Para saber
En un palacio muy antiguo, de la Edad Media, que existe al norte de Italia, hay una barra de plata incrustada en un muro. Los turistas suelen preguntar para qué querrían los antiguos pobladores esa barra. El guardia que cuida el palacio gustoso explica siempre su existencia: “Es una barra que mide un metro exacto, y a ella venían los ciudadanos para verificar que el tejido o tela comprados tenía la medida justa. Así se evitaban inútiles discusiones sobre quien tenía la razón”.
En nuestra vida también tenemos esas “barras” que son válidas para todos los hombres, ante las cuales podemos comparar nuestra conducta: son las normas morales. Fueron condensadas en los mandamientos de la ley de Dios, que nos dicen aquello que va de acuerdo a nuestra naturaleza humana. No son normas arbitrarias, ni tampoco van en contra nuestra felicidad. Al contrario, cumpliéndolas nos perfeccionamos y ganamos el Cielo.
Todo aquello que va en contra de esas leyes, va en contra del mismo hombre y en contra de la voluntad de Dios, y a eso se le llama pecado.
Para pensar
Hay unas palabras de Jesús en donde dice: “el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón, será reo de un pecado eterno” (Mc 3,29).
Ante estas palabras nos podríamos cuestionar: ¿En qué quedamos? ¿No decíamos que todo pecado se perdona? ¿Por qué no se puede perdonar dicho pecado? ¿En qué consiste?
Jesús les dice esas palabras a los fariseos, quienes, no obstante haber visto los milagros que Él realizaba, se obstinaban en no creerle.
El pecado contra el Espíritu Santo consiste en cerrar el corazón a la gracia, al perdón de Dios. No se perdona porque no hay arrepentimiento. La culpa es del pecador, y no de Dios que siempre está dispuesto a perdonar. Sucede como el que quisiera curarse negándose a tomar la medicina.
El Papa Juan Pablo II nos enseñaba que es muy grave este pecado porque se rechaza la Redención obrada por Jesucristo. Lo comete quien se encierra en su pecado, sin darle importancia (Dominum et vivificantem, n. 46). Se necesita humildad para reconocer que nuestra falta y pedirle su perdón. Pensemos en la gran alegría que recuperamos y en el gran bien que obtenemos al buscar el perdón de Dios.
Para vivir
Se oye decir en ocasiones: “Desde que se inventaron las disculpas, desaparecieron los culpables”. Y es que es muy fácil disculparse de las propias faltas.
El hombre puede cometer pecados, y algunos muy graves, pero si los reconozca, siempre habrá la esperanza de ser perdonados. Lo grave viene cuando se comienza a pensar que no hay tales pecados y se busca una disculpa para la mala conducta.
Dios ha dispuesto modos muy prácticos para obtener su perdón, por ejemplo, en el Sacramento de la Confesión. Quien acude a este Sacramento con frecuencia, nunca le faltará la alegría del perdón y la ayuda divina para recomenzar el camino hacia Él. En el Sacramento de la Penitencia todo pecado puede ser perdonado: no importa el tamaño del pecado, ni la cantidad de pecados que se hayan cometido.
Alguien podría sorprenderse de que cualquier pecado, por grande que sea, puede ser perdonado por Dios. La razón es que la misericordia y el amor de Dios son infinitos, que sólo espera nuestro arrepentimiento para perdonarnos todo.
Hay unas palabras de Jesús en donde dice: “el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón, será reo de un pecado eterno” (Mc 3,29).
Ante estas palabras nos podríamos cuestionar: ¿En qué quedamos? ¿No decíamos que todo pecado se perdona? ¿Por qué no se puede perdonar dicho pecado? ¿En qué consiste?
Jesús les dice esas palabras a los fariseos, quienes, no obstante haber visto los milagros que Él realizaba, se obstinaban en no creerle.
El pecado contra el Espíritu Santo consiste en cerrar el corazón a la gracia, al perdón de Dios. No se perdona porque no hay arrepentimiento. La culpa es del pecador, y no de Dios que siempre está dispuesto a perdonar. Sucede como el que quisiera curarse negándose a tomar la medicina.
El Papa Juan Pablo II nos enseñaba que es muy grave este pecado porque se rechaza la Redención obrada por Jesucristo. Lo comete quien se encierra en su pecado, sin darle importancia (Dominum et vivificantem, n. 46). Se necesita humildad para reconocer que nuestra falta y pedirle su perdón. Pensemos en la gran alegría que recuperamos y en el gran bien que obtenemos al buscar el perdón de Dios.
Para vivir
Se oye decir en ocasiones: “Desde que se inventaron las disculpas, desaparecieron los culpables”. Y es que es muy fácil disculparse de las propias faltas.
El hombre puede cometer pecados, y algunos muy graves, pero si los reconozca, siempre habrá la esperanza de ser perdonados. Lo grave viene cuando se comienza a pensar que no hay tales pecados y se busca una disculpa para la mala conducta.
Dios ha dispuesto modos muy prácticos para obtener su perdón, por ejemplo, en el Sacramento de la Confesión. Quien acude a este Sacramento con frecuencia, nunca le faltará la alegría del perdón y la ayuda divina para recomenzar el camino hacia Él. En el Sacramento de la Penitencia todo pecado puede ser perdonado: no importa el tamaño del pecado, ni la cantidad de pecados que se hayan cometido.
Alguien podría sorprenderse de que cualquier pecado, por grande que sea, puede ser perdonado por Dios. La razón es que la misericordia y el amor de Dios son infinitos, que sólo espera nuestro arrepentimiento para perdonarnos todo.