Con el trasfondo del quincuagésimo aniversario de la publicación de la encíclica Pacem in Terris del
beato Juan XXIII, la semana pasada se realizaron en Roma —organizado
por el Pontificio Consejo Justicia y Paz— tres días de celebración que
atrajeron a un gran número de estudiosos, observadores y expertos de
todas partes del mundo.
Muchos fueron los temas de interés y ocasiones
de reflexión, a partir de la audiencia que el Papa Francisco en persona
quiso conceder a los más de trescientos participantes en el evento. Si
bien es cierto que la paz es el anhelo profundo presente en el corazón
de cada persona, no es menos cierto que quizá nunca antes como ahora se
ha abusado y utilizado el término para los propósitos más impensables.
Entre aquellos que tienen responsabilidades de políticas de gobierno en
las áreas más delicadas del planeta hay quienes hablan superficialmente
de paz con frecuencia, pero no la buscan realmente, mientras que otros,
en muchas ocasiones también, incluso llegan a escudarse en el pretexto
de la paz, buscando solo maximizar sus ganancias personales.
Por esto,
aunque es un hecho histórico innegable que “las semillas de paz sembradas por el beato Juan XXIII han dado sus frutos”, sigue siendo válido que “a
pesar de que cayeron muros y barreras, el mundo continúa teniendo
necesidad de paz y la referencia a la Pacem in Terris permanece
fuertemente actual”. El Papa Francisco se ha preguntado sobre el fundamento auténtico de la construcción de la paz: “Lo
que la Pacem in Terris quiere recordar a todos consiste en el origen
divino del hombre, de la sociedad y de la autoridad misma, que
compromete a los individuos, familias y varios grupos sociales y a los
Estados a vivir relaciones de justicia y solidaridad. Es tarea de todos
los hombres construir la paz, con el ejemplo de Jesucristo, a través de
estos dos caminos: promover y practicar la justicia, con verdad y amor, y
contribuir, cada uno según sus posibilidades, al desarrollo humano
integral, de acuerdo a la lógica de la solidaridad”. Al centro de
toda acción pública o social debería estar entonces la primacía del
valor de la persona y su inalienable dignidad, “a promover, respetar y tutelar siempre”.
De hecho, hoy como ayer, no corresponde a la Iglesia dar indicaciones
concretas sobre temas que, por su complejidad política y civil,
pertenecen más bien a las autoridades temporales, sin embargo, sigue
siendo urgente y por tanto imprescindible su tarea de educar, instruir y
formar a la persona humana en su integralidad, desarrollando sobre todo
las actitudes de promoción de la virtud, algo que las modernas res novae, como “la emergencia educativa y la influencia de los medios de comunicación de masas sobre las conciencias” hacen cada vez más urgente.
El Pontífice concluyó su actuación describiendo “la inhumana crisis económica mundial” como “un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre y por la verdad”, refiriéndose a uno de los fundamentos cardinales de la Doctrina Social —retomado también últimamente en la Caritas in Veritate—
según el cual las decisiones económicas no son solo opciones técnicas
intercambiables sino implican un juicio de valor exigente sobre la
persona y el orden social, reflejado en la Creación Divina en la tierra.
Luego, congregados en el Aula Nueva del Sínodo de la Ciudad del
Vaticano, los participantes reflexionaron sobre los distintos capítulos
de la encíclica reflejándose —según el presidente del Pontificio Consejo
organizador, cardenal Peter K. A. Turkson— el extraordinario aprecio y
fascinación que el texto continúa ejerciendo en creyentes y no creyentes
en todas las latitudes del globo: su mensaje de paz universal y de
solidaridad entre las naciones aún hoy alcanza y toca las inteligencias
más diversas por su exigente radicalidad y capacidad persuasiva. Sin
embargo, si entonces eran altas las expectativas sobre los organismos
internacionales de mediación de conflictos que nacían en aquellos años
(sobre todo las Naciones Unidas), hoy, los numerosos focos de guerra
—que en algunos casos amenazan con provocar un efecto dominó de escala
global— vuelven significativamente menos optimistas a los observadores y
analistas respecto del futuro del mundo.
No obstante, la encíclica no
pierde por esto valor: el énfasis en la centralidad de la persona humana
(con acentos que a veces incluso parecen anticipar la actual “cuestión
antropológica”) y el primado del derecho natural, al que a menudo Juan
XXIII se refiere para la resolución de los problemas más difíciles, se
mantienen, de hecho, verdaderos y como brújulas que nos orientan aún
hoy. De particular actualidad en este ámbito aparece la cuestión de la
libertad religiosa que ha sido abordada en diversas intervenciones como
una de las claves para la paz hoy (parafraseando uno de los mensajes
recientes de Benedicto XVI para la celebración de la Jornada Mundial de
la Paz: “La libertad religiosa, camino para la paz”).
Bastante notable por su contenido y profundidad fue, por ejemplo, la intervención de la profesora Fadia Kiwan, directora del Instituto de ciencias políticas de la Universidad Saint Joseph de Beirut, en el Líbano: la estudiosa trazó detalladamente el declive progresivo del concepto de tolerancia en el último siglo en gran parte de los estados del Magreb y del Medio Oriente, ligándolo al desastroso colapso del imperio otomano durante la Primera Guerra Mundial. Es entonces que el tradicional multiconfesionalismo del Califato —ciertamente débil e incluso discriminatorio hacia las minorías no pertenecientes a la Umma, pero por lo menos garantizado institucionalmente— recibe un golpe mortal para ceder el puesto a un agresivo panarabismo islamista que intenta fundir inseparablemente identidad étnica y fe cristiana: nacen, en efecto, en breve distancia unas de otras, una serie de Constituciones, solo aparentemente “modernas”, en las que la inspiración islámica no aparece como mera raíz espiritual, sino como verdadera fuente del derecho y de la ley. Un poco más tarde, con el proceso de descolonización, a esta explosiva construcción identitaria se añadirá un tercer elemento ideológico: el nacionalismo. Países que habían llegado a la modernidad con una historia de pluralismo étnico y religioso de relieve, sufren inesperadamente una involución radical terminando progresivamente como rehenes de sectores extremistas y fundamentalistas: a nivel popular se difunde así la idea (históricamente falsa y privada de cualquier fundamento) de que el verdadero egipcio, por ejemplo, o el buen tunesino no pueden ser sino islámicos. Los otros, cristianos o no, son, por tanto, vistos como ciudadanos de segunda clase o, al menos, sin la misma dignidad social, cuando no como verdaderos traidores al Estado.
Después del 11 de septiembre del 2001, la situación no ha hecho más que agravarse: la mitificación por parte de Osama bin Laden (1957-2011), difundida, sobre todo, a nivel juvenil, así como un revanchismo cultural instintivo hacia el otro, la idea de un choque de civilizaciones real en acto que ve a las cada vez más sufrientes comunidades autóctonas cristianas (presentes allí desde siglos antes de que llegase la predicación de Mahoma) como la longa manus del Occidente imperialista, colonizador y belicista y por esto deben ser castigados como si fueran cuerpos extraños. Falso también, por supuesto, pero ahora, simplemente, la rabia de las plazas del Medio Oriente (afectadas en el interín por una grave crisis económica) es agitada por una propaganda cotidiana específica y martillante, es muy fuerte para ser limitada o contenida en alguna forma: la situación actual está ante los ojos de todos. Se trata de una lectura articulada y no conformista, como se ve, valiente y bastante desconocida en nuestro medio: para Kiwan el juicio histórico sobre el Imperio Otomano en su conjunto tiende a ser positivo mientras la evolución político-social más reciente de los Estados nacionales del área suscita preocupación.
En este sentido, de haber sido esto comprendido, la evaluación de los regímenes semidictatoriales de Mubarak en Egipto y de Assad en Siria sería menos preocupante que un Egipto eventualmente al mando de los Hermanos Musulmanes (aunque democráticamente electos) o de una Siria guiada por los wahhabitas. En cualquier caso, las controvertidas revueltas de los últimos tres años (signadas también, no debe olvidarse, por una guerra civil interna en el mundo islámico por la conquista del poder entre sunitas y chiítas), además del caos social, por ahora parecen haber llevado a las minorías religiosas del área (in primis, los cristianos) hacia posiciones de mayor subordinación y a veces de marginación explícita, en comparación a aquella que tenían anteriormente.
De similar
tenor fue el relato del Procurador patriarcal maronita ante la Santa
Sede, monseñor François Eid, de la Orden Maronita Mariana, que leyó un
sentido mensaje del Consejo de patriarcas católicos de Oriente, que
lamentan en tono fuerte la real tragedia humanitaria, además de
religiosa, de la que son testigos en estos meses en el Medio Oriente, a
partir de Irak. Son numerosos los episodios reportados de discriminación
y violencia: desde atentados a iglesias y escuelas hasta persecuciones
de familias, con el resultado que, de hecho, los cristianos del área
—que sigue siendo la tierra por la que pasó el Señor en su vida pública—
son ciudadanos “menos ciudadanos” que los otros, con menos derechos y
menos defensas. Toda la región parece estar al borde de una espiral
cruzada y aparentemente incomprensible de venganzas, atentados y
emboscadas (fomentados también por grupos de extranjeros provenientes de
la península arábiga) que muchas veces ven sucumbir a las personas más
inocentes.
La paradoja de todo esto es que ocurre en lugares que habían
sido laboratorios de pluralismo y encuentro: destaca, a tal propósito,
la admiración que el beato Juan Pablo II tenía por el Líbano como modelo
de país del Medio Oriente fiel a sus propias raíces pero libre y
moderno, un laboratorio social exitoso de convivencia y tolerancia
sustancial, además de formalmente de estructura estatal democrática.
Hoy, por desgracia, todo esto aparece cada vez más como un sueño de una
época remota ya olvidada de la historia. No obstante los sufrimientos,
concluyó Eid, los cristianos siguen colaborando con el pacto de
ciudadanía: sus instituciones educativas (escuelas y universidades),
buscadas y admiradas aún por los no cristianos, siguen desarrollando
pacientemente su tarea de educación y de alta formación de acuerdo a una
lógica puramente evangélica, que ve al prójimo como un hermano en
Cristo, mientras la Iglesia, en medio de miles de dificultades, continúa
trabajando como sujeto activo de mediación y reconciliación social en
las crisis.
Como una prueba más de la emergencia en curso, también se
trató el tema en una mesa redonda posterior en la que intervino el ex
ministro paquistaní Paul Bhatti, hermano del fallecido Shahbaz
(1968-2011), que ha descrito la situación actual en su país —que
pertenece a un área geográfica distinta – como análoga, bajo muchos
aspectos, a cuanto sucede cotidianamente en Medio Oriente, con el
agravante de la presencia de una ley específica (la tristemente conocida
“ley de blasfemia”, por la que Asia Bibi todavía está encarcelada) que
de hecho es un instrumento de control y represión del disenso, no solo
religioso sino también político y social en las manos de extremistas y
radicales. El resultado —también debido a la permanente debilidad del
ejecutivo y de las fuerzas de seguridad— es que de las raíces genuinas
del estado de Pakistán, que nació en 1947 separándose de la India sobre
bases puramente seculares, actualmente queda poco o nada y la ideología
del fanatismo vence sobre todo gracias al analfabetismo de las masas que
está muy extendido en el país (llegando a 70 % en algunas áreas) y al
adoctrinamiento selectivo en algunas madrasas (financiadas desde el
exterior) de miles de niños pobres que viven en las calles y que están
por eso más expuestos a los grupos extremistas y enemigos de la
verdadera paz: en la atormentada república del Asia meridional, por
desgracia, el camino a la reconciliación, no obstante el sacrificio de
Bhatti y Salman Taseer (1946-2011), parece todavía muy largo.