jueves, 1 de julio de 2010

Iglesia, Estado, Separación y Colaboración

Eminencia,Excelentísimos Señores Obispos,
Distinguidas Autoridades civiles,
Estimadísimos miembros del Cuerpo Diplomático, Consular y de las Organizaciones Internacionales,
Queridos sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas,
Hermanos y hermanas en el Señor:

Es con inmenso gusto y placer que me encuentro aquí esta noche, huésped del Eminentísimo Cardenal Ortega y Alamino, en esta bella Iglesia Catedral, casa de Dios, lugar de recogimiento y oración para todos los fieles habaneros. Siento el deber de agradecer a la Conferencia de los Obispos Católicos de Cuba la invitación que me ha hecho, junto con el Gobierno nacional, para visitar esta hermosa Isla con ocasión de la celebración de algunos eventos,
que felizmente coinciden: la X Semana Social de los fieles católicos; el septuagésimo quinto aniversario del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre la República de Cuba y la Santa Sede y, finalmente, el V Aniversario del Pontificado de Su Santidad Benedicto XVI que en este País se suele conmemorar el 24 de abril pero que, este año, hemos postergado un poco para darle mayor relieve y vivirla como momento espiritual que aglutina y da sentido a todos los demás acontecimientos de estos días.

Es encomiable que un sector del laicado católico cubano dedique tiempo para reunirse en la Semana Social, que se clausurará pasado mañana, a fin de estudiar, profundizar y debatir sobre el rol que, desde la perspectiva cristiana, le compete a cada ciudadano en el desarrollo del País. La Iglesia católica tiene una larguísima tradición en el campo social: el apoyo a los más desfavorecidos, el cuidado de los ancianos, y la asistencia espiritual y médica. No han faltado preclaras figuras de santos que han entregado sus vidas a estos altos ideales. Pienso, por ejemplo, en un testigo de la caridad que ha quedado grabado muy hondamente en el corazón de cada cubano: el Padre José Olallo Valdéz, religioso de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, nacido en La Habana en 1820, fallecido en 1889 y beatificado en Camagüey el 29 de noviembre de 2008. La virtud de la caridad, que es el auténtico amor cristiano, fue vivida por él de modo audaz, creativo y sin límites. Pasó casi toda su vida trabajando en un hospital, asistiendo a enfermos y necesitados. Con gran probabilidad, el ejemplo de este humilde fraile también haya contribuido a alimentar en la sociedad cubana la sensibilidad hacia el estudio de las ciencias galénicas y la formación de médicos tan apreciados en todo el mundo. De todo corazón, deseo a los organizadores y participantes en esta X Semana Social que sus esfuerzos produzcan abundantes frutos.

Decíamos que la otra razón que me ha traído aquí es el festejo de los 75 años de relaciones diplomáticas ininterrumpidas entre Cuba y la Santa Sede, sin olvidar que ya desde poco después de la Independencia hubo en la Isla un Delegado Apostólico enviado por el Papa. La Santa Sede mantiene esta misma clase de relaciones con la gran mayoría de los Países no sólo por razones históricas sino también para hacer realidad lo que el Concilio Ecuménico Vaticano II afirma en la Constitución Apostólica Gaudium et Spes a propósito de la relación entre la Iglesia y el Estado: "La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo" (GS 76). Es obvio, por lo tanto, que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y un Estado son un instrumento privilegiado para que esta cooperación sea posible de manera ordenada y fluida, se mantenga en el máximo nivel posible, progrese y pueda hacer frente a las multiformes problemáticas que, siempre nuevas, surgen cada día en nuestras sociedades. Con los altibajos propios de la historia, después de 75 años, hoy estamos aquí para celebrar lo bueno que hasta ahora se ha podido alcanzar juntos, convencidos de que mucho más nos queda por hacer. 

Pero no existirían las Semanas Sociales, los laicos comprometidos ni las relaciones diplomáticas con la Santa Sede si no existiera la Iglesia, nacida del costado abierto de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, para la salvación del género humano y entregada al pastoreo universal de San Pedro y de sus Sucesores. La relación entre el Papa y la Iglesia es algo especial, algo distinto respecto a lo que sucede en cualquier Diócesis del mundo. Quien está sentado en la Cátedra de Pedro no sólo tiene a su cargo el gobierno pastoral de la Iglesia particular de Roma, sino que, por divina voluntad, es el símbolo y la fuente de la unidad de la Iglesia universal. 

Lo acabamos de escuchar en el Evangelio según San Mateo. Son palabras muy sencillas, pero a la vez muy solemnes, que hemos aprendido desde nuestra niñez y que no dejan de sorprendernos y maravillarnos. Jesús decide libremente confiar su grey a uno de sus Apóstoles para que la cuide y la oriente: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Según nos relatan las Escrituras, Pedro no parece sobresalir por especiales virtudes respecto a los demás Apóstoles; es más, es él el que también negó tres veces al Maestro después de su arresto; pero es él y no otro el que recibe tamaña responsabilidad. Desde entonces, cuántos Papas se han sucedido, cada uno con su particular personalidad, con sus debilidades humanas y sus grandes logros, pero todos fieles al mandato de regentar la Iglesia de Cristo, de presidir y servir en la Caridad a todos los bautizados. 

Los Pontífices podrían parecer personas inalcanzables, soberanos frente a los cuales toda cabeza tiene que agacharse. Pero, ¿qué fue lo que dijo Benedicto XVI al asomarse al balcón de la Basílica de San Pedro el día de su elección? Pidió oraciones por él al considerarse un humilde servidor en la viña del Señor. Él sabe que no es el dueño de la viña sino aquel a quien la viña ha sido entregada y que, desde aquel momento, tiene que trabajar intensamente para que la misma se mantenga en su mejor condición, y siga dando frutos abundantes y sabrosos cada otoño. 

A nosotros nos corresponde hacer sentir al Papa nuestra cercanía y nuestra voluntad de colaborar con él a fin que la Iglesia, nuestra madre, siga siendo "un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando" (así como nos hace rezar la plegaria eucarística V/b). Los cubanos ya han dado testimonio de esta cercanía en 1998, cuando acogieron con cariño deslumbrante al amadísimo Juan Pablo II, de feliz memoria. 

Somos conscientes de ser distintos los unos de los otros, de ser expresión y fruto de diferentes culturas, de cultivar las más diversas costumbres, ideas y sensibilidades; pero sabemos que, en cuanto bautizados, formamos parte de una misma familia, unidos por el mismo amor de Dios. La unidad y la catolicidad (o sea la universalidad), que califican a la Iglesia, y que son aseguradas por el Romano Pontífice, no se contraponen sino que hacen posible el axioma e pluribus unum sit: o sea, llegar a ser una cosa sola desde muchas realidades y experiencias. Este continuo y fatigante trabajo de síntesis es propio del Sucesor del Pescador de Galilea a lo largo de la historia. 

Con esta linda y significativa imagen del pescador quiero ir terminando mis reflexiones de esta noche y, para hacerlo, me parece adecuado volver con la memoria a la Misa solemne del 24 de abril de 2005, cuando el Papa reinante inauguró su pontificado. En aquella ocasión, Benedicto XVI quiso resaltar, entre otros símbolos de su alto cargo, el del Anillo del Pescador que desde aquella fecha lleva en su dedo. Se trata de un anillo que evoca el episodio en el cual Jesús le confía a Pedro la misión, asegurándolo con estas palabras: "No temas, desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 1.11). ¿Qué sentido tiene esta curiosa expresión? ¿Cómo puede un hombre ser pescador de otros hombres? Para un pueblo isleño como el cubano, es fácil saber qué es un pescador y cuál es su tarea: sacar peces del mar para que sirvan de sustento. El Papa, apelándose a la antigua sabiduría de los Padres de la Iglesia, afirmó que: "para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital a fin de convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera". 

¡Qué grande fuerza hay en este simbolismo! ¿Quién de nosotros no ha pasado por momentos de angustia, de agobio, hasta de desesperación a lo largo de su vida, en los cuales nos sentimos inexorablemente ahogar en las aguas saladas de un inmenso mar al que hemos sido tirados? Queremos salir de estas aguas mortíferas, queremos volver a respirar aire fresco. Sólo hay una posibilidad: que alguien nos eche una red y que nosotros, al divisar una posible oportunidad de rescate, luchemos con todas nuestras fuerzas para alcanzarla, quedar atrapados en ella y dejarnos sacar. ¡Qué nunca disminuya en nosotros la fuerza para agarrarnos a esta red de salvación que Dios, a través de Su Vicario en la tierra, no se cansa de echar!










Monseñor Dominique Mamberti
Secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados
La Habana, 17 de junio de 2010