La Pascua celebra la resurrección de Jesucristo, victorioso
sobre la muerte. Su victoria es nuestra victoria. Verdad fundamental de la fe
cristiana. Un canto pascual a esta fiesta la llama "La reina de todas las estaciones," "día esplendoroso,"
"la fiesta regia de todas las fiestas".
Éste es el día que hizo el
Señor. La Iglesia se reúne felizmente cansada después de la intensidad de la
Vigilia Pascual. El Padre nos recibe en casa, como al hijo pródigo, nos agasaja
con un banquete y nos da una túnica nueva.
San Pablo nos dice que “Si han resucitado con Cristo busquen
los bienes del cielo, donde está Cristo a la derecha de Dios” (Col 3,1). Es
tiempo propicio para buscar esos “bienes del cielo” del cual habla Pablo,
tenemos una vida nueva en Cristo Jesús que muere por nuestros pecados y resucita
para salvarnos. Hoy pocas personas quieren hacer de este mundo un pedacito de
cielo, donde reine el amor, la paz y la misericordia que en resumen es el
testimonio que nuestro Señor Jesucristo dejó y sigue dejando a la humanidad.
Bellas fueron las palabras finales de Benedicto XVI en la
Homilía de la Vigilia Pascual el 07 de abril del 2007 cuando dijo: “Por medio
de la resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte,
más fuerte que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la
fuerza con la que Él asciende. La fuerza por medio de la cual nos lleva
consigo. Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas
que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente
así subimos también con Él”.
PANORAMICA GENERAL DEL EVANGELIO (Jn 20,1-9)
Ninguno de los cuatro Evangelios narra cómo sucedió la
resurrección de Jesús; la omisión, por lo demás, nada tiene de extraño, dado
que ningún discípulo asistió al hecho. Solamente Mateo cuenta que la piedra
colocada para cerrar la entrada al sepulcro fue removida por un ángel (28,2-4).
Los cuatro, en cambio, hablan de una visita que en la madrugada del domingo
hacen “Un texto fuera de contexto es un pretexto” al sepulcro las mujeres que
acompañaban a Jesús y que habían asistido a la crucifixión y a la sepultura.
Los relatos de los sinópticos presentan una notable
coincidencia, en tanto que Juan sigue su propio camino. En la madrugada del
primer día de la semana, María Magdalena se encamina al sepulcro de Jesús. Nada
se dice sobre el fin preciso de la visita. Así que llega, encuentra removida la
piedra que cerraba la entrada. Con una mirada al interior se da cuenta de que
el cadáver ya no está allí (cf v. 5). Pero no piensa en que Jesús haya
resucitado, sino en que el cadáver ha sido robado por manos desconocidas;
regresa entonces presurosa a la ciudad para dar noticia a Pedro y al discípulo
predilecto. Éstos corren inmediatamente a la tumba; en la carrera el discípulo
predilecto aventaja a Pedro. Llega primero a la tumba; da una mirada al interior
de la cámara mortuoria, inclinándose, debido a la baja altura de la entrada, y
ve doblados los lienzos en que había sido envuelto el cadáver, pero no entra
Pedro, en cambio, al llegar al sitio un poco más tarde, entra al sepulcro, y
descubre además de los lienzos el sudario que ceñía la cabeza, cuidadosamente
doblado y puesto aparte. También el discípulo amado entra ahora, ve todo
aquello y cree. La vista de las vendas y del sudario tan cuidadosamente doblados
le dan a entender que el cadáver no ha sido robado o llevado a otra tumba, sino
que Jesús debe haber resucitado.
Sobra decir que, aunque sólo se diga del
discípulo predilecto que creyó, otro tanto se supone también de Pedro; sin
embargo, este sorprendente modo de expresarse parece significar que el primero
en creer en la resurrección de Jesús fue el discípulo amado. Como prueba de que
los discípulos, a partir de este momento, tenían ya conocimiento de la
resurrección, y de que al menos algunos de ellos le habían prestado fe, está el
hecho de que más tarde la Magdalena les anuncia no que Jesús resucitó, sino que
se le apareció. El propio Jesús, al aparecérseles en la tarde misma de la
resurrección, no les reprocha falta de fe; si les muestra las manos y el
costado con las señales de las heridas, lo hace sólo para convencerlos de la
realidad de su presencia (v. 19-23).