen, defendido por las sectas como norma inmediata de fe, que les señala lo que han de creer, es falso, y falsa también, por consiguiente, la religión que lo enseña”.
Incluso vemos que importantes autores han dado, en el curso de su vida, interpretaciones diversas de algunos pasajes de la Biblia. Si el Espíritu Santo inspira a quien la lee, ¿es que el Espíritu Santo se ha desmentido de sus anteriores inspiraciones?
Igualmente, este principio es falso porque puede ser mal usado (y de hecho ha sido mal usado) por nuestras pasiones desordenadas que, en muchos casos, tienden a buscar interpretaciones que no exijan un cambio de vida sino que sean proclives a la indulgencia moral. Así, entre algunas de las primeras sectas protestantes se buscó justificar la poligamia (con el “creced y multiplicaos” de Gn 1,28); el Parlamento inglés justificó el casamiento de Enrique VIII con Ana Bolena porque en 1Sam 1,5 se encuentra el texto “amaba a Ana” (se refiere al padre de Samuel), y así podría justificarse cualquier cosa.
Este principio es también impracticable porque muchos tienen imposibilidad física (no saben o no pueden leer), como niños, analfabetos, ciegos, incultos, etc.; y otros tienen imposibilidad moral (quienes cuentan con poco tiempo o poca capacidad mental).
Es tan impracticable este principio que los protestantes mismos lo practican sólo cuando les conviene (muchas veces sin ninguna mala voluntad). Por ejemplo, muchos de ellos se enojarán al leer estas cosas y tratarán de refutarlas, pero ¿con qué derecho? Si son fieles a su principio, ¿por qué no me dejan tranquilo interpretando por mi cuenta la Biblia? ¿Acaso el Espíritu Santo no puede ser quien me inspira a mí estas cosas al leer la Biblia? Y si me las inspira a mí, ¿qué tienen ellos que venir a enseñarle a mi Maestro interior? Todo protestante que intenta enseñarnos algo o corregirnos en alguna cuestión bíblica, traiciona el principio de libre examen.
Cuando un miembro de una secta nos pregunta: “¿dónde dice la Biblia tal o cual cosa?”, si uno le respondiera: “me lo inspiró el Espíritu Santo al leer una carta de San Pablo”, él debería callarse, respetando su principio. Si no respondemos así, es por honestidad y porque no se debe mentir y nosotros sabemos que ese principio es falso. Tal vez algún miembro de una secta piense que el Espíritu Santo lo inspira a él o a los miembros de su iglesia o secta y no a nosotros. En tal caso, ¿con qué derecho? ¿dice la Biblia en algún lugar que sólo inspirará al Pastor Jiménez o al Ministro Bermúdez, o a tal o cual persona y no a las demás? El principio del libre examen es, por eso, el principio del antimagisterio: no hay maestros en cuestiones de fe. Pero esto, vale para todos, empezando por los pastores protestantes, quienes deben limitarse a imprimir Biblias y regalarlas callándose la boca.
Este principio además es desmentido por todos (¡t-o-d-o-s!) los protestantes y miembros de sectas, pues todos ellos reparten, regalan y leen traducciones de la Biblia, y no los textos originales. Y toda traducción es una versión, es decir, una interpretación. Basta leer las interminables discusiones filológicas y exegéticas entre escuelas y profesores del mismo ambiente protestante (tómese el trabajo de ir a una Biblioteca y pida algunos ejemplares de revistas bíblicas protestantes y verá que se discute sobre el sentido de innumerables pasajes bíblicos). Por eso, toda traducción es una interpretación dada por un autor determinado (incluso en versiones en lenguas originales, pues hay muchas variantes en los diversos manuscritos y los exegetas deben elegir; véase, por ejemplo, la versión del Nuevo Testamento griego de Nestlé-Aland –protestante– con todas sus notas conteniendo diversas variantes del texto. Si cada uno debe leerla e interpretarla solo, con la ayuda del Espíritu Santo, ¿por qué la lee en una traducción que es ya una interpretación dada por otro autor? Y si la interpretación de ese autor es válida y me sirve, entonces ¿por qué la Iglesia católica no puede enseñar a interpretar la Biblia si cualquier traductor lo hace? ¿Acaso no aceptan el magisterio interpretativo de Reina-Valera los protestantes que leen su versión, o los que usan la King James Version? ¿Acaso Lutero no tradujo –o sea, interpretó– y enseñó sus interpretaciones al legar a sus fieles su versión de la Biblia? ¡Cierto que lo hizo, incluso anulando pasajes que a él no le parecían inspirados! Y si Lutero podía ser maestro de los demás, entonces no respetó su propio principio. Al menos ¿con qué derecho se quita esta autoridad a los obispos, papas y sacerdotes católicos pero se concede a los traductores y pastores? Me parece que ésta es una variante de la ley de “la regla para tí, y no hay regla para mí”.
El principio del libre examen encierra una gigantesca contradicción. Los protestantes niegan que la Iglesia católica sea infalible, pero luego aceptan que cada uno de ellos es infalible en su interpretación de la Biblia. Si ellos son infalibles, ¿por qué no puede ser infalible el Papa? Y si el Papa es infalible (y todo el que lee la Biblia es infalible en su interpretación de la Biblia, al menos en lo personal según el principio protestante) ¿por qué no puede enseñar a otros algo en lo cual él es infalible?
Si ellos (los protestantes) no son infalibles, ¿por qué se ponen a objetarnos a los católicos las cosas que creemos? Si no son infalibles, los equivocados pueden ser ellos. ¿Por qué tenemos que ser nosotros los equivocados? Y si todos somos infalibles pero todos creemos cosas diversas, entonces, ¿qué es la infalibilidad?
Lamentablemente, con estos principios no cae la infalibilidad sino la Iglesia y la misma Biblia.
Los principios protestantes conducen a la negación de la autoridad divina de la Biblia, como lamentablemente ha ocurrido a muchos estudiosos y teólogos protestantes que han terminado en el racionalismo negando todo valor histórico –primero– y revelado –al fin– a los textos revelados.
Quiero terminar con el testimonio de un ex pastor protestante, Bob Sungenis: “Al hojear la pila de libros católicos que (unos amigos ex protestantes convertidos al catolicismo) me habían enviado, lo primero que examiné fue la idea protestante de sola scriptura, la noción que sólo la Biblia tiene autoridad. Fue como una cachetada en la cara cuando me di cuenta de la verdad de la reivindicación católica que sola scriptura es una doctrina falsa, una tradición de los hombres. La Biblia (y por extensión sola scriptura) fue la doctrina a la que dediqué mi vida. Al estudiar la enseñanza católica contra sola scriptura me di cuenta, instintivamente, de que todo el debate entre el catolicismo y el protestantismo podría resumirse en el concepto de la autoridad. Cada doctrina que uno cree está basada en la autoridad que uno acepta. Decidí comprobar esta teoría de los Reformadores pidiéndole a muchos estudiosos y pastores protestantes que me ayudaran a encontrar sola scriptura en la Biblia. En esta etapa, no me sorprendió que ninguno pudiera darme una respuesta convincente.”
“Me citaban versículos que hablaban de la veracidad e imposibilidad del error en la Biblia, pero no me podían citar una frase que dijera explícitamente que las Escrituras son las únicas que tienen formalmente autoridad suficiente.
Curiosamente, algunos de estos protestantes tuvieron la honestidad de admitir que en ningún sitio de la Biblia se enseña sola scriptura, pero compensaban esta laguna diciendo que la Biblia no tiene que enseñar sola scriptura para que la doctrina sea cierta. Pero yo me di cuenta de que esta posición era insostenible. Porque si la sola scriptura –la idea que la Biblia es formalmente suficiente para los cristianos– no es enseñada en la Biblia, la sola scriptura es una propuesta falsa y contradictoria en sí.”
“Al estudiar las Escrituras a la luz del material que me había sido enviado, empecé a ver que la Biblia señala a la Iglesia –y no a sí misma– como la máxima autoridad en asuntos doctrinales y espirituales (cf. 1Tim 3,15; Mt 16,18-19; 18,18; Lc 10,16).
(...) Reconocí que la Biblia, aunque contiene la revelación inspirada por Dios, no puede ser la ‘autoridad’ máxima, pues depende de personas que razonan para observar lo que dice y, más importante aún, para interpretar lo que significa. Además, sabía que la Biblia nos advierte que contiene información difícil y confusa que puede ser (si no tiende a ser) tergiversada en un sinfín de interpretaciones falsas e imaginarias (cf. 2Pe 3,16). Durante los años que anduve perdido en el desierto teológico del protestantismo, siempre supe que había algo equivocado, pero no sabía exactamente qué. Ahora empezaba a enfocar el problema y a discernir las partes del rompecabezas. Mientras más profundizaba, más me daba cuenta del daño que la teoría de sola scriptura había hecho a la cristiandad. La más evidente en este sentido era el protestantismo mismo: una enorme masa de denominaciones en conflicto y desacuerdo, ocasionado por su propia naturaleza de ‘protesta’ y desafío, una interminable proliferación de caos y controversia.”
“Mis diecisiete años de estudios bíblicos protestantes me aclararon una cosa: sola scriptura era un eufemismo para ‘sola ego’. Lo que quiero decir es que cada protestante tiene su propia interpretación de las Escrituras, y, claro está, cree que la suya es superior a la de los demás. Cada uno da su punto de vista, asumiendo que el Espíritu Santo le ha guiado a esa interpretación personal”(3).
Notas del autor:
(1) Cf. C. Spicq, Les Épitres de Saint Pierre, Gabalda Ed., Paris 1966, pp. 224-226.
(2) Ps. Clemente, Homilia 2,22. No se trata de Clemente Romano sino de otro Clemente, denominado “Pseudo” Clemente para diferenciarlo del pontífice del mismo nombre.
(3) Bob Sungenis, De la controversia a la consolación, en: Patrick Madrid, Asombrado por la verdad, Basilica Press, Encinitas, Estados Unidos 2003, p. 135-137.
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Revista Fides et Ratio
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lunes, 1 de septiembre de 2008
Astrología (2da parte)
Es patente la extensión que este fenómeno tiene en nuestros días. No hay casi diario o revista que no incluya entre sus columnas, aquélla dedicada al horóscopo; en algunos países hay canales de televisión dedicados exclusivamente a temas astrológicos y esotéricos con programas al respecto, y lo mismo se diga de la radio.
La literatura sobre el tema es muy abultada. Es más, hoy en día los horoscoperos se presentan como «profesores», «licenciados en ciencias ocultas», «especialistas en ciencias parapsicológicas». La experiencia nos muestra que gran parte de nuestros contemporáneos si no consultan sus respectivos horóscopos convencidos de su exactitud, lo hacen al menos concediéndoles el privilegio de la duda: «no es que yo crea en el horóscopo, pero algo de verdad debe tener».
Al menos muchos, guiados por cierto fatalismo supersticioso, piensan que permanecer totalmente incrédulos ante las predicciones horoscopales puede traerles mala suerte. Y de hecho un dejo de consuelo les queda cuando leen allí pronosticado: se está por iniciar para usted una nueva etapa; pronto hallará anheladas respuestas; diez puntos en salud; los rosados influjos del amor no han logrado atemperar su fuego combativo; como todo felino tiene siete vidas y luchará valerosamente; aproveche el momento, sobre todo el financiero; la relación con los socios y con la pareja es muy buena; etc.
Los hombres, para vivir, necesitan la esperanza, y cuando pierden la que nace de la fe verdadera, están dispuestos a creerle al primero que les prometa un venturoso porvenir: Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado, dice un antiguo proverbio. ¿Qué podemos decir de esto? El horóscopo es un desprendimiento de la antigua astrología, no de la astrología natural, que es madre de la actual astronomía, sino de la astrología judiciaria, que se empeñaba en descubrir la influencia de los astros sobre el destino de los hombres y de las cosas. En tal sentido, hay que colocarlo dentro del fenómeno más amplio de las «artes adivinatorias», puesto que, como su nombre mismo lo indica (oros-scopeo, examinar las horas), el horóscopo designaba originariamente la observación que los astrólogos hacían del estado del cielo en el momento del nacimiento de un hombre pretendiendo con ello adivinar los sucesos futuros de su vida. Para mayor exactitud, el horóscopo designa el mapa con la posición de los planetas en un instante dado por su relación con el Sol y la Tierra. Por derivación se llama también horóscopo a las predicciones que pretenden sacarse de tal observación. La astrología judiciaria se divide, a su vez, en varias clases. Tenemos así la astrología mundial, que intenta fijar la evolución de la historia y de la política; la astrología genetlíaca o individual que, levantando el horóscopo del momento del nacimiento, pretende predecir los eventos futuros del sujeto implicado; la astrología horaria, destinada a contestar preguntas concretas, para lo cual se estudia el horóscopo del momento en que se formula la pregunta al astrólogo.
En todos los tiempos el hombre ha sentido el interés por conocer el porvenir, y en los tiempos de decadencia religiosa, tal interés se ha transformado en obsesión. El hombre moderno se parece mucho al «supersticioso» que describe Teofrasto en sus Caracteres, corriendo febrilmente de un augur a un adivino, y de éste a un intérprete de sueños. El recurso de los hombres a la astrología tiene una larga historia, desde su origen babilónico; tuvo influencia en algunos filósofos de Grecia (presocráticos, epicúreos y estoicos), y sobre todo en el mundo islámico (donde adquirió un desenvolvimiento singular); en el mundo cristiano estas creencias se desarrollaron poco mientras la fe era más profunda y arraigada (aunque no faltaron monarcas que tenían astrólogos en su corte), pero ya en el siglo XVI no había soberano que no consultara a su astrólogo particular, y sobre todo ganó terreno con el positivismo y el racionalismo del siglo XIX.
Incluso, durante la segunda guerra mundial, después que el suizo Krafft predijo el atentado que Hitler sufrió en Munich el 8 de noviembre de 1939, la guerra psicológica añadió un departamento más, el astrológico. Es verdad, y nadie podrá negarlo, que los astros ejercen algún tipo de influencia sobre las realidades del mundo, incluido el hombre: ¿quién no nota los efectos que producen los cambios de estaciones y condiciones meteorológicas, no sólo sobre las realidades materiales (como las mareas) sino sobre el humor, los estados anímicos y la misma salud humana? Por eso, Santo Tomás admite cierto influjo de los astros sobre la parte corpórea del hombre (en cuanto todo el universo se influye mutuamente), y, consecuente e indirectamente, sobre sus sentidos corporales (imaginación, memoria, instintos). Pero de ningún modo pueden servir para predecir los actos futuros libres de los hombres, puesto que sólo puede predecirse el futuro a partir de un hecho concreto, siempre y cuando el evento futuro se encuentre en este hecho o realidad presente como el efecto en su causa; y los hechos futuros de los hombres no son efecto de los movimientos o posiciones astrales.
A lo sumo, como indica agudamente el mismo Santo Tomás, podría conjeturarse aquello que con mayor probabilidad harán algunos hombres basándonos en la experiencia que nos dice que la mayoría de los mortales se deja llevar de sus estados anímicos y de sus disposiciones corporales; en tal sentido, si conociéramos la influencia que algún astro o estación climática ejercerá sobre los cuerpos en tal fecha, podríamos también conjeturar cómo obrarían aquellos que se dejen llevar por tales estados. Afirmar otro tipo de influencia y, peor aún, pretender determinar los hechos futuros a partir de los astros, plantea necesariamente la negación de la libertad humana, de la Providencia Divina, y afirma, por el contrario, el fatalismo y el predestinacionismo absoluto. Por ello, la astrología puede constituir herejía (si presupone la negación de la libertad y la Providencia), superstición e idolatría (si conlleva la adoración de los astros), o simplemente vana observancia, es decir, el recurso a medios desproporcionados para obtener un efecto en sí mismo natural (como en el caso de las consultas a los modernos horóscopos).
En cuanto a los horoscoperos, adivinos y astrólogos (licenciados o no en ciencias ocultas y parapsicológicas), hay que decir que la gran mayoría son vividores que se aprovechan de la credulidad de mucha gente (¿No dice el libro del Eclesiástico 1,15: "el número de los necios es infinito"?). Otros, forman parte convencida de la moderna seducción por el ocultismo, de la fascinación por lo misterioso y de la búsqueda de lo asombroso como alternativa a su fe superficial o vacía.
Algunos, por último, practican la astrología como parte del culto a los demonios, y es por la intervención de éstos últimos que algunos «astrólogos» son capaces a veces de «predecir» algunos hechos futuros, por cuanto los demonios a quienes recurren, siendo ángeles caídos, conocen mejor que los hombres la relación entre las causas y los efectos naturales, así como tienen una gran experiencia del obrar humano, con sus debilidades y miserias. Pero todas sus «predicciones» sobre los actos futuros libres de los hombres no son más que conjeturas. Por eso decía ya el Profeta Jeremías (10,2): "No temáis por los pronósticos celestes, pues son los paganos los que temen de ellos"; e Isaías (47,13): "Estás cansada de tanto consultar. Que se presenten, pues; que te salven los que dividen los cielos, y observan las estrellas, y hacen la cuenta de los meses, de lo que ha de venir sobre tí"; y el Levítico (19,31): "No acudáis a los que evocan a los muertos ni a los adivinos, ni los consultéis, para no mancharos con su trato."La Iglesia ha hablado sobre este tema desde antiguo, condenando la creencia en la astrología, por ejemplo el Concilio de Toledo del año 400, o el Concilio de Braga del 561.
El juicio del Magisterio de la Iglesia puede resumirse en lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica. «Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “develan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a mediums encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios».
Todo género de adivinación, en definitiva, nace de la falta de fe en el Dios verdadero; y es el castigo del abandono de la auténtica fe. Por eso, en uno de sus cuentos escribía Chesterton: «La gente no vacila en tragarse cualquier opinión no comprobada sobre cualquier cosa... Y esto lleva el nombre de superstición... Es el primer paso con que se tropieza cuando no se cree en Dios: se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad. Cualquier cosa que opine el menos autorizado afirmando que se trata de algo profundo, basta para que se propague indefinidamente como una pesadilla. Un perro resulta entonces una predicción; un gato negro, un misterio; un cerdo, una cábala; un insecto, una insignia, resucitando con ello el politeísmo del viejo Egipto y de la antigua India... y todo ello por temor a tres palabras: SE HIZO HOMBRE».
En conclusión, si uno recurre a las prácticas astrológicas o consulta los horóscopos, creyendo seriamente en ello, comete un pecado de superstición propiamente dicho (pudiendo, incluso, llegar a la idolatría); si lo hace sólo por curiosidad y diversión, no hace otra cosa que recurrir a un pasatiempo fútil, que va poco a poco desgastando peligrosamente su fe verdadera. Si lo hace para granjearse la «protección» de los demonios, comete un pecado de idolatría diabólica, y tal vez tenga que decir alguna vez con el poeta Goëthe: «No puedo librarme de los espíritus que invoqué».
Padre Miguel Fuentes para El Teólogo Responde
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008
Padre Miguel Fuentes para El Teólogo Responde
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2008
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Revista Fides et Ratio
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