Autor: Padre Fernando Pascual para CatholicNet
Cada epidemia provoca un auténtico terremoto en el mundo
de la medicina y en la vida de miles (quizá
millones) de personas.
Podríamos preguntarnos si no existen también "epidemias" en
el mundo del espíritu. Pensemos, por ejemplo, en el chismorreo,
en los insultos, en la calumnia. En cuestión de pocos
días (a veces en pocas horas) un hombre o una
mujer pierden su fama, el afecto de sus amigos o
conocidos, incluso tal vez de sus familiares más cercanos.
Todo inicia
con una alusión que alguien susurra en un rato de
cotilleo. Luego, la suposición se convierte en sospecha. Alguno hace
de la sospecha certeza, y la certeza (fundada a veces
sólo en una mezcla de imaginación, mentiras y rencores profundos)
se propaga como la peste, como el SARS: ¡qué difícil
es detener la maledicencia o la calumnia!
Los cristianos deberíamos actuar
contra cualquier nuevo brote de maledicencia con firmeza. En algunas
situaciones deberíamos ser tan firmes y tajantes como los médicos
que luchan contra reloj para cortar el avance de un
nuevo virus. Un virus puede destruir una vida, y eso
es muy grave. Pero sólo quien ha sufrido el veneno
de la calumnia, quien se ha visto insultado, señalado, abandonado
por culpa de una mentira que corre veloz de boca
en boca, o de una a otra página o foro
de internet, puede comprender que hay formas de muerte moral
más dolorosas que la misma enfermedad física.
¿Podemos tomar medidas radicales,
firmes, profundas, contra la mentira, el chismecillo, la calumnia espontánea
o promovida de modo organizado y sistemático?
La primera cosa que
podríamos hacer es mirar nuestros corazones. Si guardamos rencores, si
la envidia asoma de vez en cuando su cabeza repugnante,
hemos de pedir a Dios un corazón bueno, que sepa
perdonar, que sepa amar. Quien no ama a su hermano
no puede amar a Dios (1Jn 4,20). Del corazón malo
sólo salen malas cosas. El virus de la calumnia se
origina en mentes que viven fuera del Evangelio, en fuentes
incapaces de ofrecer el agua del amor (St 3,10-18).
Por lo
mismo, hemos de decidirnos a no ser nunca los primeros
en lanzar una crítica contra nadie. ¿Para qué voy a
decir esto? ¿Es sólo una imaginación mía? ¿Me gustaría que
alguien dijese algo parecido de mí?
Al contrario, necesitamos aprender a
ser ingeniosos para alabar y defender a los demás. Esto
es posible si tenemos un corazón realmente cristiano, bueno, comprensivo,
misericordioso. En ocasiones veremos fallos, pero el amor es capaz
de cubrir la muchedumbre de los pecados (1Pe 4,8). Cuando
sea posible, podremos corregir al pecador, pero siempre con mansedumbre,
como nos enseña san Pablo: "Hermanos, aun cuando alguno incurra
en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de
mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes
ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid
así la ley de Cristo" (Ga 6,1-2).
Después, como ante una
epidemia grave, hemos de levantar una barrera firme, decidida, contra
cualquier calumnia. Nunca divulgar nada contra nadie, mucho menos una
suposición, una mentira como tantas otras lanzadas por ahí (a
través de la prensa, de internet, a viva voz). Incluso
cuando sepamos que alguien ha sido realmente injusto (lo sepamos
por haberlo visto, no sólo de oídas), ¿para qué divulgarlo?
¿Es esto cristiano? ¿No es mejor amonestar a solas al
hermano para ver si puede convertirse, si puede cambiar de
vida? Tendríamos que ser firmes como muros: delante de nosotros
nadie debería poder hablar mal de otras personas.
De un modo
especial deberíamos defender el buen nombre del Papa, de los
obispos, de los sacerdotes, de todos los demás bautizados. Todos
somos Iglesia. El amor debe ser el distintivo de los
cristianos. Andar continuamente con quejas y lamentaciones, con rencores y
espíritu de lucha mundana, no soluciona nada y fomenta ese
veneno que originará nuevos rencores, chismes y, en ocasiones, calumnias.
¡Qué triste imagen la de una comunidad "cristiana" en la
cual unos acusan a los otros, los denigran, les ponen
la zancadilla a sus espaldas!
La distinción de los discípulos de
Jesús será siempre la misma: el amor (Jn 13,35). Desde
el amor y con amor podremos (¡sí se puede!) eliminar
cualquier nuevo brote de calumnia entre cristianos. Podemos... si oramos
humildemente, si se lo pedimos a Cristo con todo el
corazón.
Entonces sí podremos vivir, de verdad, como cristianos, porque estaremos
dentro del amor. "Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y
cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más
bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó
Dios en Cristo" (Ef 4,31-32).
Perdonarnos y amarnos: ese será el
mejor remedio para erradicar, dentro de nuestra amada Iglesia, el
síndrome de la calumnia, para vivir con salud, en autenticidad,
nuestra fe en el Señor Jesús.