sábado, 29 de agosto de 2009

Apóstoles y Caballeros


Es, pues, cierto que hay hoy día un número creciente de hombres decididos a enseñar a sus hermanos que no hay Dios, que no hay otra vida, y que lo único por lo que se debe bregar, es para conseguir una sociedad próspera y feliz en este mundo. "El cielo se lo dejamos a los ángeles y a los gorriones" —blasfemaba Heine—. Todo lo que impida fabricar un Edén en la tierra y un Rascacielos que efectivamente llegue hasta el cielo, debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los medios —según estos hombres. Los que desde cualquier modo atajen o estorben la creación de esa Sociedad Terrena Perfecta y Feliz deben ser eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la Política y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Viviani, definió con el tropo bien apropiado de "apagar las estrellas". Estos hombres no son solamente los herejes; ni tampoco son ellos todos los judíos y todos los herejes; aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su origen todos los que hoy día están ocupados —¡y con qué febril eficiencia a veces!— en ese trabajito de pura cepa demoníaca.

¿Cómo pueden prédicas de tal sulfurosa olfación obtener audiencia? Muy fácilmente. Primero, porque debido al género de educación que recibe la mayoría de la gente de este santo país, las nuevas generaciones crecen en una increíble ignorancia y más todavía en una terrible confusión religiosa, que les convierte a Dios y a su Hijo Divino en unas cosas más bien lejanas y extranjeras, a las cuales ciertamente no hay por qué irritar por las dudas —no sea el diablo que de veras sean así como los curas dicen— pero que en definitiva no sabemos, y si las supiéramos, no te sacan de ningún apuro. Por otro lado las cosas de esta vida apuran, y el mundo aparece bien real, bien existente, y bien sólido y magnífico para el que tiene plata, y el que no la tiene se muere de hambre como dos y dos son cuatro, como he visto días pasados en el cine. Y la prueba es que los frailes mismos —que son los que dicen que se puede vivir sin plata— tienen unos conventos regios, como he visto también en el cine. Esto no todos lo dicen así, pero está implicado en esta común conducta de carrera furiosa a la plata de que todo el ambiente nuestro nos brinda tantos ejemplos; ¡y qué altos ejemplos de tanto en tanto! Esta conducta general y por lo mismo contagiosa, a menos no estar contrarrestada por los más sólidos principios, implica con respecto al prójimo el siguiente apotegma: Cada cual mire por sigo y al más débil, contra un poste. Y como los débiles son los más en la humanidad, he aquí que una minoría más astuta, activa y enérgica, usando tal filosofía llega a apoderarse de los medios de producción y de los resortes del poder de una manera enorme, y llega a tener en sus manos, como ha dicho el papa Pío XI, junto con enormes caudales, un poder ingente de explotación de las masas humanas, poder tanto más terrible cuanto más incontrolado, oculto, invisible: un poder tentacular invisible, que de hecho es mayor a veces —dice el papa— que el poder político de los gobernantes visibles, como nuestro presidente, poder con el que pueden, por ejemplo, enviar a una nación medio a ciegas a una guerra. Esa minoría no puede desear la gloria del nombre de Dios; Dios es la única arma que tiene contra ella el inmenso ejército del Desheredado. Esa minoría no puede ser muy amiga de Dios; y de hecho, en forma más o menos explícita y formal, es enemiga de Dios.

No es extraño que al otro extremo de este fenómeno del dominio del demonio Plutón en el mundo moderno, exista otra pequeña banda de hombres muy listos, cabezas claras, violentos, entusiastas, luchadores, enérgicos, que tienen como ideal supremo y fortísimo, que vibra en ellos con una vibración casi religiosa, la destrucción de tan horrible estado de cosas, la liberación de las masas humanas de esta fuerza inhumana e implacable que es la Moneda, la destrucción del actual orden social, que les aparece como algo infernal, odioso, insoportable. Estos hombres saben lo que es el Odio y saben de su embriagadora sed de destruir. Quieren hacer una nueva sociedad, un nuevo mundo, un Nuevo Hombre y, para eso, destruir hasta las raíces el actual, que les parece —en una especie de visión maniquea— radicalmente inficionado por las esencias del Mal, infinitamente odiable. Y entre esas raíces y esos sostenes del orden actual topan la religión, la Iglesia, el Cristianismo, Jesús de Nazaret que dijo que Él era Dios... El paso es perfectamente lógico. “La Religión es el Opio del Pueblo”, dice Marx. “Dios es la Humanidad hacia una Súper-Humanidad”, dice Bernard Shaw. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche. “¡Muera Dios!”, dice Lenin.

Más hondo que estas dos bandas de capitalistas y comunistas, existe una más horrible y secreta; pero esa yo ya no la conozco, por suerte. Ha hablado de ella misteriosamente monseñor D'Herbigny en un trabajo filosófico sobre la persecución a la Iglesia en el mundo moderno. En un informe presentado al Vaticano sobre la persecución religiosa de los Sin-Dios en Rusia y Méjico, este ilustre prelado y sabio francés decía: “Imaginemos un hombre de empresa y de presa, como ese mister Heythorp, tan maravillosamente pintado por Galworsthy en su novela A stoic, dotado de las viejas cualidades de audacia, decisión, tenacidad y brío del pirata anglosajón trasladadas al mundo de las finanzas, con la aventurería del explorador aliada a la precisión del matemático, como hay tantos en el mundo moderno; imaginemos a uno o muchos de estos hombres fríos y poderosos, posesionados por una violenta pasión contra el catolicismo, por una razón o por otra; o por haber sido educados así, o por haber topado contra la religión en algunas de sus magnas empresas de lucro y logrería. Hombres así aislados o unidos, dentro de la Masonería o fuera de ella, constituyen un poder persecutorio, tanto más temible cuanto menos visible, y explican muchos fenómenos sociológicos contemporáneos, porque se convierten como en el alma y en los jefes de los movimientos anticristianos más o menos informes o instintivos. Un hombre así fue el barón de Rotschildd, el que pagó la Vida de Jesús del apóstata Renán. Otro fue Calmann-Lévy, el que financió toda la obra venenosa de Anatole France. Otros fueron los banqueros Morgan, que suministraron a Lenin los fondos necesarios para la revolución de Octubre”. Hasta aquí monseñor D'Herbigny. Contra estas demoníacas fuerzas ocultas, la Iglesia tiene primero de todo dos armas, que son los brazos levantados al cielo de la oración, y los brazos en cruz de los mártires, los brazos del padre Pró que cae acribillado de balas con la sonrisa en los labios; y después, todo el arsenal de las virtudes cristianas, de la palabra de Dios que es espada bífida, y también de la inteligencia y el pensamiento, sobre todo en los que gobiernan, porque Cristo Nuestro Señor nos ha mandado ser simples, pero nos ha prohibido ser sonsos, al menos los que gobiernan. Y en su vida nos dejó grande e inestimable ejemplo, que no debe ser suprimido del evangelio, del uso que se ha de hacer de la ira y la indignación —que son pasiones humanas ciertamente refrenables, pero no suprimibles—, cuando se levantó como un león y como un nuevo Moisés contra los que deshonraban e injuriaban directamente a Dios con sus palabras y acciones, haciendo una demostración violenta contra ellos que le puso en peligro, y más tarde de hecho le costó la vida. Porque A Dios rogando y con el mazo dando es también un refrán cristiano.

Nuestra intención dice: "Rogar por la conversión de los que injurian a Dios", y reflexionando sobre ella hemos llegado a un punto que parece más cerca de la inquisición que de la conversión. No es así sin embargo, Es que los que han llegado a cierta clase de pecados no se convierten con cualquier clase de sermones, ni siquiera con cualquier clase de oraciones. Por eso arriba hemos nombrado el martirio. No obra en ellos el sermón de palabra sino solamente el sermón de obra. Cristo sabía perfectamente, cuando arrojó a los mercaderes del templo, que con su látigo Él no iba a derrotar a los soldados de Caifás ni a la legión de Pilatos; pero sabía también que era parte de su misión hacer aquel gesto de indignación en defensa de la honra de su Padre y después sostener con su vida la autoridad de aquel gesto. Y eso es lo que hacían los mártires cuando volteaban un ídolo y después se dejaban atar para las fieras. No hay Cruzada verdadera sin la opción del Martirio; y éste es un pensamiento absolutamente necesario para hoy, en que varios movimientos de espada se adjudican el nombre de Cruzada. San Pedro tenía espada y le cortó la oreja a Malco; pero después fue y negó a Cristo, a pesar de sus buenas intenciones, solamente porque, teniendo en efecto alma de Cruzado, no había en su alma preparación de mártir. Se había dormido durante la Oración.

Roguemos, pues, porque Dios vuelva a unir en un haz esas dos grandes creaciones de la Iglesia, hoy desunidas por el liberalismo: el espíritu de Caballería y el espíritu de Apostolado. Los católicos liberales dicen: “transijan, transijan, transijan; al fin y al cabo estos masones que gobiernan nos dejan predicar, y eso es lo principal, porque predicando nosotros se convertirán todos, incluso esos mismos masones”. Creen que es posible el Apostolado sin la Caballería, que es como decir la Gracia sin la Natura. En cambio, el católico totalitario cree todo lo contrario: “Usted dice que no hay Dios y yo digo que hay Dios. ¿Cómo lo prueba? Lo pruebo estando dispuesto a morir por esta creencia. Pero le prevengo que si usted, confiado en eso, vino a matarme, yo la voy a pegar un tiro primero, porque una cosa es ser santo y otra cosa es ser sonso, y morir por morir, es mejor vivir.”

Cada uno tiene una parte de la verdad cristiana. Roguemos porque se encuentren esas dos hermanas, y veremos entonces maravillas en la tierra.








Padre Leonardo Castellani †
"Seis ensayos y Tres Cartas", Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1973