Texto original: Razones desde la otra orilla (José Luis Martín Descalzo)
¿Somos los humanos de hoy verdaderos hombres o sólo muñones de hombres,
seres sin realizar, semimuertos? Hace muchos años que me angustia esta
pregunta, tal vez la más grave que hoy pueda uno plantearse. ¿Estamos
vivos, realmente vivos? La
cuestión me sube a la cabeza cada vez que en el Metro o en la calle
contemplo los rostros de los que me rodean: apagados muchos, como
dormidos, vacíos. Y ya sé que no se puede juzgar a un hombre por su cara
y que con frecuencia tras un rostro insípido puede ocultarse un alma
ardiente. Pero ¿cuántas veces la faz es espejo del alma y unos ojos
opacos son el testigo de una enorme vacuidad interior?
Y la cosa
se complica cuando hablas con muchas de esas personas, que acaban
confesándote que la vida no les interesa, que para ellos vivir es sólo
dejarse vivir, arrastrar por las horas, porque nada les ilusiona y por
nada luchan, porque se sienten jubilados anticipadamente y creen que, si
han vivido, ya no tienen realmente nada más que vivir. ¿Qué son éstos
sino cadáveres que vegetan, cadáveres tal vez en edades juveniles,
porque ni siquiera en su adolescencia experimentan el entusiasmo y
la pasión de vivir?
Todas estas ideas me han obsesionado
especialmente en los días de Resurrección. Yo siempre he pensado que
Jesús «tuvo» que resucitar y esto no sólo por obra milagrosa de su
Padre, sino por su misma fuerza interior: un hombre «tan» vivo, «tan
terriblemente» vivo como estuvo Cristo no podía morir del todo y para
siempre. Su pasión de vivir era mucho más poderosa que la losa del
sepulcro.
Pero, ¿quién, cuántos viven con tanta tensión, tan
apasionadamente? ¿Cuántos entre nuestros contemporáneos tienen el alma
tan en pie? Y los mismos que hablan de que hay que vivir «a tope», ¿a
tope de qué viven? ¿Están llenos de vacíos?
Naturalmente, cuando
hablo de vivir no me refiero al hecho vegetal de crecer, alimentarse,
caminar. Tampoco me refiero a la pura pasión
animal de medrar como el tigre busca más y mejores alimentos. Me refiero
a vivir como personas, a tener el alma despierta y creativa, a llenar
de espíritu las horas, a tener cosas que realizar y que amar, a «ser»,
sencillamente, hombres.
Y me pregunto a mí mismo cuáles serían
las diferencias entre un ser vivo y un ser muerto o semimuerto, Y llego a
estas conclusiones. Un hombre está verdaderamente vivo cuando cumple
cuatro condiciones:
1. En primer lugar, se está vivo cuando se
tiene un ideal, una ilusión, una tarea que, al ser más grandes que
nosotros mismos, exijan que existamos estirando el alma para llegar a
ellas. Una ilusión que sólo pueda conseguirse viviendo muy tensamente
hacia ella, muy concentradamente -sin dispersar energías- porque sólo
así podremos acércanos -y aun así quedándonos lejos- a su realización o
logro.
2. En segundo lugar, se está vivo cuando se vive lleno la
mayor parte de la vida, cuando las horas de tensión y producción son
mayores que las de descansillo. Ya sé que la tensión absoluta de un
hombre es imposible. Incluso los más vivos tienen aburrimientos,
cansancios, días bobos. Pero esto, que el mejor hombre puede
«permitirse», tiene que ser una ínfima mayoría. Y en la medida que esos
descansillos, esos vacíos son más, comienza a crecer nuestra proporción
de muerto en el alma.
3. La tercera condición para estar vivo es,
creo yo, crecer, estar creciendo, seguir creciendo. Aquel que en la
adolescencia, en la juventud, en la hombría, en la ancianidad abdica, se
jubila de vivir, cree que ya ha llegado, empieza desde ese mismo día en
que se lo confiesa a sí mismo a morir.
4. La cuarta condición
que nos dice si estamos vivos o
no es que nos sobre suficiente vida como para entregarla a los demás. El
que sólo se realiza a sí mismo se autopetrifica. No hay más vida que la
que se comparte y reparte. El que no ama, no ayuda, no empuja a otros,
bien puede encaminarse ya hacia el sepulcro.
Y ahora me pregunto
de nuevo: ¿cuántos humanos cumplen -mejor o peor, porque yo no hablo de
logro, sino de esfuerzo-,estas cuatro condiciones? ¿Cuántos han ido por
la vida renunciando a trozos de sí mismos, como leprosos del alma, y han
crecido dejando caer ilusiones, entusiasmos, proyectos, sueños? El día
que les llegue la muerte, ¿tendrán mucha tarea que hacer o deberá sólo
rematar esa muerte fragmentaria que ha ido apoderándose del alma?
Ahora entiendo que muchos hombres no entiendan la Resurrección. ¿Cómo podrán entenderla sí no aman la vida, si temen que una
resurrección pudiera ser sólo la prolongación de su aburrimiento?
¡Con
lo hermoso que es vivir, seguir viviendo, irle descubriendo nuevos
rostros a la existencia, encontrar su júbilo detrás de cada dolor,
escalarla a pesar de lo empinada que es o precisamente porque es
empinada! Sé que la muerte vendrá, pero que cuando llegue tenga que
darle muchos hachazos a nuestra alma y que no necesite sólo darnos un
empujón porque ya estamos podridos por dentro.