Texto original: Alfonso Aguiló Pastrana para Interrogantes.net
Hay básicamente dos maneras de abordar un fracaso profesional, familiar,
afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y
sacar conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese contratiempo.
La segunda es afanarse en culpar a otros y buscar denodadamente
responsables externos de nuestra desgracia. De la primera forma se suele
adquirir experiencia para superar el fracaso; con la segunda es fácil
volver a caer en él, y culpar de nuevo a otros, en vez de hacer un sano
examen de nuestras responsabilidades.
Los estilos victimistas
suelen estar ligados a sentimientos negativos como la envidia, los celos
y el rencor. Tienden a legitimarse en nombre de desgracias pasadas,
amparándose en todo lo que se está sufriendo o se ha sufrido, y con eso
se arrogan una especie de patente de inmunidad con la que justifican su
actitud. Ese recuerdo de las desgracias pasadas constituye para ellos
una reserva inagotable de resentimientos. Y si alguien se lo reprocha, a
lo mejor admiten que lo suyo no es muy ejemplar, pero aseguran que sus
padecimientos pasados justifican esa "leve incorrección".
Otra
de sus notas características es la susceptibilidad, que les hace
reaccionar con crispación ante cualquier crítica. En todo ven malas
intenciones. El
menor reparo es enseguida considerado una ofensa. Por doquier intuyen
hostilidad, confabulaciones y menosprecios. En los casos más extremos,
se sienten satanizados por todo el mundo (curiosa paradoja del
satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía,
caen en el síndrome de la conspiración o el complot, tanto en su versión
agresiva como en la contraria, de renuncia y pasividad (para qué hacer
nada si una fuerza tan poderosa está tramando tales cosas contra mí o
contra nosotros).
Es frecuente que envuelvan sus ataques en un
manto de candidez, pues aseguran que lo único que hacen es defenderse.
Sus ideas son difícilmente refutables, pues dan la vuelta a cualquier
argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los
ofensores. Y como la venganza induce con facilidad reacciones similares
en el otro, que se siente también víctima inocente de una
agresión, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y
va extendiéndose más y más al subir cada nuevo escalón del
resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un
sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo
victimista, que confiere a las dos partes en conflicto la misma
impresión de ser eterna e injustamente maltratadas.
Cuando se
invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por mucho
que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y del deseo de
vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas, que buscan
cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas
acciones que lamentan haber sufrido.
Tener presente los dolores
del pasado puede ser enriquecedor. Pero esa memoria puede pervertirse si
se deja impregnar del rencor. Cuando el recuerdo nos lleva de forma
obsesiva a reabrir heridas
del pasado, buscando quizá legitimar un oscuro deseo de resarcimiento,
entonces la memoria se vuelve esclava del agravio, se convierte en una
potencia que reaviva tensiones, exacerba la animosidad y reconstruye el
pasado y lo reescribe acumulando cada vez nuevos motivos a su favor.
Si
las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus
dolencias respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando
se hurga morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios
que alegar, razones por las que desenterrar el hacha de guerra de la
violencia, el desprecio o la falta de solidaridad. Siempre hay motivos
para no superar las desavenencias recíprocas, pero si queremos vivir en
buena sintonía con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras
disensiones de antaño, dejar que el pasado entierre esos desencuentros.
No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar y de aprender a
evitar que se repitan
esos errores, oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja
paso libre a quienes no desean cargar sobre sus hombres con el terrible
peso de los antiguos resentimientos.