A mediados de 2014 la NASA creó el mosaico temático sobre el
planeta tierra más grande del mundo: 36,422 selfies completaron el collage. La
manera de conseguir las fotografías no fue menos megalómana: se hizo por medio
del hashtag #GlobalSelfie el cual fue secundado por personas de más de cien
países en redes sociales. La masiva participación conseguida por la NASA
supuso, en realidad, la continuidad de un fenómeno cada vez más extendido y que
incluso ha merecido ser reconocido por el prestigioso Oxford Diccionary como la
palabra del año en 2013: «selfie».
El fenómeno de los selfies ha sobrepasado el ámbito de lo
anecdótico (recuérdese, por ejemplo, los «camelfies» o selfies con camellos) y
parece estar destinado a no quedar encorsetado en la denominación «moda
pasajera».
¿A qué se debe esta masificación del compartir imágenes
sobre uno mismo que tan solo en 2013 supuso 1 millón de publicaciones diarias
de este tipo? Evidentemente esto es posible gracias a la dinámica de la
inmediatez y la masificación que la técnica hace posible y a la que la sociedad
digitalizada estimula. Se trata, por tanto, de algo de carácter técnico pero
también psicológico: son las propias personas las que se sienten involucradas
y, aunque parezca una redundancia, protagonistas también de sus propias fotos,
incluso al sacarlas.
Esta dimensión protagónica está aderezada por el hecho de
que las fotos también son un testimonio capturado en píxeles por el que las
personas dicen con imágenes: «yo estuve ahí», «yo soy así», «alguien estuvo
conmigo». Y tal vez con un poco de suerte se convierten en contenidos virales,
es decir, masivos, consiguiendo así también un poco de fama efímera.
El fenómeno selfie no ha quedado exento de tintes
patológicos como cuando en mayo de 2014 un joven ve caer, tras el sprint final
del «Giro de Italia», al ciclista alemán Marcel Kittel: se le acerca y en lugar
de ayudarlo se toma una foto con él para luego compartirla en las redes
sociales. Actitudes análogas se repiten en muchas partes y con muchas personas.
Y eso es también lo que está al fondo del breve corto «Aspirational», de la
actriz Kirsten Dunst.
Dunst se burla finamente de la cultura del selfie y pone el
dedo en la llaga: la deshumanización de las personas al tiempo de Instagram. En
«Aspirational» vemos a Kirsten esperando fuera de su casa. Pasan dos chicas que
la reconocen, se le acercan con smartphones en la mano y, sin más, comienzan a
hacerse fotos con ella. Terminada la «sesión» fotográfica las jóvenes se van
sin apenas cruzar palabras. «No quieren preguntarme nada», les dice Dunst,
mientras una de las chicas pregunta a la otra: «¿cuántos seguidores crees que
voy a sumar con esta foto?».
Desde luego «Aspirational» es una caricaturización pero que
tiene su fundamento real: cómo no recordar a aquel niño español que por las
mismas fechas se emocionó hasta las lágrimas ante el hecho de poder tomarse una
foto con el futbolista argentino Leonel Messi. «¿Qué te ha dicho Messi?», le
preguntó al zagal un periodista tras haber obtenido la foto. «Nada», fue la
respuesta. Él quería la foto con Messi no las palabras del futbolista.
A decir verdad, los selfies no son algo absolutamente nuevo.
¿Quién no recuerda el mito de Narciso quien por vicisitudes de la vida termina
enamorándose de su propia imagen lo que supone también su muerte ahogado
mientras contempla su belleza en la rivera del río? No parece exagerado
encontrar alguna lección moralizante de aquel «selfie mitológico» que, aplicado
a las circunstancias actuales, invita a abrir los ojos no sólo a esa sobre
exposición vanidosa sino también a esa falta de autenticidad que va de la mano
de la manipulación de imágenes para aparentar ser quienes no somos.
Históricamente hablando el primer selfie fotográfico data de
1914 y la protagonista fue una adolescente de 13 años: la gran duquesa
Anastacia, de Rusia. Si nos remontamos mucho más atrás y colocamos nuestra
atención en ámbito religioso qué es la Sábana Santa o el ayate de la Virgen de
Guadalupe sino dos selfies de peculiaridad sobrenatural. Pero en realidad el
primer selfie es aún más antiguo, se remonta a Dios mismo y tiene un fundamento
teológico: la Biblia.
En el capítulo 1 versículos 26 y 27 del libro del Génesis se
dice claramente que Dios creó al hombre a imagen y semejanza suya. En este
sentido, cada auto-fotografía humana sería una imagen que refleja algo de
divino -la acción de Dios- y que remite a Él. Pero Dios es todavía más original
y quiso sacarse el «selfie más perfecto» de todos: Jesucristo.
Ciertamente Jesucristo no es una imagen de Dios sino Dios en
persona. Y es aquí en definitiva donde encontramos una explicación teológica de
los selfies: en el fondo los autoretratos son expresiones de cercanía, de esa
capacidad creadora sembrada por Dios en los corazones humanos y que queda
materializada en imágenes. No es, por tanto, una simple amauterización de la
fotografía posibilitada por las tecnologías sino expresiones muchas veces
instintivas que por medio de la reflexión nos revelan ese anhelo de eternidad
para el que hemos sido hechos. Cada foto es una forma de decir «existo», «yo
también soy parte de la raza humana» y, todavía a un nivel más profundo, «soy
imagen y semejanza de Dios». En este sentido podemos decir que hay un anhelo de
eternidad en cada autoretrato.