miércoles, 1 de agosto de 2007

La Tumba de San Pedro

Fueron dos sacerdotes jesuitas, los padres Kirschbaum y Ferrúa, quienes en 1939, bajó el pontificado de Pío XII, quienes descubrieron un mosaico que les llamó la atención mientras se preparaba la tumba del Papa anterior, Pío XI.

Este hallazgo suscitó la necesidad de continuar con la excavación ya que la tradición narraba la existencia de un cementerio debajo del baldaquín de Bernini. En efecto, los trabajos llevaron al hallazgo de toda una necrópolis romana, que incluía mausoleos de los Flavios, entre otros.
Entre las excavaciones por debajo de la basílica de San Pedro, se puso en evidencia la presencia de una tumba cavada en la tierra, abierta y vacía.

Sabemos por la Tradición, como se ha descrito en otro artículo, que san Pedro fue crucificado cabeza abajo, en el circo construido por Calígula y Nerón, junto al monte Vaticano. El príncipe de los Apóstoles fue sepultado allí, en una tumba pobre.

Siglos después del martirio de San Pedro, corriendo ya el año 312, el emperador Constantino vencería a los tropas de Majencio, según describiría, tras haber visto el signo de Cristo en el firmamento, según recogió el historiador Eusebio de Ce­sárea. En agradecimiento a Nuestro Señor Jesucristo, el emperador se convirtió al cristianismo (junto a la basílica Lateranense, en Roma, hay un obelisco que reza: «Aquí fue bautizado Constantino por el papa Silvestre.»)

Constantino edificó entonces una serie de templos cristianos; uno de ellos fue la basílica en honor de san Pedro, sobre la tumba del apóstol. El emperador supo de la localización de la sepultura por el propio San Silvestre, quien a su vez lo sabía por transmisión de las pocas generaciones transcurridas desde la crucifixión del primer Papa.

No deja de llamar la atención que Constantino levantara una gigantesca basílica sobre la desnivelada ladera de un monte, debiendo efectuarse un enorme corrimiento de tierra para crear una explanada, en pleno siglo IV. Además, no debe olvidarse que debió sepultar bajo la basílica una necrópolis que había llegado a ser una de las más importantes de Roma, y donde estaban enterradas muchas familias ilustres.

Es evidente que la razón esencial por la cual Constantino levantó la basílica en la ladera de un monte y sepultando un cementerio completo pese a todas las dificultades, era porque sabía indudablemente que allí estaba la tumba de san Pedro.

La mencionada tumba, abierta y vacía, estaba protegida por muros para defenderla de las frecuentes filtraciones de agua en esa ladera del monte, remarcando la importancia de la persona allí sepultada. Su Santidad Pío XII no vaciló en anunciar en 1950 que se había hallado la tumba de San Pedro.

Las investigaciones prosiguieron en 1952; fue la doctora Margarita Guarducci la encargada en descifrar las inscripciones labradas en los muros; entre otros, las paredes describen en grafitos griegos: «Pedro, ruega por los cristianos que estamos sepultados junto a tu cuerpo» y «Pedro, el de las llaves» (en referencia a la entrega de las llaves del reino de los Cielos por parte de Cristo a Pedro).

Finalmente, un tercer grafito destacado sobre un muro rojo confirmaba que «Pedro está aquí.». En ese sitio se encontró un nicho forrado de mármol blanco con huesos humanos.
La cátedra de Antropología de la Universidad de Palermo, a cargo del profesor Venerando Correnti, tuvo a cargo el estudio de dichos restos. Los mismos se encontraban con tierra adherida de las mismas condiciones que la de la tumba abierta y vacía que mencionábamos antes. Por otro lado, los huesos estaban coloreados de rojo, por haber estado envueltos en un paño púrpura; quedaba en evidencia que los restos habían sido retirados de la tumba antedicha para ser envueltos en un paño púrpura y protegidos en el nicho, el cual había permanecido intacto desde tiempos de Constantino.

Por otro lado, las pruebas forenses destacaron que se trataban de huesos de un varón, robusto (un pescador), fallecido en la ancianidad (cerca de los 70 años) en el siglo I.

Fuente esencial: Las reliquias de San Pedro, por la doctora Guarducci, Editorial Vaticana, 1965.