El jueves después de la Solemnidad de Pentecostés la Iglesia celebra a Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote. Con ello quiere manifestar que todo verdadero sacerdocio tiene su raíz y origen en el sacerdocio de Cristo. Todo logro espiritual se le debe a la gracia e intercesión del Señor.
En un concurso sobre historias sacerdotales organizado por el sitio de internet catholic.net, el ganador fue un sacerdote de Colombia llamado Manuel Julián Quiceno, de la diócesis de Cartago, con su historia titulada: “He confesado al diablo”. A continuación se presenta un poco resumido su relato en donde se ve la acción sacerdotal y la intercesión de la Virgen ante su Hijo.
Como párroco de un pequeño pueblo, cada domingo, salía por las calles y aprovechaba para saludar a la gente, dejándoles una catequesis escrita. En aquella parroquia dedicada a San José, muchos tenían una costumbre que cumplían sin falta cada domingo: tomarse unas cervezas. Por tanto, era fácil saber dónde encontrar este tipo de “fieles”, y entre ellos estaba también él. Cierto día, al terminar mi recorrido, se acerca una señora para preguntarme si había reconocido al “diablo”. Según ella, yo lo había saludado y él había recibido uno de los mensajes que yo repartía. Yo no había visto al “diablo”, o por lo menos no recuerdo haber visto a ninguno que se le pareciera.
En otra ocasión necesitaba ir al pueblo vecino… pero el coche se había averiado. Vaya sorpresa cuando un niño me dijo: «Padre, si gusta llamo al “diablo” para que se lo lleve». No se imaginan lo que pensé en aquel momento. Parecía una broma, pero luego acepté la propuesta... Por un buen rato guardé silencio, pues era la primera vez que hacía un viaje así. Además pensé: ¿de qué puedo hablar con el diablo? Al poco tiempo le hablé, pero parecía más una entrevista que un diálogo. Ese día, antes de terminar el viaje, dejé en su coche un escapulario de la Virgen del Carmen.
En adelante lo veía por todas partes; y aunque siempre lo invitaba a la misa, él me decía: “ahora no, algún día lo haré, tengo mis razones”. El tiempo pasó, y cierto día un niño me dijo que un enfermo grave me necesitaba urgentemente. Rápidamente busqué todo lo necesario para la visita. Cuán asombrado quedé cuando, al llegar, descubrí que el enfermo grave era Ramón, aquel a quien llamaban “el diablo”; un hombre que había vivido situaciones humanas muy difíciles.
Postrado en una cama, padecía de un cáncer terrible y se acercaba a su final. Recuerdo muy bien lo que él me dijo: «Padre, ¿me recuerda? Soy aquel que llaman “el diablo”, ¡pero mi alma no se la dejo a él; le pertenece a Dios! Por favor, ¿me puede confesar?» Fue un momento muy especial, pero aún más cuando vi lo que apretaba en sus manos mientras lo confesaba: un escapulario; precisamente aquel que yo le había dejado en su coche. Ahora él lo portaba en su viaje a la eternidad. Luego, en aquella casa también pude ver una hoja sobre la confesión, una de aquellas que yo mismo le había dado un domingo al mediodía.
Qué grande y misterioso es Dios. Obra en silencio y con sencillez, pero además nos permite compartir con todos el don que nos ha dado. Y ese día todo el pueblo lo comentaba (y también yo lo pensaba): ¡he confesado al diablo! ¡El diablo se confesó!