En una edición anterior hemos intentado en forma sinóptica explicar esa maravilla molecular que es el ADN. El citado ácido desoxirribonucleico es el transportador de la información necesaria para los seres vivos. En cada una de nuestras células, específicamente en el núcleo, el ADN se encuentra extraordinariamente compactado en estructuras llamadas cromosomas, las cuales se ven al microscopio como cromatina.
Un fibroblasto, típica célula de nuestro organismo. Se observa el núcleo con su cromatina (ADN compactado). El tamaño real de la célula es de 0.01 mm (10 µm)
Sin embargo, en casi todas de las células de nuestro organismo, existe una segunda estructura que contiene su propio ADN. Se trata de una pequeña «organela» denominada mitocondria, formación de menos de 1 µm de largo. Por medio de un proceso complejo llamado fosforilación oxidativa, que escapa a los objetivos concretos de este artículo, las mitocondrias se encargan de generar energía para nuestro metabolismo, aprovechando para ello el oxígeno que respiramos.
Una mitocondria dentro del mismo fibroblasto. Su tamaño real es de 0.5 µm (en un milímetro entrarían 2000 mitocondrias alineadas)
Son 3 los tipos celulares de nuestro organismo que no tienen mitocondrias: los glóbulos rojos, las plaquetas (ambas son células de la sangre que carecen de núcleo) y los espermatozoides. Esto nos permite deducir que heredamos la totalidad de nuestras mitocondrias a partir de nuestras madres, ya que sólo están presentes en el óvulo al momento de la concepción.
Por simple inferencia, si en función de los conocimientos actuales pudiéramos estudiar el ADN mitocondrial, sería sencillo realizar un verdadero árbol genealógico a nivel molecular y rastrear el origen de la especie humana, hasta toparnos con Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gen 3,20). Intentando una analogía, el mecanismo de búsqueda se asemejaría a trazar una genealogía familiar en función del apellido, con la evidente diferencia de la trasmisión matriarcal (ADN mitocondrial) en un caso y la patriarcal (apellido) en el otro.
Es cierto que, siguiendo la misma analogía, así como un apellido puede «extinguirse» en nuestra cultura en el caso de descendientes exclusivamente femeninos, cabría esperarse algo similar en el caso del ADN mitocondrial y descendientes puramente masculinos. De hecho, en poblados pequeños de nuestra América Latina, es común ver que casi toda la población comparte un mismo apellido, lo cual podría explicarse por la existencia de una pareja única originaria, o bien por un puñado mínimo de parejas originarias de las cuales algunos apellidos se han extinguido.
Por otra parte, existe una dificultad adicional en el estudio del ADN mitocondrial. Al igual que el ADN nuclear o cromosómico, la molécula puede sufrir mutaciones. Una mutación, en términos prácticos, es un cambio de una base nitrogenada (A-T-C-G del que hablábamos en nuestro artículo anterior) por otra de las bases, modificando el contenido de la información.
Si bien la mayoría de los científicos presume que las mutaciones son fruto del azar, se ha demostrado la existencia de un valor relativamente «fijo» de mutaciones del ADN mitocondrial por año. Ese rango de mutaciones estables se ha denominado técnicamente reloj molecular, el cual es enormemente difícil de «calibrar».
Sin ir más lejos, un estudio publicado en la prestigiosa Nature Genetics allá por 1997, reveló una tasa de mutaciones cercana a una cada 33 generaciones, hecho éste completamente dispar en relación a los análisis tradicionales. Los propios autores (miembros, entre otros, del Laboratorio de Identificación de ADN de las Fuerzas de Seguridad de Estados Unidos y del Servicio de Ciencias Forenses británico) concluyeron que el hallazgo tenía enormes implicancias para la llamada «evolución» humana.
En la no menos sólida y prestigiosa Science, un año después, se describían los resultados de pericias de ADN mitocondrial de los restos mortales de los Romanov (la última dinastía de zares del Imperio Ruso, fusilados durante la Revolución Soviética), brindando en base a cálculos una tasa de mutaciones similar (una cada 25 a 40 generaciones, o bien una cada 500 a 800 años). Según estos hallazgos, mediante extrapolación de los datos, el propio artículo propone que la primera humana, de quien hemos heredado nuestras mitocondrias (Eva, para nosotros) habría vivido hace sólo 6000 ó 6500 años.
Resulta impactante percibir la contundente asociación entre esa fecha probable y la ofrecida en el Pentateuco, específicamente en el Génesis. Por otra parte, es de destacar que los primeros registros históricos de nuestra especie, los correspondientes a las ancestrales civilizaciones mesopotámicas, datan de esa misma época.
Estos hallazgos chocan con la asunción tradicional de que el Homo sapiens existe desde hace 100 a 200 mil años... pero que sólo ha dejado evidencia de desarrollo cultural e historicidad (esto es, de registros escritos) desde hace pobres sesenta siglos. Si esta hipótesis fuera cierta, durante al menos el 94% de nuestra existencia en la Tierra los humanos habríamos vividos en el más absoluto primitivismo, sin escritura, sin domesticar animales, sin sembrar cultivos, sin sepultar a los muertos, sin crear herramientas y sin utilizar la rueda hasta el denominado Neolítico.
Se destaca que, una vez más, los hallazgos científicos modernos, y muy en especial la biología molecular, representan un grosero obstáculo a la hipótesis de la evolución y nos acercan en forma progresiva a la (lamentablemente) perdida concepción de un origen monogénico de la especie humana, a partir de una única pareja originaria.
Eva y la Serpiente (grabado de la Biblia pauperum, 1440 dJC)
«Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres.» (Jn 8, 31-32)
«Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres.» (Jn 8, 31-32)