En ensayos anteriores de esta misma sección, hemos hecho mención a algunas de las distancias colosales que separan a los cuerpos celestes. A tal fin, la notación científica permite expresar de un modo práctico cifras inconmensurables.
Es prudente en este momento recordar que existe en física un parámetro que se considera constante en toda la Creación, que es la velocidad de la luz en el vacío. Se sabe por experiencias objetivas que la luz se desplaza a 300 mil kilómetros por segundo (en notación científica, diremos que es de 3 x 105 km/seg). La velocidad de la luz se utiliza, dada su condición de constante, para medir distancias gigantescas.
¿Cómo lo hacemos? Tomemos, por ejemplo, la distancia que separa la Tierra del Sol, que es de impactantes 150 millones de kilómetros, o sea, 1.5 x 108 km. Por una regla de tres simple, obtendremos que:
Si la luz recorre 300 000 km en 1 segundo,
para recorrer 150 000 000 km, tardará 150 000 000 / 300 000 = 500 s
Quinientos segundos equivalen a 8 minutos y 20 segundos; en términos sencillos, la luz del Sol tarda ese tiempo en recorrer la distancia que separa a la estrella de nuestro planeta. Los astrónomos afirman entonces que la distancia entre la Tierra y el Sol es de «8 minutos y 20 segundos-luz».
Más allá de sorprendernos al considerar que estamos viendo al Sol como era hace 8 minutos con 20 segundos (y no como realmente es AHORA), debemos remarcar, para evitar confusiones, que las expresiones «minuto luz» o «año luz» están referidos entonces a medidas de longitud y no a medidas de tiempo.
Profundizaremos estos conceptos con algunos otros ejemplos aclaratorios... la estrella más cercana a la Tierra, después del Sol, es la más brillante de la constelación del Centauro, por tanto denominada Alfa–Centauri. La citada estrella se encuentra a 4 x 1013 kilómetros de nosotros; por lo tanto, de acuerdo con un cálculo sencillo, su luz tarda un poco menos de 4 años y medio en llegar a la Tierra.
Pensemos ahora brevemente en nuestros medios de desplazamiento. En una caminata ágil, creo que quien escribe estas líneas no alcanza a hacerlo a más de 10 kilómetros por hora. Los velocistas que nos deslumbran en los torneos de atletismo llegan en su esfuerzo más colosal a los 35 kilómetros por hora. Sin embargo, aún las más rutilantes estrellas de los Juegos Olímpicos temblarían al ver correr a los ñandúes de nuestras llanuras o a las chitas del África, que superan los 100 kilómetros por hora en terreno abierto.
Dadas nuestras limitaciones motoras, los seres humanos hemos creados velocísimas máquinas para movilizarnos, y así tenemos nuestros autos modernos que recorren las carreteras a 130 kilómetros por hora; por supuesto, en una competencia de Turismo Carretera o de Fórmula Uno esas velocidades incluso se duplican, alcanzando en ciertas condiciones a rozar los 300 kilómetros por hora.
Es interesante destacar que nuestro cerebro posee límites en su capacidad de reacción, la cual a estas velocidades se encuentra ampliamente superada. Este es uno de numerosos motivos (además de la propia velocidad y de la masa de los vehículos, entre otros) por los cuales los accidentes en estas condiciones suelen ser mortales.
Sin embargo, es en el aire donde contamos con los vehículos de mayor velocidad. Un avión comercial alcanza con comodidad los 800 kilómetros por hora, y muchos aviones militares superan los 3000 kilómetros por hora. Finalmente, las sondas espaciales (los móviles más veloces desarrollados por el género humano) se acercan a los cientos de miles de kilómetros por hora.
¿Sorprendente? Sin dudas lo es. Imaginemos pues que enviamos una sonda (como las antiguas Voyager y Pioner, o como las más recientes Galileo y Cassini) rumbo a la «cercana» Alfa–Centauri, allí, situada como charlábamos antes a 4½ años luz de la Tierra. Con la tecnología disponible, estos pequeños robots no tripulados tardarían unos 4500 años en llegar hasta allá para ser recibidas por algún hipotético habitante de un también hipotético planeta poblado en aquellas regiones del Universo.
Si nuestro objetivo fuese la conocida estrella Sirio, el tiempo necesario rondaría los 9000 años; si nuestro blanco elegido fuera la hermosa Nebulosa del Cangrejo, nuestra sonda llegaría de visita después de 4 millones de años, tiempo teórico de existencia del género humano según la hipótesis evolucionista.
¿Existen posibilidades tecnológicas de crear un vehículo más veloz? Es probable... algunos modelos teóricos postulan que es posible desarrollar máquinas capaces de volar al 1% de la velocidad de la luz. Una nave de esas características podría hacer turismo hasta Alfa–Centauri en «tan sólo» 450 años. Ahora bien, ¿cuál sería el combustible para alcanzar esa velocidad? Probablemente fusión nuclear controlada en laboratorio, hecho utópico para los conocimientos de este siglo XXI.
Supongamos que una civilización tecnológica logre dominar esta forma de producción de energía, allá, en el hipotético planeta vecino a Alfa–Centauri, preparando una excursión para visitarnos después de casi 500 años de viaje. Mientras eligen como entretenerse durante esos siglos (y como perpetuar su especie), construyen un vehículo con el tamaño adecuado para albergar varias generaciones de viajeros o, en el más novelezco de los casos, criopreservarse para enlentecer sus procesos biológicos.
El citado vehículo, de enorme masa para albergar tecnología, viajeros, provisiones y un inmenso etcétera, debe llevar o abastecerse de combustible a lo largo de los siglos y alcanzar el suficiente consumo de energía para trasladarse durante la travesía. Por otro lado, enviará a lo largo de las décadas mensajes a las sucesivas generaciones de astrónomos en su planeta de origen, en una suerte de viaje épico del cual jamás sabrán si algún día regresarán.
Por otro lado, deberán ser lo suficientemente cautos para evitar que un vehículo de millones de toneladas, lanzado a una velocidad colosal, no colisione siquiera con una pequeña partícula de unos pocos gramos, ya que la energía liberada con semejantes masa y velocidad acabaría de inmediato con el proyecto y sus tripulantes.
Tras sortear todas estas dificultades energéticas, físicas, biológicas y temporales, los turistas llegarían a su objetivo medio milenio después de haber partido, olvidados por unas cuantas generaciones. Ya en las proximidades de la Tierra, la tripulación organizará la forma de desacelerar la gigantesca nave, con un consumo de energía equivalente a la producción de electricidad de toda la humanidad durante un mes.
Parece ser claro que, si bien la situación descripta no es imposible, es al menos enormemente improbable y estadísticamente despreciable. Inmersos en las distancias y en las limitaciones de la biología, la posibilidad de visitas de eventuales extraterrestres roza la utopía. Sin embargo, el fenómeno de los ovnis y de los llamados encuentros cercanos del tercer tipo parece ser indudable. ¿Acaso existen explicaciones alternativas a estos sucesos?
Será tema de futuras ediciones adentrarnos en esta compleja temática, para continuar admirándonos de las maravillas de la Creación.
Publicado en formato 1.0 en septiembre de 2007