domingo, 1 de noviembre de 2009

Los Ángeles y el Purgatorio

El sistema de la beatitud en medio de las lágrimas y del sufrimiento, no es una invención humana. El divino procurador de las alegrías de este mundo las ha colocado en la pobreza (bienaventurados los pobres); en las lágrimas (bienaventurados los que lloran); en los suplicios del martirio (bienaventurados los que sufren persecución).


Me equivoco extrañamente cuando busco mi felicidad o la coloco en la adquisición de riquezas, en la búsqueda de honores, o en las delectaciones terrestres y en las alegrías de este mundo, porque me faltaría admitir que el discurso de las ocho bienaventuranzas es una concepción verdaderamente divina, mientras que mi búsqueda de felicidad fuera del Evangelio, me conduce a espantosas decepciones.

Estamos suficientemente convencidos de que la gloria y la riqueza habitan en la consciencia de toda alma virtuosa y que son el fruto de su buena voluntad. No se limitan a proteger exteriormente, a la manera de un escudo material: la égida de la verdad la cubre por todos lados. La buena voluntad derrama en su corazón una paz y una dicha constante. El alma superior a las cosas humanas, habita siempre en una región serena y pura.

Los santos, incluso los más probados, han probado anticipadamente las delicias y alegrías del cielo, por gracia de Dios. El mundo no conoce esta clase de dichas, habituado como está a los placeres de la tierra. La Escritura llama a esta felicidad anticipada, maná escondido, manna absconditum. «¡Ah!», exclama san Bernardo, «ven las cruces de los santos (y sus austeridades) pero no ves las unciones, es decir, las dulzuras y los consuelos secretos que el Espíritu Santo derrama en el fondo de sus corazones».

Ahora bien, si el mundo no comprende en lo absoluto de los gozos y de las delicias de los santos que viven sobre la tierra ¿cómo esperan hacerle comprender las delicias espirituales de las almas en el Purgatorio?

Continuemos, sin embargo, hablando de este asunto: el alma separada de su cuerpo siente mejor que en la tierra un apetito natural que la conduce hacia Dios; sube como el fuego hacia su lugar, y su amor por Dios la impulsa todavía más alto. La gracia del Espíritu la mueve y la atrae y su amor se convierte, en ella, dilección. En el disfrute del Espíritu Santo el alma posee la gracia, adquiere una caridad intensa y la unión con Dios, ya que Dios es caridad. Entonces el Espíritu Santo, el Espíritu de vida, la vivifica y la colma de sabiduría, que le da un gusto suave, cuya suavidad es del todo divina y espiritual, penetrando en su parte más íntima, le procura la felicidad del goce. Tiene entonces una idea justa de Dios, no tanto a la manera humana, sino más particularmente de una forma sobrehumana y sobrenatural, y esta manera de concebir a Dios es un don del Espíritu Santo cuyo soplo se ha propagado en ella. Igualmente, a la voz del Espíritu Santo, todas las facultades de esta alma se fusionan por los gozos del Espíritu, por afecto y por una suavidad inefable.

Antes de concluir este capítulo, constatemos la diferencia entre Satán que cae en el infierno y el alma que cae en el Purgatorio.

En la complacencia de su propia belleza Lucifer exclamó: «Soy semejante al Altísimo». Este pensamiento orgulloso se comunicó con la velocidad del rayo a los espíritus angélicos; unos lo acogieron, otros, bajo la conducción de San Miguel lo rechazaron con horror con una exclamación del todo opuesta: Quis ut Deus, ¿Quién como Dios?

En un abrir y cerrar de ojos todo terminó. Lucifer con sus ángeles cayó a los abismos, San Miguel y sus ángeles pasaron del cielo inferior donde habían sido creados, al cielo superior para gozar de la clara visión de Dios.

¿Qué ocurrió para que Satán cayera al infierno? La gracia lo había abandonado, el Espíritu Santo se apartó y cayó al instante en una ceguedad y en endurecimiento que provocaron su eterna condenación.

Los buenos ángeles asistidos por el Espíritu Santo cumplieron un acto de obediencia y de amor que los introdujo en una beatitud sobrantural. Todo esto es doctrinal y lo hemos tomado del P. Maréchaux, de su Novena al Espíritu Santo.
Abab J. Cellier, cura de Mirville.
Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa