Un joven San Agustín contemplaba la inmensidad del Mediterráneo en la costa del norte de África, al tiempo que intentaba comprender de alguna forma el formidable misterio de la Santísima Trinidad.
En ese instante alcanzó a divisar a un niño que estaba jugando en la playa. Se acerco al pequeño, quien había cavado un hoyo en la arena, al tiempo que iba y venía desde la orilla trayendo cada vez un poco de agua en una caracola.
Cuando Agustín, intrigado, le preguntó al niño que era lo que estaba haciendo, el niño le advirtió que estaba buscando verter todo el océano en el interior del hoyo. El Santo sonrió e intentó aclararle que eso era absolutamente imposible. El pequeño, sin embargo, también le sonrió y le señaló que también era imposible que él comprendiera el misterio de la Santísima Trinidad.