martes, 19 de noviembre de 2013

Pacem in Terris (50 Años Después)

Nota original: Omar Ebrahime (Observatorio Internacional Van Thuan)

Con el trasfondo del quincuagésimo aniversario de la publicación de la encíclica Pacem in Terris del beato Juan XXIII, la semana pasada se realizaron en Roma —organizado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz— tres días de celebración que atrajeron a un gran número de estudiosos, observadores y expertos de todas partes del mundo. 


Muchos fueron los temas de interés y ocasiones de reflexión, a partir de la audiencia que el Papa Francisco en persona quiso conceder a los más de trescientos participantes en el evento. Si bien es cierto que la paz es el anhelo profundo presente en el corazón de cada persona, no es menos cierto que quizá nunca antes como ahora se ha abusado y utilizado el término para los propósitos más impensables. Entre aquellos que tienen responsabilidades de políticas de gobierno en las áreas más delicadas del planeta hay quienes hablan superficialmente de paz con frecuencia, pero no la buscan realmente, mientras que otros, en muchas ocasiones también, incluso llegan a escudarse en el pretexto de la paz, buscando solo maximizar sus ganancias personales. 

Por esto, aunque es un hecho histórico innegable que “las semillas de paz sembradas por el beato Juan XXIII han dado sus frutos”, sigue siendo válido que “a pesar de que cayeron muros y barreras, el mundo continúa teniendo necesidad de paz y la referencia a la Pacem in Terris permanece fuertemente actual”. El Papa Francisco se ha preguntado sobre el fundamento auténtico de la construcción de la paz: “Lo que la Pacem in Terris quiere recordar a todos consiste en el origen divino del hombre, de la sociedad y de la autoridad misma, que compromete a los individuos, familias y varios grupos sociales y a los Estados a vivir relaciones de justicia y solidaridad. Es tarea de todos los hombres construir la paz, con el ejemplo de Jesucristo, a través de estos dos caminos: promover y practicar la justicia, con verdad y amor, y contribuir, cada uno según sus posibilidades, al desarrollo humano integral, de acuerdo a la lógica de la solidaridad”. Al centro de toda acción pública o social debería estar entonces la primacía del valor de la persona y su inalienable dignidad, “a promover, respetar y tutelar siempre”. 

De hecho, hoy como ayer, no corresponde a la Iglesia dar indicaciones concretas sobre temas que, por su complejidad política y civil, pertenecen más bien a las autoridades temporales, sin embargo, sigue siendo urgente y por tanto imprescindible su tarea de educar, instruir y formar a la persona humana en su integralidad, desarrollando sobre todo las actitudes de promoción de la virtud, algo que las modernas res novae, como “la emergencia educativa y la influencia de los medios de comunicación de masas sobre las conciencias” hacen cada vez más urgente.

El Pontífice concluyó su actuación describiendo “la inhumana crisis económica mundial” como “un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre y por la verdad”, refiriéndose a uno de los fundamentos cardinales de la Doctrina Social —retomado también últimamente en la Caritas in Veritate— según el cual las decisiones económicas no son solo opciones técnicas intercambiables sino implican un juicio de valor exigente sobre la persona y el orden social, reflejado en la Creación Divina en la tierra. Luego, congregados en el Aula Nueva del Sínodo de la Ciudad del Vaticano, los participantes reflexionaron sobre los distintos capítulos de la encíclica reflejándose —según el presidente del Pontificio Consejo organizador, cardenal Peter K. A. Turkson— el extraordinario aprecio y fascinación que el texto continúa ejerciendo en creyentes y no creyentes en todas las latitudes del globo: su mensaje de paz universal y de solidaridad entre las naciones aún hoy alcanza y toca las inteligencias más diversas por su exigente radicalidad y capacidad persuasiva. Sin embargo, si entonces eran altas las expectativas sobre los organismos internacionales de mediación de conflictos que nacían en aquellos años (sobre todo las Naciones Unidas), hoy, los numerosos focos de guerra —que en algunos casos amenazan con provocar un efecto dominó de escala global— vuelven significativamente menos optimistas a los observadores y analistas respecto del futuro del mundo. 

No obstante, la encíclica no pierde por esto valor: el énfasis en la centralidad de la persona humana (con acentos que a veces incluso parecen anticipar la actual “cuestión antropológica”) y el primado del derecho natural, al que a menudo Juan XXIII se refiere para la resolución de los problemas más difíciles, se mantienen, de hecho, verdaderos y como brújulas que nos orientan aún hoy. De particular actualidad en este ámbito aparece la cuestión de la libertad religiosa que ha sido abordada en diversas intervenciones como una de las claves para la paz hoy (parafraseando uno de los mensajes recientes de Benedicto XVI para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz: “La libertad religiosa, camino para la paz”).

Bastante notable por su contenido y profundidad fue, por ejemplo, la intervención de la profesora Fadia Kiwan, directora del Instituto de ciencias políticas de la Universidad Saint Joseph de Beirut, en el Líbano: la estudiosa trazó detalladamente el declive progresivo del concepto de tolerancia en el último siglo en gran parte de los estados del Magreb y del Medio Oriente, ligándolo al desastroso colapso del imperio otomano durante la Primera Guerra Mundial. Es entonces que el tradicional multiconfesionalismo del Califato —ciertamente débil e incluso discriminatorio hacia las minorías no pertenecientes a la Umma, pero por lo menos garantizado institucionalmente— recibe un golpe mortal para ceder el puesto a un agresivo panarabismo islamista que intenta fundir inseparablemente identidad étnica y fe cristiana: nacen, en efecto, en breve distancia unas de otras, una serie de Constituciones, solo aparentemente “modernas”, en las que la inspiración islámica no aparece como mera raíz espiritual, sino como verdadera fuente del derecho y de la ley. Un poco más tarde, con el proceso de descolonización, a esta explosiva construcción identitaria se añadirá un tercer elemento ideológico: el nacionalismo. Países que habían llegado a la modernidad con una historia de pluralismo étnico y religioso de relieve, sufren inesperadamente una involución radical terminando progresivamente como rehenes de sectores extremistas y fundamentalistas: a nivel popular se difunde así la idea (históricamente falsa y privada de cualquier fundamento) de que el verdadero egipcio, por ejemplo, o el buen tunesino no pueden ser sino islámicos. Los otros, cristianos o no, son, por tanto, vistos como ciudadanos de segunda clase o, al menos, sin la misma dignidad social, cuando no como verdaderos traidores al Estado. 

Después del 11 de septiembre del 2001, la situación no ha hecho más que agravarse: la mitificación por parte de Osama bin Laden (1957-2011), difundida, sobre todo, a nivel juvenil, así como un revanchismo cultural instintivo hacia el otro, la idea de un choque de civilizaciones real en acto que ve a las cada vez más sufrientes comunidades autóctonas cristianas (presentes allí desde siglos antes de que llegase la predicación de Mahoma) como la longa manus del Occidente imperialista, colonizador y belicista y por esto deben ser castigados como si fueran cuerpos extraños. Falso también, por supuesto, pero ahora, simplemente, la rabia de las plazas del Medio Oriente (afectadas en el interín por una grave crisis económica) es agitada por una propaganda cotidiana específica y martillante, es muy fuerte para ser limitada o contenida en alguna forma: la situación actual está ante los ojos de todos. Se trata de una lectura articulada y no conformista, como se ve, valiente y bastante desconocida en nuestro medio: para Kiwan el juicio histórico sobre el Imperio Otomano en su conjunto tiende a ser positivo mientras la evolución político-social más reciente de los Estados nacionales del área suscita preocupación. 

En este sentido, de haber sido esto comprendido, la evaluación de los regímenes semidictatoriales de Mubarak en Egipto y de Assad en Siria sería menos preocupante que un Egipto eventualmente al mando de los Hermanos Musulmanes (aunque democráticamente electos) o de una Siria guiada por los wahhabitas. En cualquier caso, las controvertidas revueltas de los últimos tres años (signadas también, no debe olvidarse, por una guerra civil interna en el mundo islámico por la conquista del poder entre sunitas y chiítas), además del caos social, por ahora parecen haber llevado a las minorías religiosas del área (in primis, los cristianos) hacia posiciones de mayor subordinación y a veces de marginación explícita, en comparación a aquella que tenían anteriormente.

De similar tenor fue el relato del Procurador patriarcal maronita ante la Santa Sede, monseñor François Eid, de la Orden Maronita Mariana, que leyó un sentido mensaje del Consejo de patriarcas católicos de Oriente, que lamentan en tono fuerte la real tragedia humanitaria, además de religiosa, de la que son testigos en estos meses en el Medio Oriente, a partir de Irak. Son numerosos los episodios reportados de discriminación y violencia: desde atentados a iglesias y escuelas hasta persecuciones de familias, con el resultado que, de hecho, los cristianos del área —que sigue siendo la tierra por la que pasó el Señor en su vida pública— son ciudadanos “menos ciudadanos” que los otros, con menos derechos y menos defensas. Toda la región parece estar al borde de una espiral cruzada y aparentemente incomprensible de venganzas, atentados y emboscadas (fomentados también por grupos de extranjeros provenientes de la península arábiga) que muchas veces ven sucumbir a las personas más inocentes. 

La paradoja de todo esto es que ocurre en lugares que habían sido laboratorios de pluralismo y encuentro: destaca, a tal propósito, la admiración que el beato Juan Pablo II tenía por el Líbano como modelo de país del Medio Oriente fiel a sus propias raíces pero libre y moderno, un laboratorio social exitoso de convivencia y tolerancia sustancial, además de formalmente de estructura estatal democrática. Hoy, por desgracia, todo esto aparece cada vez más como un sueño de una época remota ya olvidada de la historia. No obstante los sufrimientos, concluyó Eid, los cristianos siguen colaborando con el pacto de ciudadanía: sus instituciones educativas (escuelas y universidades), buscadas y admiradas aún por los no cristianos, siguen desarrollando pacientemente su tarea de educación y de alta formación de acuerdo a una lógica puramente evangélica, que ve al prójimo como un hermano en Cristo, mientras la Iglesia, en medio de miles de dificultades, continúa trabajando como sujeto activo de mediación y reconciliación social en las crisis. 

Como una prueba más de la emergencia en curso, también se trató el tema en una mesa redonda posterior en la que intervino el ex ministro paquistaní Paul Bhatti, hermano del fallecido Shahbaz (1968-2011), que ha descrito la situación actual en su país —que pertenece a un área geográfica distinta – como análoga, bajo muchos aspectos, a cuanto sucede cotidianamente en Medio Oriente, con el agravante de la presencia de una ley específica (la tristemente conocida “ley de blasfemia”, por la que Asia Bibi todavía está encarcelada) que de hecho es un instrumento de control y represión del disenso, no solo religioso sino también político y social en las manos de extremistas y radicales. El resultado —también debido a la permanente debilidad del ejecutivo y de las fuerzas de seguridad— es que de las raíces genuinas del estado de Pakistán, que nació en 1947 separándose de la India sobre bases puramente seculares, actualmente queda poco o nada y la ideología del fanatismo vence sobre todo gracias al analfabetismo de las masas que está muy extendido en el país (llegando a 70 % en algunas áreas) y al adoctrinamiento selectivo en algunas madrasas (financiadas desde el exterior) de miles de niños pobres que viven en las calles y que están por eso más expuestos a los grupos extremistas y enemigos de la verdadera paz: en la atormentada república del Asia meridional, por desgracia, el camino a la reconciliación, no obstante el sacrificio de Bhatti y Salman Taseer (1946-2011), parece todavía muy largo.