Es bien conocida la férrea oposición de nuestros hermanos separados, los protestantes, en cuanto a la veneración de imágenes en el culto, confundida en sus conceptos teológicos con la adoración sólo debida a Dios Nuestro Señor.
Sin embargo, se trata de un error doctrinal, surgido de la aislada interpretación del texto bíblico del Éxodo en su capítulo 20, en el cual se ordena al pueblo judío “No te harás escultura ni imagen alguna ni de los que hay arriba en los cielos, ni de los que hay abajo de la tierra, ni de los que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hastal a tercera y cuarta generación de los que me odian”. Sólo 5 capítulos después, el propio Dios le pide a Moisés colocar las imágenes de 2 querubines en el Arca de la Antigua Alianza... y Dios Nuestro Señor no es contradictorio.
También fruto del análisis literal de la Sagrada Escritura, 700 años antes que Lutero, el emperador romano de Oriente, León el Isáurico, tras defender valerosamente la caída de Constantinopla en manos de los musulmanes, promulgó la llamada Eclega, ordenando la prohibición del culto a las imágenes y su destrucción, al considerar que se trata de idolatría. Este movimiento se denominó iconoclasta.
Más allá de la probable influencia de la doctrina judía y del propio Islam, esta determinación fue el punto de partida teológico para comenzar con la separación de las iglesias de Occidente y Oriente, dada la inflexibilidad de los Papas en el rechazo a la Eclega.
Es deseable remarcar que la veneración de las imágenes data de los primeros tiempos del cristianismo, excepto quizás aquellos de origen judío, atentos a los expresado antes sobre la ley mosaica. Así, se reprodujeron a lo largo de los siglos imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de los apóstoles y de los mártires. Esto permitió además el nacimiento del arte propiamente cristiano, por medio del cual a su vez se dio a conocer la Sagrada Escritura a los pueblos paganos.
El movimiento iconoclasta, dada la difusión de la veneración de las imágenes en el siglo VIII, fue rechazado por gran parte de la población y de muchos apologistas contemporáneos, los entonces llamados iconódulos. Estos teólogos fueron perseguidos durante años hasta que la emperatriz Irene restauró en 787 la veneración en función de lo resuelto en el II Concilio ecuménico de Nicea.
Allí se manifestó que la acusación dirigida a los iconódulos no tenía fundamento, dado que lo que ellos defendían con la veneración de las imágenes era el resaltar la naturaleza humana de Cristo y el profundo vínculo establecido por Dios entre el tiempo y la eternidad, sin que ello implicara menoscabar el sentido trascendental y único de Aquél, y menos aún, pretender crear un vínculo substancial con la imagen, circunstancia remarcada hasta nuestros días por la Iglesia Católica.
Sin embargo, existió una segunda etapa iconoclasta durante el reinado de León V, el Armenio (813-820), menos violenta que la primera y combatida por patriarcas de la talla de Nicéforo, san Germán y san Juan Damasceno. El siguiente soberano, Miguel II, debió soportar verdaderos estallidos populares contra sus ideas iconoclastas; su poder se debilitó lo suficiente para no poder evitar el avance islámico en el Mediterráneo, incluyendo la caída del Sur de Italia y de la isla de Creta.
Sólo con la llegada al poder de Teodora, regente del trono de Miguel III, se revocaron en forma definitiva las medidas iconoclastas, el 11 de marzo de 843, fecha aún conmemorada por las Iglesias de Oriente.