viernes, 1 de mayo de 2009

El Dengue

El dengue ingresó a América Latina probablemente a fines del siglo XVIII, como consecuencia del tráfico de esclavos. De hecho, la etimología del nombre de la enfermedad procede de la expresión «ki denga kepo», que significa gran molestia. El vector, el mosquito Aedes aegypti, fue identificado por primera vez en nuestro continente en 1906.

De todos modos, no fue hasta mediados del siglo XX que investigadores de la talla de Sabin y Kimura identificaron al agente causante de esta enfermedad infecciosa aguda, provocada por un flavivirus. Este virus tiene 4 serotipos, denominados Den 1 a Den 4, para los cuales no existe inmunidad protectora cruzada, esto es, es posible la aparición de reinfecciones. Por lo tanto, el dengue representa un problema mayúsculo de salud pública en América Latina.





El mosquito adquiere el virus después de picar a un humano infectado y es capaz, a su vez, de transmitir la infección a otra persona con una nueva picadura. No sólo los monos pueden actuar como reservorios de la enfermedad, sino que se ha documentado que existe transmisión transovárica: la hembra transmite el virus a su descendencia y los huevos, en las condiciones apropiadas, dan lugar a larvas infectadas al siguiente ciclo (no es necesaria la presencia de reservorios humanos para la propagación de la enfermedad).

Por otra parte, en América Latina existe una extensa infestación, debido en otras causas fundamentales al pobre control del vector, a los sistemas de abastecimiento de agua de baja confiabilidad, a la mayor producción de recipientes descartables y al deficiente manejo de los residuos. Vale destacar que también influyen los movimientos migratorios y, sin dudas, la urbanización: mientras que 1950 el 40% de la población latinoamericana vivía en zonas urbanas, esta tasa alcanza en el siglo XXI al 75%. Muchos de nuestros conciudadanos habitan en asentamientos informales caracterizados por la elevada densidad poblacional y por la pobreza, sin servicios elementales como electricidad, agua corriente, alcantarillas y recolección de residuos.





Desde el punto de vista clínico, la enfermedad puede cursar con cuatro presentaciones diferentes:

(1) La infección sin enfermedad manifiesta: sólo es detectable por el estudio de respuesta inmune por medio de pruebas específicas de laboratorio. Se estima que una gran proporción de los infectados serían asintomáticos en el curso de una epidemia.

(2) El síndrome febril indiferenciado: se caracteriza por la presencia de fiebre elevada, pero con escasa repercusión general. En general la duración es breve y no se asocia con complicaciones.

(3) El dengue clásico: el período de incubación desde la picadura del agente vector es de alrededor de una semana. El comienzo es abrupto, con fiebre que responde poco a los antitérmicos, relacionada con cefalea intensa, muchas veces acompañada de fotofobia (sensibilidad anormal a la luz) y de intensos dolores musculares (mialgias) en las 4 extremidades y el tronco. Estos síntomas se acompañan de intensa postración y agotamiento mental y físico, que le han valido la denominación popular de “fiebre quebrantahuesos” o “la quebradora”. Un dato importante es la falta de síntomas respiratorios, que aleja la posibilidad de diagnósticos infecciosos alternativos. En cambio, ocasionalmente se describe la presencia de vómitos o dolor abdominal, relacionados con la propia fiebre, la cual en general cede hacia el quinto día. Cerca de la mitad de los afectados presenta después de esta fase un exantema asociado con prurito y la presencia de adenopatías (agrandamiento de los ganglios linfáticos), período en el que puede recrudecer la fiebre. La convalecencia de la enfermedad es prolongada, con cefalea, adinamia y mialgias residuales que pueden durar meses.

(4) El dengue hemorrágico: al principio es indistinguible del dengue clásico, pero hacia el quinto día del proceso surgen dolor abdominal intenso, asociado con vómitos y con deterioro del estado de conciencia o, por el contrario, excitación psicomotriz. En estos casos, se observa una disminución en el recuento de plaquetas, las células de la sangre responsables de parte del proceso normal de coagulación. Como consecuencia, aparecen hemorragias tanto cutáneas como internas, con descenso de la presión arterial y de la irrigación normal de los tejidos que puede provocar shock y extravasación de líquidos hacia otras cavidades (ascitis, derrame pericárdico, derrame pleural, edemas). La mortalidad del dengue hemorrágico es del 30% y se debe en especial al propio shock o a las complicaciones por sobreinfección bacteriana.



Dado que no existe en la actualidad una vacuna preventiva ni un tratamiento efectivo de la enfermedad, sólo se efectúa reposo domiciliario o bajo internación cuando es necesario, con vigilancia de la coagulación y del estado de hidratación, disminuyendo la fiebre con fármacos que no interfieren en la función de las plaquetas, como el paracetamol. En consecuencia, es necesario un combate agresivo contra el vector, evitando el estancamiento de agua limpia, en la cual el mosquito desova (recipientes, neumáticos, floreros expuestos). El dengue, al igual que el paludismo o la fiebre amarilla, es una enfermedad vinculada con la condición de vida de la población y con la pobreza de nuestros hermanos. Sólo con educación y solidaridad es posible evitar que esta enfermedad se convierta en una endemia en el extremo sur de nuestro continente.

Publicado en formato 1.0 en mayo de 2009