Para comprender como este pensamiento neopagano ha penetrado en aspectos centrales de la sociedad como son la salud y la educación, debemos remarcar que la Antroposofía es una ardiente defensora de la patraña de la reencarnación.
Quizás no sea redundante destacar que el centro de nuestra Fe e incluso de la antropología cristiana es el hecho consumado de la Resurrección de Jesús, quien fue torturado y asesinado para redención de los pecados de todos nosotros. Sin embargo, venció a la muerte y al tercer día resucitó de entre los fallecidos en su cuerpo glorioso, como nos lo narran los Evangelios.
San Pablo, quien fuera vigoroso perseguidor del naciente cristianismo hasta el hecho fabuloso de su conversión, reafirma este concepto, narrándonos en una de sus cartas que «está reservado a los hombres morir una sola vez y tras esto, juicio» (Hebreos 9,27).
Rudolf Steiner tomó del politeísmo hinduista la idea de la reencarnación, creada en el valle del Indo hace siglos con el objeto de justificar el sistema de castas sociales y adjudicar a factores «del karma» la imposibilidad de moverse de un estrato social al otro, al adjudicar la condición de paria a «malos actos en vidas previas».
La creencia en la reencarnación es absolutamente incompatible con la Fe católica (implica la negación de la resurrección a la que aludimos al rezar el Credo) y por otra parte carece de toda clase de basamento científico, ya que coloca al mismo nivel la vida humana y la del resto de las criaturas vivientes (de hecho, no es casual que los ultraecologistas sean en su mayor parte defensores de la reencarnación, y ubiquen en un plano superior a las respetables vidas de focas y ballenas que a la de los niños famélicos, abortados, torturados o esclavos del mundo).
La medicina antroposófica se basa precisamente en la reencarnación, esto es, considera que la unidad biosocial que es la persona humana se encuentra afectada por los sucesos de «vidas pasadas», a las cuales los «iniciados» pueden acceder mediante la lectura de las «Crónicas Akáshicas». Las mismas serían «registros» de las citadas «vidas pasadas» en los cuales se encontrarían las soluciones para los problemas de salud del presente.
Es cierto que la medicina actual concibe a la salud como un estado de equilibrio y bienestar biológico, psicológico y social, y no como a la mera ausencia de enfermedad. Pero la contaminación de esta idea con conceptos esotéricos, con pensamientos mágicos propios del Neolítico y, sobre todo, con la más absoluta falta de bases científicas objetivas (flores de Bach, homeopatía, «holística» y un aterrador etcétera), convierte a los miembros del equipo de salud que la practican en vulgares hechiceros. De hecho, existen médicos, enfermeros, fisioterapeutas y fonoaudiólogos cultores de esta «disciplina» en el mundo en general... y en nuestro atormentado país en particular.
Rudolf Steiner
Sin embargo, lo más peligroso de esta secta no está en su penetración en el equipo de salud... sino en la educación de nuestros hijos. Existe toda una estructura escolar encargada de difundir estas ideas en los niños mediante la pedagogía Waldorf. Como ya hemos mencionado, Rudolf Steiner creó su movimiento como un desprendimiento de otra secta, la teosofía, tras discrepancias con sus líderes de entonces. Inició así su prolífica actividad en conferencias, libros de texto y revistas, incluyendo «Lucifer Gnosis» (como revista entre 1904 y 1908) y «Los Niños de Lucifer» (1907), entre otras producciones.
El nombre de «pedagogía Waldorf» procede de la fábrica de cigarrillos Waldorf Astoria de Stüttgart, en la arrasada Alemania de 1919, donde se le propuso a Steiner dar comienzo a un proyecto educativo, inicialmente para los hijos de los empleados y a posteriori abierto a la comunidad. Así, en septiembre del citado año vio su nacimiento la Die Freie Waldorfschule (la Escuela Independiente Waldorf).
A partir de entonces, los colegios Waldorf se diseminaron por el resto de Europa y luego se sembraron en otras partes del planeta, sin que Argentina sea la excepción. Llamativamente (o no) los particulares currículos Waldorf lograron amoldarse a los distintos sistemas educativos de cada nación y distrito donde se han instalado.
En esta peculiar modalidad educativa se evita el aprendizaje dirigido. De hecho, las escuelas Waldorf no tienen director o estructuras jerárquicas convencionales y los establecimientos guardan relativa autonomía entre sí. Los cursos se organizan por periodos de 7 años, durante los cuales un mismo docente lleva a su grupo de alumnos a lo largo del tiempo. No existen los libros de texto, sino que los niños y niñas son «guiados» por medio de sus experiencias personales, grabados, dibujos, cuentos de hadas, expresión corporal, danzas… sin dudas, un muestrario que se define con un vocablo que se encuentra nefastamente de moda: holístico.
No debemos olvidar que la doctrina de una verdadera secta se halla detrás de este modelo curricular. De hecho, en la Conferencia Internacional de Docentes Waldorf de 1996 se declaró que «los conceptos de karma y reencarnación son la base de toda educación verdadera». La organización que hemos citado sobre los periodos de 7 años se relaciona con la concepción antroposófica de 3 etapas madurativas de los jóvenes formadas por septenios: la madurez física (los primeros siete años), la madurez «etérea» (de los ocho a los catorce) y madurez del cuerpo astral (de los quince a los veintiuno).
De acuerdo con esta doctrina, estos septenios tienen repercusiones físicas que marcan cada etapa (sin ir más lejos, los alumnos de un jardín de infantes Waldorf no pueden pasar al nivel primario hasta que no pierden su primer diente...).
Como corresponde a cualquier secta iniciática, el componente esotérico suele estar reservado sólo a ciertos integrantes; muchos padres desconocen que dejan a sus hijos a cuidado de lobos con piel de cordero, y en su mayor parte ignoran las bases de la Antroposofía. De hecho, la imagen de los chicos en un ambiente «natural» (como en todo grupo de la Nueva Era, el ecofascismo es parte integral del movimiento), danzando juntos y relatando cuentos de hadas es poco menos que encantadora.
Seguramente resultara menos encantador saber que, entre otras cosas, los niños creerán en el contexto pedagógico Waldorf que las hadas, los gnomos y otras figuras son seres reales, e incluso responsables de actos perpetrados por los docentes o los propios niños. Tampoco resultará agradable saber que aquellos niños que no «ven» a los duendes serán reprendidos, o que si un pequeño es zurdo debería ser corregido (de acuerdo con las enseñanzas de Steiner) por tratarse de un defecto kármico arrastrado de una vida anterior...
Es probable que tampoco resulte muy bello que los alumnos aprenderán que, a lo largo de la historia humana, fueron desarrollándose una raza tras otra, en diversos órdenes jerárquicos, hasta llegar a la supremacía de la raza aria, hacia la cual una minoría tiende a evolucionar y una gran masa tiende a decaer.
Quizás les parezca increíble, pero como les hemos relatado previamente, estas escuelas existen en nuestro país, se están insertas en nuestros currículos y tenemos numerosos alumnos egresadas de ellas. El servidor que escribe estas líneas tuvo oportunidad de visitar uno de estos establecimientos en el norte del Gran Buenos Aires, llevándose en sus ojos la pasmosa imagen de numerosos cuadros de seres espectrales adornando las paredes, muchos de ellos sin rostro, y combinando sus colores según las enseñanzas de Rudolf Steiner.
Gráfico que corresponde al logo de una escuela Waldorf en Lima
Tal vez el mejor comentario final para esta breve exposición sea recordar una y otra vez la absoluta incompatibilidad entre nuestra Fe católica y su visión integral de la educación de los jóvenes, y la doctrina oscurantista que se esconde detrás de la pedagogía Waldorf, admitida dentro de los patrones curriculares de nuestros ministerios, que sólo pueden llevar a nuestros niños y sus familias a la confusión y a acentuar la brecha entre el Creador y sus criaturas.
Publicado en 2 partes en formato 1.0 entre junio y julio de 2006