Sin embargo, en aquellos tiempos donde la humanidad aceleraba sus pasos al abismo de la mano de la «diosa razón», los leprosos eran abandonados en lo que sería el preludio de los campos de concentración de Hitler, Stalin y las dictaduras latinoamericanas.
Sólo unos pocos hombres (en su mayoría, no científicos) entendieron el camino del amor para con los hermanos enfermos. Y quizás quien más se ha destacado más en este aspecto haya sido el Padre Damián de Molokai, «el leproso voluntario».
Nacido como José de Veuster, vio por primera vez la luz en enero de 1840 en Tremeloo, un área rural de Bélgica, donde desde niño desempeñó tareas en el campo junto a su familia. Allí adquirió conocimientos en el labrado de la tierra y en la construcción de viviendas. Era destacable su capacidad física: entre otras anécdotas, se recuerda que fue embestido por una carroza con caballos sin sufrir siquiera un rasguño.
Alcanzados los 18 años, fue enviado a Bruselas para completar sus estudios, optando 2 años después por la vocación religiosa en la Comunidad de los Sagrados Corazones. Desde un principio, solicitó la posibilidad de misionar, gracia concedida por su devoción al santo jesuita San Francisco Javier ya que, por enfermedad de un compañero, fue a él a quien enviaron con destino misionero a Polinesia.
El padre Damián en su juventud
A los 23 años fue embarcado hacia las Islas Hawai; aún en tiempos de su formación sacerdotal, le predijo al capitán del barco, confeso apóstata, que algún día lo confesaría para absolverlo de sus pecados.
Ya en territorio hawaiano, fue ordenado sacerdote, en un área repartida entre protestantes y pobladores que practicaban cultos animistas locales. Construyó la primera capilla con techo de paja y catequizó a la mayoría de los habitantes, echando por tierra gran parte de los ritos paganos.
Estando allí tomó conocimiento de la existencia de la isla de Molokai, convertida en leprosario forzoso, donde eran «exiliados» los aquejados por la enfermedad. Esta comunidad obligada era además flagelada por el alcoholismo y la proliferación incesante de supersticiones variadas.
El padre Damián logró la autorización del Obispado para emigrar a Molokai, permiso obtenido en 1873. Se conserva de ese entonces su sentencia más famosa: «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo».
El padre llegó a la isla, donde ni siquiera tenía techo para cobijarse, a consolar a los moribundos y a crear espacios de vida para los demás enfermos. Se recuerda que no sólo logró crear fuentes de trabajo en la propia isla, sino que formó una banda de música que él mismo integraba, al margen de obtener por carta numerosas donaciones del extranjero para mejorar la calidad de vida de sus leprosos.
Se sabe que, merced a lo aprendido en su niñez, reconstruía las casas dañadas por los frecuentes tifones y era capaz de construir los ataúdes de los fallecidos y de cavar las tumbas para ellos.
Pese a todo, las creencias contemporáneas atribuían a la lepra una alta contagiosidad, y el gobierno terminó prohibiéndole al padre Damián salir de Molokai. Lo cierto es que él mismo resultó víctima de la enfermedad que, de acuerdo con los relatos de la época, fue en su caso particular muy virulenta.
El padre Damián, víctima de la lepra
En sus últimos días, el padre vio cumplida aquella profecía de sus tiempos de seminarista, ya que ancló en Molokai el barco que lo había traído de Bélgica con el capitán dispuesto a confesarse. Así ocurrió, logrando que el marino iniciara el camino de su conversión.
Finalmente, el 15 de abril de 1889, con sólo 49 años de vida, el Apóstol de los Leprosos partió a la Casa del Padre. En 1994 otro verdadero santo contemporáneo, el Papa Juan Pablo II, después de haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión del padre Damián, lo declaró beato y patrono de los que trabajan con los enfermos de lepra.
Beato Damián de Molokai, ruega por nosotros.
Publicado en formato 1.0 en junio de 2007