Para los que creemos en Cristo como Señor de la Historia y verdadero Libertador de nuestras vidas, sabemos que no siempre coincide el concepto de libertad humana con el de libertad cristiana.
Para muchísimos que no comparten nuestra fe, la libertad se confunde frecuentemente con el libertinaje. Se creen libres cuando hacen lo que les da la gana, sin más normas que su propio capricho y creyendo que no tienen que dar cuenta de sus actos a nadie.
No precisan que alguien les diga lo que es bueno o malo, lo verdadero o lo falso, lo justo o lo injusto. Ellos son para sí mismos su propia norma o ley. Es bueno lo que me gusta o apetece y es malo lo que me desagrada o contraria. La única limitación a su “libertad” es la fuerza coactiva de la ley humana, impuesta por el consenso de los demás.
Suelen hablar casi siempre de derechos, pero casi nunca de obligaciones. Estas las aceptan no tanto por convicción personal, como por miedo a incurrir en sanciones o castigos previstos por esa misma ley.
Los cristianos sabemos que Dios nos ha hecho libres, -no robots-, “a su imagen y semejanza”, pero no independientes. Nos sentimos criaturas libres para optar entre el bien y el mal. Somos por voluntad de Dios criaturas autónomas, pero en modo alguno
independientes del Creador, que tiene derecho sobre todas y cada una de sus criaturas.
Los cristianos aceptamos que nuestra libertad lleva pareja nuestra responsabilidad, es decir que tenemos que “responder” ante Dios de lo que hacemos tanto en nuestra vida como con nuestra vida. Sabemos que este don de la libertad se termina en el momento de la muerte. Aunque vivamos eternamente ya nunca gozaremos de libertad. Del lado que cae el árbol al cortarlo, de ése permanecerá para siempre, dice la Biblia.
Otro aspecto interesante por demás, es la de considerar que la libertad plena y verdadera no es tanto la libertad de acción (poder hacer una acción o la contraria), sino la libertad interior, que se ha de identificar con hacer siempre el bien y buscar la verdad. Esta libertad es la libertad “hacia” o “para”: o sea la libertad que tiene un sentido no en sí misma-porque estaría vacía de contenido-, sino que tiene un contenido en la razón de ser de las cosas y de las acciones. En definitiva, del que está detrás de todo y trasciende todo: El Absoluto o el Creador de todo cuanto existe.
Para muchísimos que no comparten nuestra fe, la libertad se confunde frecuentemente con el libertinaje. Se creen libres cuando hacen lo que les da la gana, sin más normas que su propio capricho y creyendo que no tienen que dar cuenta de sus actos a nadie.
No precisan que alguien les diga lo que es bueno o malo, lo verdadero o lo falso, lo justo o lo injusto. Ellos son para sí mismos su propia norma o ley. Es bueno lo que me gusta o apetece y es malo lo que me desagrada o contraria. La única limitación a su “libertad” es la fuerza coactiva de la ley humana, impuesta por el consenso de los demás.
Suelen hablar casi siempre de derechos, pero casi nunca de obligaciones. Estas las aceptan no tanto por convicción personal, como por miedo a incurrir en sanciones o castigos previstos por esa misma ley.
Los cristianos sabemos que Dios nos ha hecho libres, -no robots-, “a su imagen y semejanza”, pero no independientes. Nos sentimos criaturas libres para optar entre el bien y el mal. Somos por voluntad de Dios criaturas autónomas, pero en modo alguno
independientes del Creador, que tiene derecho sobre todas y cada una de sus criaturas.
Los cristianos aceptamos que nuestra libertad lleva pareja nuestra responsabilidad, es decir que tenemos que “responder” ante Dios de lo que hacemos tanto en nuestra vida como con nuestra vida. Sabemos que este don de la libertad se termina en el momento de la muerte. Aunque vivamos eternamente ya nunca gozaremos de libertad. Del lado que cae el árbol al cortarlo, de ése permanecerá para siempre, dice la Biblia.
Otro aspecto interesante por demás, es la de considerar que la libertad plena y verdadera no es tanto la libertad de acción (poder hacer una acción o la contraria), sino la libertad interior, que se ha de identificar con hacer siempre el bien y buscar la verdad. Esta libertad es la libertad “hacia” o “para”: o sea la libertad que tiene un sentido no en sí misma-porque estaría vacía de contenido-, sino que tiene un contenido en la razón de ser de las cosas y de las acciones. En definitiva, del que está detrás de todo y trasciende todo: El Absoluto o el Creador de todo cuanto existe.
Padre Miguel Rivilla San Martín