Nota original: Alfa y Omega
Algunos reprochan a los católicos una excesiva preocupación por
la suerte de los embriones; les parece un debate abstracto, no muy
distinto al del sexo de los ángeles. Hay quien piensa que la Iglesia
insiste demasiado en estos temas, que muchos quisieran aparcar, porque no interesan o porque falta consenso.
Convendría -dicen- que nos concentráramos en resolver problemas en los
que hay unanimidad, como el hambre en el mundo. Y, sin embargo, en los
campos de batalla de la bioética se juega hoy una guerra decisiva para
el futuro ser humano. De entrada, está en juego la pregunta sobre si la
dignidad es una cualidad inherente a todos, o depende de que un poder la
reconozca.
La agencia Aceprensa se ha volcado a
aportar luz sobre estas cuestiones, que algunos se empeñan en embrollar.
En su último servicio de 2008, ofrecía un análisis sobre Los dilemas del diagnóstico prenatal, de la doctora Margaret Somerville,
donde se plantean preguntas que bien pueden servir como termómetro
moral de cualquier sociedad. Muchos reducen esta cuestión a un debate
sobre la suerte de un puñado de células, pero Somerville lo presenta de
esta manera: el fin del diagnóstico prenatal no es tanto detectar
enfermedades curables en niños no nacidos, como cribar a los que
presenten alguna anomalía, o al menos dar esta opción a sus padres. Pero
si éstos rechazan la ayuda que les ofrece la Medicina
-advierte-, quedan expuestos como «socialmente irresponsables». Lo
políticamente correcto cuando viene un hijo enfermo es esto: «Nos
desharemos de éste y volveremos a intentarlo».
«A las personas con síndrome de Down o con enfermedades de origen
genético detectables (como la enfermedad bipolar o la sordera), se les
está diciendo que no las queremos en nuestra sociedad. Y se están
alterando profundamente los lazos paterno-filiales: condicionalmente embarazada
hasta que le informen de que al niño no le pasa nada». Debemos entonces
preguntarnos: «¿De qué forma afecta este enfoque a nuestro concepto de
que el amor paterno es incondicional, que amamos a nuestros hijos
simplemente porque lo son? Y si el amor paterno es condicional, ¿debería
permitírsenos mejorar genéticamente a nuestros hijos?»
Éstos y otros motivos llevaron a la catedrática Natalia López Moratalla,
de la Universidad de Navarra, a pedir, ante la Subcomisión del Congreso
que ha estudiado reformar la ley del aborto, que se limite el recurso
al diagnóstico prenatal a los pocos casos en que se actúa estrictamente
en beneficio del niño. La misma doctora, desde las páginas de Aceprensa, ofrecía hace unos meses un análisis acerca de la Objeción «de ciencia» en la práctica médica,
denunciando la inversión de la carga de la prueba en cuestiones de
objeción de conciencia, como si los reparos de los médicos a practicar
abortos fueran irracionales o irrelevantes desde una perspectiva médica.
El punto de partida de López Moratalla es éste: «Una normativa que
plantea al profesional un conflicto entre el deber de cumplirla y el
deber de seguir su conciencia tiene que ser revisada en sí misma», y
pasar, al menos, «el examen de racionalidad terapéutica, del buen hacer
del arte de curar. Si no aprueba el examen, ¿con qué legitimidad puede
poner contra las cuerdas al profesional a quien pretende obligar a
cumplirla?» Salvo, claro, que se diga que estamos para obedecer al
Gobierno, y no para perder el tiempo con cuestiones morales que no interesan a nadie...