Autor: Padre Fernando Pascual
Fuente: Catholic Net
Nos resulta difícil, a veces nos lleva al temor, pensar
en la existencia del infierno. Porque no querríamos encontrarnos lejos
del amor, condenados al fracaso eterno. Y porque nos dolería
profundamente saber que algún ser querido ha llegado a una
situación tan desastrosa.
Pero el infierno es un dato concreto de
la doctrina católica. Aparece en la Escritura y en la
Tradición, ha sido una enseñanza constante de la Iglesia.
Las preguntas
son muchas. ¿Qué es el infierno? ¿Por qué existe un
infierno? ¿Cómo conjugar la misericordia divina con el drama de
una condena para siempre? ¿Qué actitud podemos asumir frente a
esta terrible posibilidad?
El infierno es el resultado eterno de una
decisión humana: el rechazo del amor de Dios. Quien muere
en pecado mortal y sin convertirse, quien culpablemente rehúsa creer
y no acoge la misericordia divina, se autoexcluye de la
salvación, opta por el desamor. Eso es, en su raíz
más profunda, el infierno (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
nn. 1033-1035).
El Catecismo (n. 1035) explica, además, el principal sufrimiento
del infierno: “La pena principal del infierno consiste en la
separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el
hombre la vida y la felicidad para las que ha
sido creado y a las que aspira”.
Juan Pablo II habló
ampliamente del infierno en la audiencia general del 28 de
julio de 1999. Definió el infierno como “la última consecuencia
del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha
cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien
rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante
de su vida”.
Explicó, además, que ser condenado al infierno es
posible sólo desde la decisión libre de cada uno. “Por
eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la
iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él
no puede querer sino la salvación de los seres que
ha creado. En realidad, es la criatura la que se
cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que
el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre
y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa
opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado”.
Por último, Juan
Pablo II indicaba que no hemos de promover una psicosis
respecto a este tema. La certeza de que existe un
infierno, de que es posible terminar la vida con un
“no” a Dios, debe convertirse en una advertencia y en
una invitación a nuestra libertad: si vivimos según Cristo, si
acogemos a Dios, evitaremos esa terrible desgracia.
Benedicto XVI también ha
ofrecido una importante reflexión sobre el infierno en su segunda
encíclica, Spe salvi (30 de noviembre de 2007). El infierno,
explicaba el Papa, es el estado al que llega quien
ha dañado en su propia vida, de modo irreversible, la
apertura a la verdad y la disponibilidad para el amor
(cf. n. 45).
La posibilidad del infierno está colocada en el
horizonte de nuestras vidas. Podemos avanzar hacia la condenación eterna
si nos alejamos del amor, si destruimos la fe, si
buscamos vivir contra Dios y de espaldas al prójimo.
En cambio,
si abrimos el corazón a la misericordia, si rompemos con
el egoísmo para entrar en el mundo del amor, si
pedimos humildemente perdón, como el publicano del Evangelio (cf. Lc
18,9-17), nos acercamos al trono de la misericordia y permitimos
que la Redención llegue a nuestras vidas.
Queda, como una inquietud
profunda, la pregunta: ¿y los demás? ¿Hay algunos hombres o
mujeres en el infierno? No nos toca a nosotros indagarlo.
Porque no conocemos lo que hay en los corazones, y
porque no sabemos por qué caminos puede llegar la acción
de Dios a las almas.
Pero sí podemos orar y trabajar
profundamente para que ningún hermano nuestro llegue a un destino
tan trágico. Podemos incluso hacer propias los deseos de aquellos
santos que eran capaces de ofrecer su vida para lograr
que nadie llegase al infierno.
Las palabras de santa Catalina de
Siena, en ese sentido, tienen una fuerza fascinadora. Según cuenta
su confesor, santa Catalina mantuvo un diálogo muy especial con
Cristo. La santa decía:
“¿Cómo podría yo, Señor, comprender que uno
solo de los que tú has creado, como a mí,
a tu imagen y semejanza, se pierda y se escape
de tus manos? No. No quiero de ninguna manera que
se pierda ni siquiera uno solo de mis hermanos, ni
uno solo de los que están unidos a mí por
un nacimientos igual en la naturaleza y en la gracia.
Yo quiero que todos ellos le sean arrebatados al antiguo
enemigo, y que tú los ganes para honor y mayor
gloria de tu nombre”.
Cristo, entonces, habría explicado a santa Catalina
que el amor no puede entrar en el infierno; a
lo que ella habría respondido:
“Si tu verdad y tu justicia
se revelasen, desearía que ya no hubiese ningún infierno o
por lo menos que ningún alma cayese en él. Si
yo permaneciese unida a ti por el amor y me
pusiesen a las puertas del infierno y pudiera cerrarlas de
tal manera que nadie pudiese entrar, ésta sería la más
grande de mis alegrías, pues vería cómo se salvan todos
los que yo amo”.
En cierto sentido, también san Pablo, por
el gran amor que tenía a su pueblo, estaba dispuesto
a convertirse en “anatema” (en “condenado”) con tal de que
los suyos se salvasen (cf. Rm 9,1-5).
Encontramos, así, ejemplos de
amor heroico, corazones que desean, que esperan profundamente, que la
misericordia venza, que el pecado sea derrotado, que un día
seamos muchos los que nos encontremos, definitivamente, bajo el abrazo
eterno de Dios.
Podemos decir, en resumen, que el infierno es
una llamada a la responsabilidad (cf. Catecismo de la Iglesia
católica n. 1036). Nadie, ni siquiera Dios, puede obligarnos a
amar, a tomar la mano bondadosa y salvadora de Cristo.
Con la ayuda de la gracia, y desde la propia
libertad, cada uno decide si acogerá o no la misericordia,
si trabajará, día a día, para vivir en el Amor,
para avanzar hacia el encuentro con Aquel que nos ha
preparado un lugar en el cielo.
Al mismo tiempo, podemos amar
a los que Dios ama, lo cual nos llevará a
buscar con ahínco que ningún hermano nuestro quede fuera de
las fiestas eternas del Cordero.
No está en nuestras manos, es
cierto, obligar a nadie a dar el paso: entrar en
el camino de la vida depende de la gracia de
Dios y de la libertad de cada uno. Pero sí
está en nuestras manos unirnos al Corazón de Dios, compartir
su deseo de encontrar a la oveja perdida para traerla
a casa, entrar en ese Amor que “quiere que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de
la verdad” (1Tm 2,4).