miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Soledad en la Moderna Comunicación

Hemos entrado de lleno en la era de la comunicación. Nunca antes se había manejado tal cantidad de información, hasta tal grado que es imposible procesarla y digerirla porque, como cascada, van cayendo continuamente datos nuevos que modifican en gran parte aquello que segundos antes hemos llegado a conocer. Es vertiginosa la rapidez con que se mueven las noticias. La velocidad arrastra nuestras vidas sin darnos el menor respiro.

Según un estudio realizado en 2008 por Netcraft Ltd, el total de sitios de Internet era de 186.727.854 aproximadamente. Ese año cerró con un crecimiento de cincuenta y dos mil sitios por día, que es lo mismo que 2166 sitios por hora.

Y si es verdad que la comunicación se nos da a borbotones a través de la televisión, la radio, el teléfono celular y sobre todo el Internet… paradójicamente el hombre moderno tiene una dificultad inmensa en relación precisamente con la comunicación. El ser humano es un ser social, no puede vivir aislado, ha sido creado para vivir y compartir con los demás y sin embargo se siente terriblemente solo.

A pesar del grado de comunicación que manejamos, algo no funciona. Si repasamos la vida de millones de seres humanos constatamos que viven una desgarradora soledad que los consume muchas veces hasta la depresión, el suicidio, la adicción, la búsqueda de experiencias suicidas, extremas y delirantes.







Aún teniendo el mundo en nuestras manos ¿De qué sirve una gama infinita de posibilidades si el hombre no logra espantar su soledad? Estadios llenos, centros comerciales repletos, discotecas a reventar para intentar acabar con una soledad que asfixia. ¿No basta el mundo que nos rodea para matar la soledad? ¿No es suficiente con alquilar una película el fin de semana para sentirse acompañado? ¿No existe un número incontable de amigos a los que se puede contactar a través de Facebook?

Hoy por hoy se esparce una enfermedad atroz que consiste en la incapacidad de la auténtica comunicación. No es cuestión de conocer datos, de informar, de saber cosas, de relacionarse superficialmente con los otros… se trata de poder comunicar el interior del corazón, los anhelos más profundos, los verdaderos sentimientos que emergen de lo más íntimo del alma, los miedos que brotan en la noche, la alegrías y satisfacciones de la vida, los sueños que llenan de esperanza, y los amores, aquellos que se fueron y los que son nuevos…

Pero ¿por qué es tan difícil hacer esto que aparentemente es tan obvio?

Ante la dificultad cada día más notoria de establecer relaciones estables, salta a la vista la imposibilidad de crear vínculos afectivos profundos porque las relaciones que se establecen están construidas sobre arena. Así encontramos parejas que en realidad son auténticos extraños. Llegaron a relacionarse  por ciertos atractivos superficiales o incluso por algunas circunstancias, pero no pudieron llegar a conocerse y mucho menos a aceptarse o a amarse. Simplemente se lanzaron a una aventura juntos movidos por suposiciones, idealismos e ilusiones completamente fuera de la realidad.

El problema de fondo no es que no se quiera comunicar, es que existe una incapacidad para ello. No se sabe cómo hacerlo porque en realidad el hombre de hoy no se conoce a sí mismo, no  aprendió a vivir hacia el interior de su propio ser. Gran parte de las veces no puede explicar lo que le sucede ni llamar por su nombre a sus propias experiencias espirituales o a sus necesidades de trascendencia. Podríamos llegar a decir que muchos son extraños, desconocidos para sí mismos.

¿No es esto demencial? ¡No saber quién soy yo en realidad! Y lo que sucede con uno mismo, como consecuencia se refleja en la falta de conocimiento del mundo exterior. Hemos perdido la capacidad para contemplar el mundo y admirarnos de él, para observar lo que sucede en nuestro entorno, para descubrir por nosotros mismos las estrellas, las estaciones, las idas y venidas de las noches y los días, la sucesión del tiempo que forman las costumbres y los hábitos de la gente. De las personas que nos rodean podemos decir si son bien parecidas o simpáticas, si son inteligentes y competitivas, si están a la moda, si tienen dinero y se saben divertir.  Pero esto no es suficiente porque el hombre es un ser que se trasciende a sí mismo, es un misterio que sólo puede explicarse desde lo espiritual, es un ser que posee un mundo interior que va mucho más allá de lo que nuestros ojos son capaces de ver.

¿Cuál es la causa de esta enfermedad? Cuando al hombre le arrancan lo espiritual, lo destruyen de raíz. ¿Y qué es lo que puede eliminar algo que es tan esencial al hombre como su misma existencia? El egoísmo, fruto del pecado que aísla al hombre hasta convertirlo en una sombra. ¿No es acaso el pecado lo que le lleva a convertirse en una isla en medio del mundo? El hombre se distancia de los otros cuando se siente superior a los demás, cuando se vuelve insensible ante sus necesidades, cuando se erige como dios y señor de lo que le rodea. ¿No es este pecado el que destruye a las familias, el que mata, el que pisa a quien sea para ganar fama, poder y dinero? ¿No es este pecado el que lleva a millones de hombres a vivir en la miseria y a las madres a matar a sus propios hijos?

El hombre ha sido creado para vivir en comunión, para relacionarse, para amar. El egoísmo destruye, aparta al hombre de los demás, lo sumerge en la soledad, le incapacita para comprender al otro, para participar con el otro. Es así como se comienza a experimentar el infierno. Pero de vez en cuando surge de lo más profundo del hombre esa nostalgia de lo espiritual, porque aunque tratemos de matar el espíritu, mientras tengamos vida, algo queda. Entonces puede ser que sea el momento, que se decida a comenzar esa búsqueda incesante por encontrarse a sí mismo. “Nos hiciste, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti”. Esta fue la experiencia de San Agustín.

No es fácil emprender la búsqueda porque quien tiene la valentía para hacerlo, es porque está dispuesto a asumir las consecuencias de aquello que encuentre, por más duras y difíciles que sean. Y en este caso, quien  quiera comunicarse, está interpelado a comprometerse. No se trata de acumular información sobre el mundo y sobre los acontecimientos actuales. La auténtica comunicación lleva a la comunión, esto es, a participar con el otro, a vivir con el otro, a sentir, a sufrir, a alegrarse, a darse al otro y esto requiere entrega, salir de uno mismo, olvidarse de uno mismo por bien del otro.

No se trata de un vaciarse. Hay que llenar primero las propias cisternas para luego salir a la superficie del mundo. Hay que saber vivir desde dentro para luego compartir con los demás la riqueza del propio mundo interior. San Agustín, en el libro de las Confesiones nos resume el final de su búsqueda:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo, me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz”.

Margarita Iturbide