Autor: Rafael Luciani
Fuente: El Universal
La praxis de Jesús puede ser inspiradora para reconstruir espacios de
reconciliación que nos devuelvan la esperanza y nos hagan asumir
opciones de vida que busquen el bien común. Seguir el estilo de Jesús
supone una «espiritualidad cristiana», no porque el sujeto pertenezca a
una determinada confesión religiosa, sino porque viva con el mismo
espíritu con el que vivió Jesús y asuma su causa por la humanización -no
violenta ni ideológica- de la sociedad. Es «cristiana» en cuanto
entiende que Jesús es paradigma del modo de relacionarnos con Dios
-Padre compasivo-, y con los demás -como hermanos.
No podemos
hablar de tal espiritualidad si no apostamos por el camino de la no
violencia (Mt 5,9), si no luchamos en favor de la justicia (Mt 5,10) y
optamos por el pobre y la víctima (Lc 6,20), independientemente de su
condición moral o política, porque «en Dios no hay acepción de personas»
(Gal 2,6).
Pero, ¿cómo pudo vivir Jesús sin excluir o violentar?
Para Jesús el «amor fraterno» era la dinámica fundamental que normaba
su estilo de vida. En apariencia se trata de algo débil para quien está
acostumbrado a ejercer la autoridad que le viene de un cargo, del dinero
o de la fuerza. Pero viviendo así, Jesús logró hacer renacer la
esperanza de su pueblo, sanar los corazones agobiados y desestabilizar
las prácticas sociales y políticas establecidas. Su credibilidad y
atracción venían de la libertad con la que vivía (2 Cor 3,17).
Esto
nos coloca ante un reto: querer el bien del otro y apostar por la
construcción de espacios comunes donde podamos convivir todos. La
práctica fraterna se construye mediante acciones concretas que sanen
necesidades reales: «tuve hambre..., tuve sed..., era forastero...,
estaba desnudo..., enfermo y en la cárcel» (Mt 25,42ss), lo que supone
una conversión respecto a cómo vemos al otro. El otro no es un simple
objeto de lástima o limosnas, y la clave de la fraternidad no está en
«darle algo», sino en el acercarme y hacerlo próximo -prójimo- a mi existencia, en dejarlo entrar en mi espacio y juntos crear algo nuevo.
Podemos
estar orándole a otro que no es el Dios en quien creyó Jesús. Jesús
coloca al mismo nivel dos relaciones fundamentales: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza» (Dt
6,5) y «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), pero las
invierte. La práctica del amor que convierte al otro en próximo a mí -mi
prójimo- es la condición para encontrar el amor de Dios (Mt 22,35-40).
A
Pablo le costó aprender esto. En la cárcel, relee la relación que tuvo
con Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre cadenas» -como esclavo-,
luego aprendió a «cargarlo en su propio corazón» -como hijo-, hasta que
finalmente lo pudo asumir como «hermano querido» (Flm). Asumir al otro
como hermano es la medida de nuestra espiritualidad y la altura de
nuestra propia humanidad (Mc 12,28-34).