La Pasión de Cristo fue la hora de las
tinieblas, la hora de los enemigos de Jesús y el dominio de la
oscuridad, es decir, del diablo. Y ¿quiénes eran los enemigos de Jesús?
En ese momento, en concreto, las autoridades judías. Y ¿quién detenta la
potestad de las tinieblas? Satanás; el poder invisible que divide e
impulsa a los enemigos de Jesús; el principal actor antagonista de
Cristo en su pasión redentora y que también lo fue en el paraíso
incitando al hombre al pecado original. Judas entrega definitivamente a
Cristo después de que el demonio ha entrado en él (Jn 13, 27-28). Los apóstoles abandonan a Jesús, sólo después de que Satanás los reclama para cribarlos como al trigo.
Así pues, el demonio, aunque oculto e
invisible, ocupa un plano primordial en la pasión de Cristo; él es el
adversario directo de Jesucristo: “Ya no hablaré mucho con vosotros,
porque viene el príncipe de este mundo. No es que tenga derecho contra
mí, pero es para que el mundo conozca que yo amo al Padre, y obro según
el mandato que me dio el Padre”. Por lo mismo, en la pasión se describe el triunfo de Cristo contra el demonio: “Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn 12, 31) y como victoria de Cristo sobre el mundo, simiente de Satanás, con la autoridad dice Jesús: “Tened confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
La derrota de Satanás ante Jesucristo
encuentra su cumplimiento histórico en la cruz y resurrección del
Redentor. Como leemos en la carta a los hebreos, Jesucristo se ha hecho
partícipe de la humanidad hasta la cruz, para destruir por la muerte al
que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo, y librar a
aquellos que estaban toda la vida sujetos a su servidumbre (2, 14-15). Esta es entonces la gran certeza de la fe cristiana “… y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo” (Jn 3, 8). Así pues, crucificado, resucitado se ha revelado como él “más fuerte” que ha vencido “al hombre fuerte”, al diablo, y lo ha destronado (Juan Pablo II, audiencia general del 20 de agosto de 1986).
Resulta pues imprescindible adherirnos con nuestra vida diaria, a la
vida, pasión y muerte de Cristo, para poder participar de la victoria
sobre Satanás. De aquí las trascendentales palabras de San Pablo: “Debo completar en mi cuerpo lo que le falta a la pasión de Cristo”.
Resulta claro que quien prescinda de la
acción diabólica, no podrá jamás entender lo que significó la pasión de
Cristo y lo que significará la pasión de la Iglesia, cuando haya de
pasar ésta por la hora de sus tinieblas. Del Evangelio advertimos, que
la hora de la pasión de Cristo, la hora del poder de las tinieblas,
viene determinada por el Padre y con el consentimiento de Jesús: “buscaban prendedle… pero aún no había llegado su hora” (Jn 7, 30);
y Jesús, llegada la hora, se entrega voluntariamente y afirma que nadie
le arrebata la vida sino que Él mismo la da espontánea y libremente: “Yo doy mi vida por mis ovejas…” (Jn 10, 15). “Con un bautismo de sangre tengo que ser bautizado, y ¡cómo me consumo hasta que se realice!” (Lc 17, 50).
En la hora de la potestad de las
tinieblas dispuesta por la amorosa providencia de Dios, se unen en el
mismo objeto material – pasión y muerte de Cristo – la acción de Dios y
la acción de Satanás. Pero el objeto formal es distinto; Dios Padre
quiere la glorificación en su Hijo Jesús y el triunfo de la obra de la
redención. Para el demonio su objetivo es la aniquilación de Jesús y la
destrucción de su obra redentora. Como siempre, son los planes de Dios
los que se cumplen y no los de Satanás. Por eso dice Jesucristo a los
discípulos de Emaús “¿Por ventura no era necesario que Cristo padeciera todas estas cosas y así entrar a su gloria?” (Lc 24, 26).
Pues del mismo modo, aunque con mayor
duración e intensidad, la Iglesia – el Cuerpo Místico de Cristo – ha de
estar expuesta a la potestad de las tinieblas, a la acción del príncipe
de este mundo; y en la medida en que le llegue “su hora”, y ya está
cercana, la lucha se hará más violenta, tal y como lo pone de relieve el
libro del Apocalipsis al hablar de “la gran tribulación” que
vendrá al mundo y a la Iglesia. Y así como cuando todo parecía perdido a
los apóstoles, en la pasión de Cristo era cuando se gestaba la
redención del género humano y la Glorificación del Padre en su Hijo
unigénito, de la misma manera le sucederá a la Iglesia, cuando parezca
como muerta y sepultada, más cercana e inminente estará la hora de su
resurrección.
Y así lo confirma en muchas ocasiones la Santísima Virgen en sus apariciones actuales y en sus mensajes:
“Ante todo
deberá sufrir mi Iglesia, que será llamada a una más intensa y dolorosa
obra de purificación. Yo estaré a su lado en todo momento para ayudarla y
confortarla; cuanto más la Iglesia tenga que subir el Calvario, con
tanta mayor intensidad sentirá mi auxilio y mi extraordinaria presencia…
debe entrar ahora en el momento precioso de su pasión redentora para su
más bello renacimiento…” (1 enero 1980, Stefano Gobbi).
“La iniquidad
cubre a todo el mundo, la Iglesia está oscurecida por la propagación de
la apostasía y del pecado. El Señor, por el triunfo de Su Misericordia,
debe purificar ahora con su acción enérgica de justicia y de amor a los
suyos. Las horas más sangrientas y dolorosas están destinadas a
vosotros. Estos tiempos están más cerca de lo que creéis… Si, después
del tiempo del gran sufrimiento, llegará un tiempo de gran
reconocimiento y todo reflorecerá. La humanidad será de nuevo un jardín
de vida y de belleza, y la Iglesia una familia iluminada por la verdad,
nutrida por la gracia, consolada con la presencia del Espíritu Santo.
Jesús restaurará su reinado glorioso…” (3 de junio de 1987).
Dice Jesucristo: “si el mundo os
odia, sabed que primero me odió a mí… acordaos de esta palabra que os
dije: no es el siervo más grande que su Señor. Si me persiguieron a mí
también os perseguirán a vosotros…” (Jn 15, 18-20). Aquí nuestro
Señor profetiza claramente cómo las persecuciones probarán el carácter
sobrenatural de Su Cuerpo Místico, de donde se colige que la vida del
cristiano llevará el signo de la cruz, y la vida de la Iglesia el signo
de la persecución. Por eso Jesucristo dijo: “quien no lleve su cruz no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27. Cfr Mt 10, 38 y Mc 8, 34).
Si el triunfo definitivo de Cristo se logró en la cruz, la purificación
de la Iglesia en reino universal e indiscutible de Cristo se logrará
igualmente por su pasión y muerte. Pero – entiéndase bien - esta muerte
de la Iglesia no es muerte, sino vida de nacimiento perfecto y
definitivo, para que se imponga triunfalmente en todo el mundo, en todos
los pueblos e individuos, ya sin dificultades, habiendo sido echado
fuera el príncipe de este mundo.
Los días de esta pasión y muerte de la Iglesia –que coincidirán con el surgimiento del “falso Cristo”
(un Papa impostor) y la falsa Iglesia, y que será la antesala del
reinado terrible pero breve del Anticristo, constituyendo la llamada “gran tribulación”–
serán acortados; pero la Iglesia conocerá horas de tinieblas y de
horror semejantes a las de la pasión de Cristo, multiplicadas en el
tiempo, por cuanto que los miembros de la Iglesia no gozan de la
perfección y santidad de su Fundador. Mas al fin, renacerá la Iglesia
como en un Nuevo Pentecostés, sin arruga y sin mancilla, quitados ya del
mundo todos los obstáculos.
En la hora de las tinieblas de la
Iglesia no será tiempo de obrar sino de sufrir pasivamente, como lo
hiciera en su Pasión su Divino Fundador, y en esa agonía de la Iglesia
le asistirá para que no desfallezca, la compañía de la siempre
bienaventurada Virgen María, quien es Madre de la Iglesia.
Recordamos una vez más las palabras de
Juan Pablo II en el año de 1980, en Fulda, Alemania Occidental, cuando
hablaba sobre el secreto de Fátima y en particular sobre el futuro de la
Iglesia:
“Con vuestra oración y la mía es
posible mitigar nuestra tribulación, pero no será posible evitarla,
porque sólo así la Iglesia podrá ser efectivamente renovada… cuántas
veces de la sangre ha brotado la renovación de la Iglesia. Esta vez
tampoco será de manera distinta. Debemos ser fuertes, prepararnos,
confiar en nuestro Señor y en su Madre Santísima y ser asiduos, muy
asiduos en el rezo del Santo Rosario.”
Hubo una criatura que estuvo al pie de
la cruz: María Santísima, nuestra Madre y la Madre de Dios. Por eso Ella
es la gran esperanza y el único remedio del poder de las tinieblas, el
consuelo tangible que nunca falta ni al alma ni a la Iglesia, y si María
Santísima acompañó a su Hijo en la cruz, nuestra bendita Madre, como
Corredentora, también estará ahora presente al pie de la cruz de su
Iglesia y con todos sus hijos, para ofrecernos la gran arca y refugio de
salvación para estos tiempos, que es Su Corazón Inmaculado.