Según la tradición religiosa de Israel, Pentecostés era originariamente la fiesta de la siega. “Tres veces al año se presentarán todos tus varones ante Yahveh, el Señor, el Dios de Israel” (Ex 34, 23). La primera vez era con ocasión de la fiesta de Pascua; la segunda, con ocasión de la fiesta de la siega, y la tercera, con ocasión de la fiesta de las Tiendas.
“La fiesta de la siega, de las primicias de tus trabajos, de lo que hayas
sembrado en el campo” (Ex 23, 16) se llamaba en griego Pentecostés,
puesto que se celebraba 50 días después de la fiesta de Pascua. Solía también
llamarse fiesta de las semanas, por el hecho de que caía siete semanas
después de la fiesta de Pascua. Luego se celebraba por separado la fiesta de la
cosecha, hacia el fin del año (cf. Ex 23, 16; 34, 22). Los libros de la
Ley contenían prescripciones detalladas acerca de la celebración de Pentecostés
(cf. Lv 23, 15 ss.; Nm 28, 26-31), que a continuación se
transformó también en la fiesta de la renovación de la Alianza (cf. 2 Co
15, 10-13), como veremos a su tiempo.
La bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre
la primera comunidad de los discípulos de Cristo que en el Cenáculo
“perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” en compañía de María, la
madre de Jesús (cf. Hch 1, 14), hace referencia al significado
veterotestamentario de Pentecostés. La fiesta de la siega se convierte en
la fiesta de la nueva “mies” que es obra del Espíritu Santo: la mies en el
Espíritu (...)
Acerca del Espíritu Santo Jesús había prometido: “Si me voy, os lo
enviaré” (Jn 16, 7). Verdaderamente el agua que mana del costado
atravesado de Cristo (cf. Jn 19, 34) es la señal de este “envío”. Será
una efusión “abundante”: incluso, un “río de agua viva”, metáfora que expresa
una especial generosidad y benevolencia de Dios que se da al hombre.
Pentecostés, en Jerusalén, es la confirmación de esta abundancia divina,
prometida y concedida por Cristo mediante el Espíritu.
Las mismas circunstancias de la fiesta parecen tener en la narración de Lucas un
significado simbólico. La bajada del Paráclito sucede efectivamente, en el
apogeo de la fiesta. La expresión usada por el Evangelista alude a una plenitud,
ya que dice: “Al llegar el día de Pentecostés...” (Hch 2, 1). Por otra
parte, San Lucas refiere incluso que “estaban todos reunidos en un mismo
lugar”, lo que indica la totalidad de la comunidad reunida: “todos reunidos”, no
sólo los Apóstoles, sino también la totalidad del grupo originario de la Iglesia
naciente, hombres y mujeres, en compañía de la Madre de Jesús. Es un primer
detalle que conviene tener presente. Pero en la descripción de aquel
acontecimiento hay también otros detalles que, siempre desde el punto de vista
de la “plenitud”, se revelan igualmente importantes.
Como escribe Lucas, “de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de
viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y
quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 2. 4). Observemos
la insistencia en la plenitud (“llenó”, “quedaron todos llenos”). Esta
observación puede relacionarse con lo que dijo Jesús al irse a su Padre: “pero
vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch
1, 5). Bautizados” quiere decir “inmersos” en el Espíritu Santo: es lo
que expresa el rito de la inmersión en el agua durante el bautismo. La
“inmersión” y el “estar llenos” significan la misma realidad espiritual, obrada
en los Apóstoles, y en todos los que se hallaban presentes en el Cenáculo, por
la bajada del Espíritu Santo (...)
Pentecostés, ―la antigua fiesta de la siega―, ha adquirido ahora en Jerusalén un
significado nuevo, como una especial “mies” del divino paráclito. Así se
ha cumplido la profecía de Joel: “... yo derramaré mi Espíritu en toda carne” (Jl
3, 1).