miércoles, 1 de abril de 2009

Inhumación, Incineración, Resurrección

Carta escrita por el Monseñor Francisco Gil Hellín, arzopispo de Burgos, en noviembre de 2008





Uno de nuestros grandes clásicos, Jorge Manrique, escribió estos versos inmortales a la muerte de su padre don Rodrigo: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/, que es el morir”. Jorge Manrique era un poeta profundamente creyente. Por eso, sus versos no son una elegía desgarrada y trágica sino un canto de fe cristiana. Están, sí, llenos de buen sentido y realismo, pero, a la vez, de esperanza, y son una llamada a vivir la vida desde la dimensión de la fe. Porque puede añadir: “Este mundo bueno fue/ si bien usásemos d'él/ como debemos/; porque, según nuestra fe/, es para ganar aquel/ que atendemos”.

Nada más lejos, por tanto, de la mente del poeta castellano que una consideración trágica de la existencia. Trágico sería considerar la vida como un río que no puede librarse de desembocar en el mar de la muerte para hundirse hasta el abismo y desaparecer. "Nacer para morir" y "morir para desaparecer": no cabe mayor tragedia. Pero pasar por este mundo para "ganar aquel que atendemos" es darle a la vida un horizonte de sentido y finalidad. O, si se prefiere, responder adecuadamente a los grandes interrogantes que anidan en todo corazón humano y que, más pronto o más tarde, afloran a la superficie y reclaman una respuesta convincente: "Por qué nacer, por qué vivir, por qué sufrir, por qué morir".

La fe cristiana -que profesaba Jorge Manrique y confesamos los que creemos hoy en Jesucristo- no quita dramatismo a la muerte ni hace que ésta deje de ser "el máximo enigma de la vida humana" (GS 18). Pero convierte este enigma en certeza de una vida sin fin, porque nos asegura que la muerte es el paso a la plenitud de la vida verdadera. Por eso, la Iglesia llama dies natalis (día del nacimiento) al día de la muerte de un cristiano verdadero. En este horizonte, la muerte no es el final desastroso de la existencia y la desaparición completa de un ser humano, sino prolongación de la vida en un estado nuevo. Lo dice muy bien la Liturgia de las exequias: "Porque la vida de los que en Tí creemos, Señor, no termina; se trasforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo".

De este modo, el "morir con Cristo", que comienza en el Bautismo, llega a su plenitud cuando morimos para resucitar con Cristo y ya nunca más volver a morir. "La Resurrección de la carne" nos da la clave para entender el sentido que tiene la muerte para los que creemos en Cristo. Gracias a nuestra fe en que resucitaremos, para nosotros la muerte es el paso a la Vida, abrir la ventana de una eternidad dichosa, cambiar de vestido pero no de ser, trocar la debilidad y el dolor en gozo rebosante. Esto explica que tratemos los cadáveres con tanto respeto y veneración: les vestimos, les rociamos con agua bendita, les incensamos, les depositamos en un lugar bendecido. Tradicionalmente los hemos depositado en la tierra de un Camposanto. Hoy, con frecuencia, los colocamos en un nicho o, quizás, en un panteón. La Iglesia prefiere que sigamos esta costumbre, aunque no prohíbe la incineración.

Pero lo esencial no es la incineración ni la inhumación. Lo que realmente cuenta es la fe en la resurrección. Tanto, que al difunto que manda quemar su cadáver porque no cree en ella, se ve obligada a privarle de sus exequias. La Resurrección llena también de consuelo el corazón humano, pues nos asegura que nuestros seres queridos siguen unidos a nosotros más allá de la muerte y están esperando encontrarnos de nuevo para ya nunca más separarnos. Por eso, cuando aderezamos o adornamos su tumba, cuando rezamos una oración o mandamos celebrar por ellos una misa, no caemos en un sentimentalismo bobalicón y superficial, sino que nos adentramos en el mundo fascinante de la comunión de los santos.