El hombre moderno ha perdido tanto la conciencia del mal como la capacidad de reconocer la habilidad del Maligno para hacernos creer que no existe. Si bien es imposible no advertir la fuerte presencia de los ángeles caídos en nuestro mundo de todos los días, existen casos donde esa influencia llega al absoluto extremo de la posesión diabólica.
Lejos de ser un mito primitivo, este tipo de acción de los demonios es real y concreto, siendo la Iglesia Católica la depositaria de la capacidad de expulsarlos de acuerdo con el mandamiento directo de Nuestro Señor Jesucristo.
A título de ejemplo, reproducimos a continuación el artículo publicado por el periódico secular El Mundo de Madrid, el domingo 22 de septiembre de 2002, redactada por el periodista José Manuel Vidal, versado en temas religiosos (la nota original es accesible desde aquí).
–«Hic est dies» (éste es el día), dice el exorcista con el crucifijo en la mano.
–No, responde una voz ronca de hombre que sale de la garganta de la posesa, una preciosa chica de 20 años.
–«Exi nunc, Zabulon», (sal ahora, Zabulón), repite el sacerdote.
–No.
– ¿Por qué no quieres salir?
–Para servir de testimonio.
– ¿De testimonio de qué?
–De que Satanás existe.
Se corta la tensión en el ambiente penumbroso de la capilla. Satán luchando contra Dios. Una batalla a la que asisto atónito y en primera fila por primera vez en mi vida. «Esta debe de ser la razón por la que me invitó a presenciar el exorcismo. El diablo quiere publicidad», pienso en medio del shock. Mi mente gira a toda velocidad. Estamos en el clímax de un ritual que, hasta ahora, no encajaba en mis esquemas. Y eso que en el seminario los curas siguieron alimentando mi miedo infantil al Maligno, siempre dispuesto a tomar posesión de un alma. Después del Concilio Vaticano II, el dogma de la existencia del diablo pasó a ser una «parte vergonzosa de la doctrina» y, como tantos otros católicos, también yo prescindí de ella.
El exorcista, José Antonio Fortea, párroco de Nuestra Señora de Zulema, está exhausto. Y eso que sólo tiene 33 años. Pero lleva ya más de una hora luchando, crucifijo en ristre, contra Satanás. Marta (nombre ficticio de la posesa), en cambio, se encuentra tan fresca como al principio y no deja de rugir, bufar, revolverse y agitar su cuerpo como un resorte. Con una fuerza inusitada para una chica de 20 años, más bien menudita y de rasgos dulces. Son las 12,30 de la mañana de un día cualquiera y llevo hora y media presenciando un exorcismo.
Un par de días antes, recibí en mi móvil una llamada especial. Especial no por ser de un cura (recibo muchas), sino por ser de un exorcista católico (hay un par de ellos en España) que suelen mantenerse muy alejados de los periodistas. Quiere invitarme a presenciar un exorcismo. Me quedé de piedra. Asistir a un exorcismo oficiado por un sacerdote autorizado por el Vaticano es un auténtico caramelo para alguien especializado en información religiosa. Hasta ese momento y a pesar de llevar más de 20 años en la profesión, lo único que había conseguido fue entrevistar al exorcista oficial de Roma, el padre Gabriel Amorth. Ya entonces, al dedicarme su libro había escrito: «A José Manuel, con mi gratitud y con la advertencia de no tener jamás miedo del diablo».
Confieso que por miedo decidí devolverle la llamada al padre Fortea y pedirle que dejase venir conmigo a un compañero de la agencia EFE, también especialista en información religiosa. Aceptó. Nerviosos, el día señalado nos desplazamos en coche hasta la diócesis de Alcalá. Era un día radiante. Llegamos a la parroquia con mucha antelación. Cuestión de prepararse psicológicamente. Por el camino, bromitas y nervios. El exorcista nos había citado en su parroquia, una iglesia moderna, de ladrillo rojo, situada entre pinos. El interior, sencillo y limpio. Con un retablo y una gran cruz en medio. En un lateral, la pila del agua bendita con una inscripción: «El agua bendita aleja la tentación del demonio».
A las 10,30, el exorcista sale del templo y viene a nuestro encuentro. Es alto y delgado. Lleva gafas y una barbita bien recortada. Su aspecto impone. Quizá, por relacionarlo con su profesión de echador de demonios. Embutido en una sotana de un negro inmaculado, su tez blanquecina y su frente despoblada todavía resaltan más. Nos invita a dar un paseo para ponernos en antecedentes del caso.
«No soy ningún showman ni quiero publicidad. Si estáis aquí es porque os necesito para liberar a la chica. Tendréis que ser muy prudentes. No podréis dar pista alguna que permita la identificación ni de la muchacha ni de su madre. Preferiría que tampoco me nombraseis a mí, pero acepto ese sacrificio en aras de una mayor credibilidad. Pero sólo Dios sabe lo que me cuesta y los problemas que me puede acarrear. Y no tengáis miedo. A vosotros no os pasará nada». Insiste en la seriedad del tema. Asegura que en el Antiguo Testamento aparece 18 veces la palabra Satán. Y en el Nuevo Testamento, 35 veces la palabra diablo y 21 la palabra demonio. El propio Jesús hizo muchos exorcismos o lo que los Evangelios llaman «expulsar demonios».
Fortea recuerda también que Juan Pablo II ha realizado al menos tres exorcismos reconocidos y advierte que la creencia en el diablo constituye uno de los pocos rasgos comunes a la práctica totalidad de las religiones. «Es el punto ecuménico por excelencia». Aprovecha para hacer un pequeño repaso por las distintas religiones y épocas históricas y las diversas teorías. Sigo mostrándome incrédulo. Me da la sensación de que trata de condicionarnos buscando justificaciones en la Historia.
Para hacerlo aterrizar en lo concreto, le preguntamos detalles del caso. Nos cuenta que se trata de una chica poseída por siete demonios. Que ya expulsó a seis, pero que el último se resiste. «Se llama Zabulón, es un diablo casi mudo pero muy inteligente. Su nombre ya sale en la Biblia. Siempre queda el jefe para el final. Llevo ya 16 sesiones y todavía no he conseguido expulsarlo, cuando en los casos más normales, basta con dos o tres». No quiere dar más detalles de la endemoniada. Sólo dice que vendrá acompañada por su madre, «que es una santa», y que la posesión se debió a un hechizo que le hizo una compañera de instituto, a los 16 años. «En una de las primeras sesiones le pregunté cómo había entrado y me respondió un nombre que yo no conocía. Su madre me dijo que era una compañera de clase, que había invocado a Satán para hacer un hechizo de muerte contra ella. Y de hecho, primero estuvo gravísima y a punto de morir. Una vez que sanó, comenzaron los fenómenos raros».
Desde entonces, su madre empieza a detectar cosas raras en su hija: muebles que se mueven, objetos que se rompen y, sobre todo, una inquina especial hacia los objetos religiosos, cuando era de misa dominical. Hasta que un día, de noche, oye ruidos extraños, se levanta y, cuando abre la puerta de la habitación de su hija, la ve sobre la cama, levitando.
Como no quiere perder a su única hija, comienza a buscar remedios. Habla con el párroco, que la remite a dos famosos psiquiatras. Pero ambos diagnostican que la chica es absolutamente normal. Ninguna explicación científica para los constantes dolores de cabeza que torturan a su hija. Y entonces, María (nombre ficticio de la madre), a sus 60 años, se lanza a la búsqueda de un exorcista. Recorre casi todas las diócesis españolas. Ningún obispo quiere saber nada de su caso. Está ya dispuesta a trasladarse con ella a Italia a ver al padre Amorth, cuando le hablan de un exorcista español que acaba de salir en la tele porque ha publicado un libro, Demoniacum, sobre los exorcismos.
En ese instante vemos llegar un taxi. «Son ellas», dice Fortea. María, la madre, es pequeña, delgada. Su mirada es todo dolor: «Creo en Dios y sé que, tarde o temprano, liberará a mi hija de las garras de Zabulón. Llevo cinco años de calvario. No lo sabe nadie de mi familia. Ni mis hermanos», confiesa. María es viuda y, cada vez que se desplaza desde su casa a la cita con el exorcista (prácticamente, una sesión por semana), tiene que inventarse alguna excusa. «No lo entenderían y no quiero que mi hija quede marcada para siempre».
Para hacerlo aterrizar en lo concreto, le preguntamos detalles del caso. Nos cuenta que se trata de una chica poseída por siete demonios. Que ya expulsó a seis, pero que el último se resiste. «Se llama Zabulón, es un diablo casi mudo pero muy inteligente. Su nombre ya sale en la Biblia. Siempre queda el jefe para el final. Llevo ya 16 sesiones y todavía no he conseguido expulsarlo, cuando en los casos más normales, basta con dos o tres». No quiere dar más detalles de la endemoniada. Sólo dice que vendrá acompañada por su madre, «que es una santa», y que la posesión se debió a un hechizo que le hizo una compañera de instituto, a los 16 años. «En una de las primeras sesiones le pregunté cómo había entrado y me respondió un nombre que yo no conocía. Su madre me dijo que era una compañera de clase, que había invocado a Satán para hacer un hechizo de muerte contra ella. Y de hecho, primero estuvo gravísima y a punto de morir. Una vez que sanó, comenzaron los fenómenos raros».
Desde entonces, su madre empieza a detectar cosas raras en su hija: muebles que se mueven, objetos que se rompen y, sobre todo, una inquina especial hacia los objetos religiosos, cuando era de misa dominical. Hasta que un día, de noche, oye ruidos extraños, se levanta y, cuando abre la puerta de la habitación de su hija, la ve sobre la cama, levitando.
Como no quiere perder a su única hija, comienza a buscar remedios. Habla con el párroco, que la remite a dos famosos psiquiatras. Pero ambos diagnostican que la chica es absolutamente normal. Ninguna explicación científica para los constantes dolores de cabeza que torturan a su hija. Y entonces, María (nombre ficticio de la madre), a sus 60 años, se lanza a la búsqueda de un exorcista. Recorre casi todas las diócesis españolas. Ningún obispo quiere saber nada de su caso. Está ya dispuesta a trasladarse con ella a Italia a ver al padre Amorth, cuando le hablan de un exorcista español que acaba de salir en la tele porque ha publicado un libro, Demoniacum, sobre los exorcismos.
En ese instante vemos llegar un taxi. «Son ellas», dice Fortea. María, la madre, es pequeña, delgada. Su mirada es todo dolor: «Creo en Dios y sé que, tarde o temprano, liberará a mi hija de las garras de Zabulón. Llevo cinco años de calvario. No lo sabe nadie de mi familia. Ni mis hermanos», confiesa. María es viuda y, cada vez que se desplaza desde su casa a la cita con el exorcista (prácticamente, una sesión por semana), tiene que inventarse alguna excusa. «No lo entenderían y no quiero que mi hija quede marcada para siempre».
A su lado, Marta sonríe tímidamente. Pequeña, de grandes ojos negros, un poco tristes, tiene la cara picada de una mala adolescencia. Pelo negro, recogido en una coleta. Los labios gruesos y sin pintar, aunque contraídos en una mueca casi de dolor. Lleva unos vaqueros, un niqui azul cielo de manga corta y cuello alto y unos zapatos negros. Es guapa. Sus ojos llaman la atención, pero más que timidez desprenden miedo, mucho miedo. Me parece una chica de lo más normal que, nos cuenta, estudia Matemáticas en la Universidad. «Es imposible que esté poseída», pienso para mis adentros.
El padre Fortea abre la capilla, en los bajos de su parroquia donde dice misa a diario, y vuelve a cerrar con llave por dentro. Es pequeña, acogedora. Dentro, penumbra y silencio absoluto. Fuera, un sol radiante. El exorcista pide ayuda para transportar una colchoneta forrada de plástico verde, grande y pesada, para colocarla al pie del altar. La capilla, rectangular, tendrá unos 25 metros cuadrados. Sin ventanas. En el centro, un altar enorme. Encima un mantel blanco y seis velas encendidas, amén de una gran Cruz de Trinidad, apenas iluminada por la luz mortecina de un halógeno. Al fondo, la imagen de un Pantocrátor iluminado y el Santísimo. En un lateral, una imagen de la Virgen con el Niño en brazos.
Nada más entrar en la capilla, madre e hija se preparan para el rito. Marta se pone unos calcetines blancos, mientras su madre saca del bolso un rosario, un crucifijo de unos 15 centímetros y una postal de la Virgen de Fátima, y los coloca al lado de la colchoneta. Trato de registrar el más mínimo detalle en mi mente. Sigo pensando que asisto a un montaje. Marta se recuesta en la colchoneta boca arriba, mirando a la cruz. María se arrodilla a su lado, una postura que no abandonará durante las siguientes dos horas y media. El padre Fortea reza un rato de rodillas, se quita la sotana, bebe agua y se sitúa sobre el extremo de la colchoneta más alejado del altar.
Presiento que el rito va a comenzar. Me siento, expectante, en el banco. El exorcista extiende su mano derecha y la impone sobre el rostro de la joven, sin tocarla. Luego, cierra los ojos, agacha la cabeza y susurra varias veces una plegaria ininteligible. Un alarido desgarrador, el primero, rompe el silencio de la capilla, penetra en mi alma y me pone la carne de gallina. No es humano. Es un chillido sobrecogedor y profundo el que sale de la garganta de Marta. Pero no puede ser ella. No es su tono de voz. Es ronco y masculino. El padre Fortea sigue rezando y los rugidos se suceden. Poco a poco, el cuerpo de la joven se estremece vivamente. Su cabeza se mueve de un lado a otro con lentitud al principio, con inusitada rapidez después.
Ante la salmodia del exorcista, la joven gime y se retuerce sin parar. Al instante, el gemido se convierte en rugido desgarrador, altísimo, furioso. El exorcista acaba de colocar el crucifijo sobre su vientre y entre sus pechos, mientras la rocía con agua bendita. Patalea con tanta furia que el crucifijo se cae y la madre lo recoge una y otra vez y se lo vuelve a colocar de nuevo, mientras le acerca el rosario que Marta arroja a lo lejos, con furia. Parece tranquilizarse un poco pero, inmediatamente, vuelve a rugir. No hay un momento de respiro. El padre Fortea acaba de invocar a san Jorge y, al oírlo, la joven grita, bufa, pone los ojos totalmente en blanco, arquea el cuerpo y se levanta toda entera un palmo de la colchoneta. No doy crédito.
–Besa el crucifijo, dice el exorcista.
–No.
–Jesús es Rey.
–Assididididaj.
–Secuaz de Satanás, estás en tinieblas.
–Assididididaj
–Estás haciendo mucho bien. Por tu culpa, mucha gente va a creer en Dios.
–No.
–Sal, Zabulón, te lo ordeno en nombre de Cristo. Te espera la condenación eterna. No hay salvación para tí.
Mientras el padre Fortea sigue conminando a Zabulón, las manos de la joven se han ido transformando. Son como garras. El exorcista arrecia sus plegarias y sus exhortaciones: «Hoy es el día. Sal, Zabulón. Sal de esta criatura en nombre de Dios». La joven se desata en temblores. Los gritos se elevan hasta el espanto. Y con voz ronca dice: «Asesinos». Es entonces cuando el padre Fortea le pregunta por qué no sale y Zabulón le contesta: «Para que la gente crea en Satanás».
Agotado, tras hora y media de lucha, el exorcista se levanta y sale de la capilla. Esto no puede ser una impostura ni un montaje. Hay que tener muchas agallas para dedicarse a esto. Y menos mal que los casos de posesión, según cuenta después el padre Fortea, son muy pocos. Él lleva cinco años ejerciendo y sólo ha tenido cuatro en España. Pero, mientras preparaba su tesis, asistió a otros 13 exorcismos. Se nota que tiene práctica: manda, templa, insiste y, con voz suave pero enérgica, tortura al diablo sin piedad. Con lo que más le duele. Siempre en nombre de Dios. No parece tener miedo alguno. Y eso que ya sabe lo que es ser atacado por Satanás. Una vez, en un exorcismo, dice que el diablo le hizo sentir la misma sensación y el mismo dolor que el que lleva un puñal clavado en el brazo.
Fortea sale de la capilla y mi corazón se acelera, pensando qué puede ocurrir ahora sin la presencia tranquilizadora del exorcista. Pero no pasa nada. O sí. María, la madre, toma las riendas del rito y comienza a repetir las mismas o parecidas frases del exorcista. Con calma, pero con decisión, parece no dirigirse a su hija, sino al Maligno que la posee:
–En nombre de Cristo te ordeno que salir.
–No.
–Abre los ojos y mira a la Virgen, le increpa mientras pone a su vista una postal de la Virgen de Fátima. Pero, por toda respuesta, obtiene un bufido. Entonces coge el crucifijo.
–Es tu Creador, ¿lo ves?
–Sí, dice la voz de ultratumba acompañada de rugidos y bufidos constantes.
–Míralo, Zabulón, no te resistas. Sabes que es tu día y tu hora. Ha llegado tu día y tu hora.
–Noooo...
– ¿Por qué te resistes?
–Estoy harto. Ya te lo dije muchas veces.
–Di a esos señores por qué no te vas.
–Uhhhh.
–Díselo claramente.
–No quiero.
–Díselo en nombre de Cristo.
–Para que crean en Satanás.
–San Jorge, ven. San Jorge, ven. Ven, san Jorge. Sal de ella, san Jorge.
La posesa se detiene un segundo, sonríe y dice, con sorna:
–Sal, san Jorge...
Captura al vuelo el error de la improvisada exorcista y lo mismo hará, un rato después, con una pequeña equivocación del padre Fortea. Pero María no se da por vencida. Es una auténtica Dolorosa al pie de la cruz de su hija poseída. Me da tanta pena que también yo me arrodillo y, entre lágrimas, suplico a Dios (por lo bajo, no me atrevo a intervenir más directamente) que, por lo que más quiera, libere a Marta. Mi compañero hace lo mismo. Hacía tiempo que no rezaba con tanto fervor.
Entonces entra de nuevo el exorcista, toma una cajita con hostias consagradas del sagrario y se coloca delante de la joven:
–Mira al Rey de Reyes y arrodíllate ante Él.
–No.
–Siervo desobediente y rebelde, arrodíllate, repite el padre Fortea, mientras exhibe la hostia consagrada.
–Asesino, déjame.
–San Jorge, haz que se arrodille.
Y como un resorte, ante la mención de san Jorge, la posesa se arrodilla y el padre Fortea le hace abrir la boca para que reciba la Sagrada Comunión. Y continúa torturando al diablo que anida en Marta. Tras darle la comunión, toma una Biblia y recita el Apocalipsis: «Entonces el diablo fue arrojado a la lengua de fuego y azufre... allí será atormentado día y noche por los siglos de los siglos». Y hace repetir al diablo frase por frase.
–Repite: Cuánto más me hubiera valido seguir a la luz.
–Cuánto-más-me-hubiera-valido-seguir-a-la-luz, repite a regañadientes y arrastrando cada palabra.
Y así durante un buen rato. El exorcista parece un maestro que enseña a un niño rebelde, que repite a la fuerza, entre bufidos y alaridos, frases como éstas: «Señor, tú eres Rey. Yo soy tu criatura. Nada escapa a tu poder. Eres el Alfa y Omega...»
–Ya no más. Me estoy cansando, gruñe.
Pero el padre Fortea arrecia en su acoso, toma un banquito y se sienta ante la posesa con un crucifijo en la mano. «Hic est dies», repite con fuerza. Por un momento, creo que lo va a conseguir.
–Cuanto más tardes en salir, más gente creerá en Dios. Eres un predicador de Dios. Acércate, siéntate y besa a Cristo crucificado. Dale un beso de respeto y homenaje.
Como zombi, Marta se sienta y se acerca a la cruz. Tiene los ojos en blanco y echa espumarajos por la boca, pero besa el crucifijo. Entonces Fortea la toma suavemente por un brazo, le hace levantar y la obliga a recorrer la capilla y besar a la Virgen y al Sagrario.
–Aquí está Dios. Repite siete veces: Iesus, lux mundi. La posesa repite, pero al terminar le lanza una mirada como de fuego y le dice:
–Asesino, déjame, no puedo más. Pero el exorcista continúa un buen rato.
Ha pasado otra hora. Fortea se toma un respiro. «Ahora usted», le dice a la madre. Y sale de la capilla. Y María se inclina sobre su hija y comienza a increpar a Zabulón:
–Tienes que dejar esta criatura. Por la sangre de Cristo, déjala ya. Sus ángeles están con ella. Vienen los tres arcángeles. La Virgen te va a aplastar la cabeza...
Zabulón sigue bufando y retorciéndose, pero no parece que esté dispuesto a irse. Al rato entra de nuevo el padre Fortea:
– ¿No temes la sentencia de Dios?
–Sé cual es, grita desgarrada.
El padre Fortea mira a la madre: «No se va a ir. Dejémoslo por hoy». Se levanta y se va. Los gritos se detienen en seco. Noto cierta decepción en el rostro de María. Me da la sensación de que esperaba que fuese hoy. Ha pasado casi tres horas de rodillas, pero en su cara no hay signos de cansancio, sólo de cierta desilusión. Recoge con paciencia la estampa de la Virgen y el crucifijo y sale de la capilla. Mi compañero y yo nos quedamos solos con la endemoniada. Unos segundos que se hacen eternos. Nos hemos quedado pegados al banco, sin respiración. De pronto, se vuelve hacia nosotros, abre los ojos (que ha mantenido en blanco durante tres horas) y nos lanza una mirada que no olvidaré mientras viva. Sus ojos son de otro mundo. Nunca vi algo así en mi vida. Al instante, la mirada vuelve a ser la de Marta, que nos sonríe, se levanta con tranquilidad, se sienta en el banco y se quita los calcetines blancos que dobla con sumo cuidado. Noto que apenas suda, a pesar de las tres horas de ejercicio continuo. Se pone los pendientes y nos vuelve a sonreír.
– ¿Cómo éstas?
–Cansada
– ¿Sabes lo que ha ocurrido?
–No, no recuerdo. Y mientras nos habla, toma la estampa y el crucifijo, a los que hace un rato tanto odiaba, y los besa con cariño.
– ¿Te duele la garganta?
–No.
Y su voz es tan suave como cuando llegó. Nadie diría que por esa misma garganta salieron aullidos durante tres horas.
– ¿Sabes por qué estás aquí?
–Sí, eso lo sé. Sé que tengo...
No termina la frase. Respetamos su silencio. Salimos y nos sentamos en un salón contiguo los cinco. Marta está tranquila. Vuelve a ser la chiquilla tímida de antes. «Todas las noches», nos cuenta María, «antes de acostarme cojo el crucifijo, del que nunca me separo, y bendigo mi habitación: «En nombre de Dios, malos espíritus salid de esta habitación. Y ella, antes de acostarse, siempre me pregunta: "¿Mamá, has bendecido la habitación?"» Pero aún así pasa miedo. Como cuando las manos de su hija se convirtieron en garras al tocar la cruz o cuando la persigue con los dedos abiertos, en forma de cuernos, para clavárselos en los ojos. «Siempre amenazas que, afortunadamente, nunca cumple».
Y antes de despedirse, repite una súplica: «Que se conciencien la gente y los obispos. Que haya muchos más exorcistas». Abraza a su hija, se suben las dos al coche del padre Fortea y se van. Marta se vuelve y nos mira. Sus ojos son el grito de angustia del esclavo encadenado. El padre Fortea queda en llamarme cuando se produzca la liberación definitiva.
Rezo por Marta y por su madre. Lo que vi no es un montaje.