Nota original: Agencia AICA
El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna,
destacó que “el tiempo de Adviento conecta directamente con el
acontecimiento esperado: la Navidad del Señor. Es una conexión dinámica,
una verdadera interacción: la acción principal de Dios y la nuestra”.
“La Palabra es el poder de Dios que actúa en nuestra mente, para
iluminarla, y en nuestra voluntad para que concretemos el necesario
consentimiento. La Iglesia es responsable de su anuncio y de su eficaz
celebración. Es su principal tarea o misión”, subrayó en su sugerencia
para la homilía del próximo domingo.
El prelado reconoció, sin embargo, que “su acción evangelizadora se
encontrará con poderosos contradictores, tanto en el mundo externo como
en el interior de su propia organización social”.
“A los ojos de Dios, como lo evidencian los criterios evangélicos
para el juicio final, la diferencia no la establecen el poderío
político, militar y económico; tampoco los niveles jerárquicos o el
abolengo heredado o negociado… sino la santidad. La base de esa santidad
es la pobreza y la humildad. Cristo, ‘pobre y humilde de corazón’, es
el paradigma de esa santidad y la participa a quienes se hacen pobres y
humildes con Él”, aseguró.
Texto de la sugerencia
El tiempo adoptado por Dios.
Otro Adviento. Supone la llegada de Quien es dueño del tiempo y se lo ha
obsequiado al hombre junto con su existencia. La Iglesia colma de
“advientos” sus tiempos litúrgicos. Prepara y celebra el acontecimiento
principal de la historia humana: la Encarnación y Nacimiento de Dios
Redentor. La Muerte y Resurrección constituirán el momento culminante de
ese acontecimiento. Al hacerse Hombre, Dios hace propio el tiempo de
los hombres, reconduce su historia a la verdad perdida por el pecado y
la pone en camino de su auténtica perfección. La celebración
reactualiza, de manera continua, el acontecimiento cumplido de la
Pascua. De manera pedagógica la Liturgia de la Iglesia diversifica los
momentos del mismo Misterio redentor. Preparamos la Navidad pero, no
dejamos de celebrar, en cada Eucaristía, el cumplimiento pleno de lo
allí iniciado: La Pascua de Cristo. El texto evangélico, de este primer
Domingo de Adviento, crea un clima de vigilancia y fidelidad que debe
acompañar toda la vida del cristiano. La expresión inspirada acompaña
las recomendaciones más destacadas del Señor: “Cuando venga el Hijo del
hombre…” (Mateo 24, 37).
Hecho hombre para encontrarse con los hombres.
Cristo ha venido, nos preparamos para celebrarlo en Navidad, y,
cumplida la Pascua de Resurrección, esperamos dinámicamente su segunda y
definitiva venida. En el texto de San Mateo - proclamado hoy - se
indica la actividad de Dios encarnado, referida al momento crítico de la
historia humana. Cristo se ha hecho hombre para encontrarse con los
hombres y, de esa manera, sacarlos de la situación en la que los
encontró. Está claro en el texto citado: “…sucederá como en tiempos de
Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se
casaba, hasta que Noé entró en el arca, y no sospechaban nada, hasta que
llegó el diluvio y los arrasó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga
el Hijo del hombre” (Mateo 24, 37-39). La historia humana parece
repetirse y, echando una mirada sobre ella, advertimos que los hombres
siguen tropezando con el mismo escollo: la ignorancia nacida de la
soberbia. ¡Qué poca aptitud para el aprendizaje! No son temas de poca
monta. La torpeza, en el tratamiento de los mismos, produce un
desequilibrio de peligrosa incidencia. Como en tiempos de Noé, nos
encontramos revolviendo los valores y desvalores en una misma hoya de
barro.
Adviento, tiempo de conexión con el Misterio.
El Evangelio, que es la Buena Nueva de la presencia viva de Cristo
resucitado, está destinado a intervenir para curar. La fenomenología
contemporánea deja patente el mal del que el hombre debe ser curado para
restablecer su orientación a la verdad que le corresponde adoptar. Me
refiero a la que procede de su Creador y que reclama su libre docilidad
como creatura. Cristo sigue encontrándose con el hombre afectado por el
pecado que, no obstante, Él ha vencido definitivamente con su Muerte y
Resurrección. El tiempo de Adviento conecta directamente con el
acontecimiento esperado: la Navidad del Señor. Es una conexión dinámica,
una verdadera interacción: la acción principal de Dios y la nuestra. La
Palabra es el poder de Dios que actúa en nuestra mente, para
iluminarla, y en nuestra voluntad para que concretemos el necesario
consentimiento. La Iglesia es responsable de su anuncio y de su eficaz
celebración. Es su principal tarea o misión. Su acción evangelizadora se
encontrará con poderosos contradictores, tanto en el mundo externo como
en el interior de su propia organización social. A los ojos de Dios,
como lo evidencian los criterios evangélicos para el juicio final (Mateo
25, 31-46), la diferencia no la establecen el poderío político, militar
y económico; tampoco los niveles jerárquicos o el abolengo heredado o
negociado… sino la santidad. La base de esa santidad es la pobreza y la
humildad. Cristo, “pobre y humilde de corazón”, es el paradigma de esa
santidad y la participa a quienes se hacen pobres y humildes con Él.
Cristo nunca deja de llegar.
El Adviento, que hoy iniciamos, no puede ser reducido a la celebración
de la Navidad 2013. Es un momento que crea, con otros momentos
similares, un estado de permanente disposición para recibir a Cristo. Su
propósito, como siempre, es encontrarse con los hombres y las mujeres
que suplican ser curados por Él. Los mismos afectados por el mal, cuando
no han perdido por completo la conciencia de su estado, reconocen la
existencia de un mal enfermante que tiende a propagarse sin freno
alguno. No hace tantos años, no se producía una confusión tan
escandalosa como la que nos presenta la sociedad actual. La advertencia
de la Conferencia Episcopal Argentina sobre el fenómeno alarmante de la
drogadicción, es una prueba circunstancialmente elocuente de los
niveles que ha alcanzado el pecado como mal. Son los brotes pestilentes
de una causa más honda que no entiende de paliativos. El médico es
Cristo. La Iglesia, como lo afirma el Papa Francisco: “Es un hospital de
campaña, que tiene como prioridad recoger y curar a los heridos”.